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Los hermanos Karamazov

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Los hermanos Karamazov
Название: Los hermanos Karamazov
Дата добавления: 15 январь 2020
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Los hermanos Karamazov - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.

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Los tres médicos citados comparecieron como peritos. El doctor Herzenstube dijo que saltaba a la vista que el acusado «era un anormal». Después de exponer sus argumentos, añadió que esta anormalidad se evidenciaba no sólo en la conducta anterior del acusado, sino también en su actitud presente, y cuando se le rogó que se explicara, el viejo doctor declaró ingenuamente que Dmitri Fiodorovitch, al entrar en la sala, no tenía un aspecto adecuado a las circunstancias. «Avanzaba como un soldado, mirando hacia el frente, sin volver la vista a la izquierda, donde estaban las damas, cuya opinión debía preocuparle, ya que era un gran amante de bello sexo». Herzenstube se expresaba en ruso, pero con acento alemán, cosa que no le preocupaba. Siempre había creído que hablaba un ruso excelente, mejor que el de los mismos rusos. Le encantaba citar proverbios, y cada vez que mencionaba uno afirmaba que los proverbios rusos eran singularmente expresivos. Cuando conversaba con alguien, olvidaba a veces las palabras más vulgares. Las conocía perfectamente, pero huían de su memoria de pronto. Esto le sucedía tanto si hablaba en ruso como en alemán. Entonces agitaba la mano ante su rostro, como para atrapar la palabra perdida, y nadie en el mundo habría logrado que continuar si no daba con ella. El viejo contaba con la estimación de nuestras damas: sabían que aquel hombre que había permanecido soltero era piadoso y honesto en sus costumbres y consideraba a las mujeres como seres ideales y superiores. Sus inesperadas observaciones parecieron extravagantes y divirtieron a la concurrencia.

El especialista de Moscú declaró categóricamente que el acusado padecía una aguda perturbación mental. Se extendió en sabía consideraciones sobre la obsesión y la manía, y concluyó que, según todos los datos recogidos, en los días que precedieron a su detención, Dmitri Fiodorovitch sufría, sin duda alguna, una de la obsesiones que había descrito. Si había cometido el crimen, habría obrado involuntariamente, como arrastrado por una fuerza desconocida. Pero el doctor no había observado en el acusado únicamente el mal de la obsesión, sino también el de la manía, lo que constituía, a su entender, el primer paso hacia la demencia.

( N. B.: Refiero todo esto en lenguaje corriente. El doctor se expresaba con los tecnicismos propios de los sabios.)

—Todos sus actos son contrarios a la lógica y al buen sentido —prosiguió—. Sin hablar de lo que no he visto, es decir, del crimen y todo el drama que lo rodea, anteayer estuve hablando con el acusado y vi que tenía la mirada fija y extraña. Se echaba a reír repentinamente y sin motivo y era presa de una irritación continua inexplicable. Decía cosas extrañas, como «Bernard, la ética y otra cosas innecesarias».

El doctor vio un indicio de manía sobre todo en el hecho de que el acusado no pudiera hablar sin indignación de los tres mil rublos que a su juicio le habían robado, mientras conservaba la calma a recordar otras ofensas y otros fracasos.

—Al parecer, siempre se ha enfurecido ante la menor alusión esos tres mil rublos. Sin embargo, se sabe que no es interesado ni codicioso. En cuanto a la opinión de mi eminente colega —terminó irónicamente el as de la medicina—, según la cual el acusado debió mirar a las damas al entrar, es una nota graciosa, pero también un error. Estoy de acuerdo en que el acusado, al entrar en la sala donde se va a decidir su suerte, no debió mirar hacia delante fijamente y que esto puede revelar un trastorno mental, pero también afirmo que debió dirigir la vista no a la izquierda, donde están las damas, sino a la derecha, buscando la mirada de su defensor, del que depende su suerte.

El especialista se había expresado en tono firme y enérgico. El desacuerdo entre este perito y el doctor Herzenstube adquirió un matiz cómico al exponer el doctor Varvinski una tesis inesperada. Según él, el acusado había sido y seguía siendo un hombre perfectamente normal. El hecho de que antes de su detención hubiera dado pruebas de una excitación extraordinaria no quería decir nada, ya que tal estado podía proceder de causas tan evidentes como los celos, la cólera, la embriaguez continua... Desde luego, esta excitación nerviosa no tenía nada que ver con la obsesión de que acababa de hablar el doctor forastero.

—En cuanto a la dirección en que debía mirar el acusado, mi humilde opinión es que debía hacerlo como lo ha hecho, es decir, hacia el frente, donde están los jueces de los que depende su futuro. Por lo tanto, Dmitri Fiodorovitch ha dado una prueba de que su estado es perfectamente normal.

—¡Muy bien dicho, matasanos! —exclamó Mitia.

Se le hizo callar inmediatamente. Pero la opinión de Varvinski tuvo una influencia decisiva en el público y en el tribunal, como se verá muy pronto.

El doctor Herzenstube, al declarar como testigo, prestó un inesperado apoyo a Mitia. Al ser antiguo habitante de la localidad conocía a fondo a la familia Karamazov. Empezó por dar de ella informes de los que se aprovechó el fiscal; pero añadió:

—Sin embargo, este desdichado merecía mejor suerte, pues tenía buen corazón, tanto cuando era niño como en su adolescencia: lo puedo asegurar. Un proverbio ruso dice: «Si tienes inteligencia, puedes estar satisfecho, y si un hombre inteligente se une a ti, tu satisfacción debe ser mayor, pues entonces sois dos inteligencias en vez de una...»

—¡Claro! Dos pensamientos valen más que uno solo —exclamó el fiscal, perdiendo la paciencia, pues sabía que el viejo Herzenstube, enamorado de su abrumadora facundia germánica, hablaba con lenta prolijidad, sin importarle hacer esperar a sus oyentes.

—Eso mismo digo yo —continuó Herzenstube obstinadamente—. Dos inteligencias valen más que una. Pero él permaneció solo y perdió la suya... ¿Dónde la perdió? Pues... Se me ha olvidado la palabra —dijo agitando la mano ante sus ojos—. ¡Ah, sí! Spazieren...

—¿Paseando?

—Eso quería decir. Su inteligencia empezó a vagabundear y se perdió. Sin embargo, era un joven agradecido y de fina sensibilidad. Me acuerdo perfectamente de cuando era un niño pequeño y correteaba por las cercanías de la casa de su padre, en el mayor abandono, descalzo y con un solo botón en los pantalones.

La voz del viejo se empañó de emoción. Fetiukovitch se estremeció como presintiendo que iba a ocurrir algo.

—Entonces yo era todavía joven; tenía treinta y cinco años y acababa de llegar aquí. Me compadecí del niño y me dije: «Le voy a comprar una libra de...» Ahora no me acuerdo del nombre. Es ese fruto que gusta tanto a los niños y que se coge de cierto árbol...

El doctor volvía a agitar la mano ante sus ojos.

—¿Manzanas? —le preguntaron.

—No, las manzanas se venden por docenas, y lo que yo quiero decir se vende por libras. Es una cosa pequeña que se mete en la boca, y ¡crac!...

—¿Avellanas?

—Exacto, avellanas; no me ha dado usted tiempo a decirlo —aprobó el doctor imperturbable, como si no hubiera hecho ningún esfuerzo por buscar la palabra—. Le llevé al niño una libra de avellanas. Nunca le había regalado ni una sola. Levanté el dedo y le dije:

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