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Rey, Dama, Valet

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Rey, Dama, Valet
Название: Rey, Dama, Valet
Дата добавления: 15 январь 2020
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Rey, Dama, Valet - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

El joven sobrino de un acaudalado comerciante alem?n de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berl?n para trabajar a las ?rdenes de su t?o, en el viaje en tren coincide en el vag?n con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su t?o, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras m?ltiples visitas a su casa y varios encuentros ?ntimos deciden acabar con la vida de ?l.

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Saturado de sudor, lacio de deliciosa languidez, andando con los movimientos lentos de un sonámbulo a quien llama su almohada arrugada y cálida, Franz volvió a la cama sin darse cuenta de cómo entraba en su casa y localizaba su habitación. Se estiró, se pasó las palmas de las manos por las piernas peludas, se despegó de sí mismo y se encogió, y, casi en el mismo instante, el Sueño, con una reverencia, le brindó la llave de su ciudad: comprendió entonces el significado de tantas luces, ruidos y perfumes, al fundírsele todo ello en una sola imagen de bienaventuranza. De pronto le pareció encontrarse en un vasto salón lleno de espejos, maravillosamente abierto a un abismo de agua, el agua relucía en los lugares más inesperados: fue hacia una puerta, pasando junto a una motocicleta perfectamente verosímil que su casero ponía en marcha con su tacón rojo; y Franz, anticipándose a una felicidad sin nombre, abrió la puerta y vio a Martha en pie junto a su cama. Se acercó impaciente, pero Tom se interpuso; Martha rompió a reír y apartó de sí al perro. Ahora veía muy de cerca sus labios relucientes, su cuello que se hinchaba de júbilo, y también él empezó a apresurarse, desabrochándose botones, arrancando de las mandíbulas del perro un hueso manchado de sangre, sintiendo esponjarse en su interior una insoportable dulzura; estaba a punto de asirla por las caderas cuando, de pronto, se sintió incapaz de contener tanto éxtasis en ebullición.

Martha suspiró y abrió los ojos. Pensó que el ruido de la calle la había despertado: uno de sus vecinos tenía una moto insólitamente ruidosa. La verdad era, simplemente, que su marido roncaba con particular abandono. Recordó que se había acostado sin esperar su vuelta, y le llamó con severidad; luego, alargando la mano por encima de la mesita de noche, se puso a revolverle violentamente, el pelo, único recurso eficaz en tales casos. Cesaron entonces los ronquidos, de los labios de Dreyer escaparon uno o dos chasquidos. La luz de la mesita centelleó, mostrando el color sonrosado de la mano de Martha.

—El despertar del león —dijo Dreyer, frotándose los ojos con el puño como un niño pequeño.

—¿A dónde fuisteis? —preguntó Martha, mirándole con ira.

El, medio dormido, se fijó en su cuello de marfil y en el rosado pecho desnudo, en el largo hilo de ébano extraviado por la mejilla, y rió suavemente, volviéndose a echar contra las almohadas.

—Le estuve enseñando Dandy —murmuró voluptuosamente—, una lección nocturna. Ahora ya sabe anudar corbatas con la mano, o con la cola. Muy entretenido e instructivo.

Vaya, menos mal. Martha se sintió tan aliviada, tan magnánima, que casi le ofreció..., pero tenía demasiado sueño. Sueño y felicidad. Sin decir más apagó la luz.

—Montamos a caballo el domingo, ¿qué te parece? —murmuró una voz tierna en la oscuridad, pero ya estaba ella perdida en sus sueños. Tres árabes lujuriosos se la disputaban, regateando su precio con un apuesto tratante de esclavos de torso broncíneo. La voz repitió la pregunta con creciente ternura, con un tono cada vez más interrogativo. Una pausa melancólica. Finalmente Dreyer volvió la almohada en busca de un hueco más fresco, suspiró y no tardó en roncar de nuevo.

Por la mañana, Dreyer degustó apresuradamente un huevo pasado por agua y una tostada con mantequilla (la comida más deliciosa que conoce la especie humana) y corría ya a la tienda cuando Frieda le informó de que el coche, ya reparado, estaba esperándole a la puerta. Dreyer recordó entonces que, durante aquellos pocos días, y sobre todo después del reciente choque, tuvo repetidas veces cierta idea divertida que nunca, no sabía por qué, había podido poner en práctica. Pero tendría que andarse con cuidado, había que llevarla a cabo con cautela. Una pregunta a bocajarro no conduciría a nada. El bribón sonreiría socarrón y lo negaría todo. ¿Lo sabría el jardinero? Si lo sabía, le encubriría. Dreyer terminó el café de un trago y, parpadeando, se sirvió otra taza. Claro es que podría estar equivocado...

Bebió hasta la última dulce gota, tiró la servilleta sobre la mesa y salió a toda prisa; la servilleta se deslizó lentamente sobre el borde de la mesa y acabó cayendo sin vida al suelo.

Sí, el coche había quedado bien arreglado. Su nueva capa de pintura relucía, relucía el cromo que remataba el borde de sus faros, y también el emblema, como un blasón, que servía de cimera a la reja del radiador: un muchacho de plata con alas cerúleas. Una sonrisa ligeramente apurada puso al descubierto las feas encías y los dientes, no menos feos, del chófer, que se quitó el gorro azul al verle llegar y le abrió la portezuela. Dreyer le miró de refilón:

—Hola, hola —le dijo—, de modo que volvemos a vernos las caras —se abrochó todos los botones del abrigo y prosiguió—, esto tiene que haber costado lo suyo, todavía no he mirado la cuenta, pero eso no es lo importante, estaría dispuesto a pagar más dinero incluso por lo divertido que es, una experiencia de lo más divertida, sin ningún género de dudas, lo malo es que ni mi mujer ni la policía le vieron la gracia.

Quiso decir algo más, pero no se le ocurría nada, volvió a desabrocharse el abrigo y se metió en el coche.

«He examinado su fisonomía a fondo —reflexionó, acompañado por el ronroneo suave del motor, pero, a pesar de todo, todavía es imposible sacar conclusiones. Los ojos dan la impresión de relucirle, claro, y tiene ojeras, pero esto, en él, puede ser normal. La próxima vez lo que haré será husmearle bien.»

Aquella mañana, como habían acordado, fue de visita a la tienda y presentó a Franz al señor Piffke. Piffke era corpulento, grave, vestía siempre con elegancia. Tenía pestañas rubias, la piel como de niño recién nacido, un perfil que se había detenido, prudentemente, entre el de un hombre y el de una tetera, y llevaba un diamante de segunda categoría en su oreja gordezuela. Piffke sintió por Franz el respeto debido al sobrino del amo, mientras Franz contemplaba con asombro y envidia la perfección arquitectónica de las rayas de los pantalones de Piffke y el pañuelo transparente que le asomaba del bolsillo de la pechera.

Dreyer ni siquiera mencionó la lección de la noche anterior. Con la total aprobación de Piffke destinó a Franz, no al mostrador de las corbatas, sino al departamento de artículos de deporte. Piffke se dedicó celosamente a preparar a Franz, y sus métodos de entrenamiento resultaron muy distintos de los de Dreyer, pues contenían mucha más aritmética de la que Franz esperaba.

Tampoco había pensado que fueran a dolerle tanto los pies de pasar las horas sin poder sentarse, o el rostro por la expresión de automática afabilidad. Como era normal, en el otoño esa parte de la tienda estaba más tranquila que las otras. Así y todo, se seguían vendiendo bastante bien ciertos artefactos gimnásticos, raquetas de ping-pong, bufandas de lana listadas, botas de fútbol con trabillas negras y cordones blancos. La existencia de piscinas públicas explicaba la constante, aunque pequeña, demanda de trajes de baño; pero su verdadera temporada había pasado ya, y la de los patines no había llegado todavía. Así pues, Franz no vio su entrenamiento accidentado por avalanchas de clientes, y tuvo todo el tiempo que quiso para aprender su nuevo oficio. Sus principales colegas eran dos chicas, una pelirroja, de nariz puntiaguda, y una rubia desabrida y llena de energía, inexorablemente acompañada por un cierto mal olor, y también un joven atlético que llevaba las mismas gafas de carey que Franz y lo primero que hizo fue informar a éste, sin dar mayor importancia a la cosa, sobre los premios que había ganado en concursos de natación; Franz, sintió envidia, a pesar de ser él también excelente nadador. Con ayuda de Schwimmer, Franz escogió tela para dos trajes y una cierta provisión de corbatas, camisas y calcetines, y fue también aquél quien le ayudó a desentrañar ciertos pequeños misterios del arte de vender con mucha más astucia que Piffke, cuya misión consistía en pasearse por la tienda y organizar con gran solemnidad los contactos entre la clientela y los vendedores.

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