Mashenka
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`…Mashenka fue mi primera novela. Comenc? a trabajar en ella en Berl?n, poco despu?s de haber contra?do matrimonio, en la primavera de 1925. La termin? a principios del a?o siguiente, y fue publicada por una editorial regida por emigrados rusos (Slovo, Berl?n, 1926). Dos a?os despu?s, aparec?a una versi?n alemana que no he le?do (Ullstein, Berl?n, 1928). Con esta sola excepci?n, la novela no ha sido traducida a lo largo del impresionante per?odo de cuarenta y cinco a?os.`
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Durante unos instantes, Ganin dejó de recordar, y se preguntó cómo había sido capaz de vivir tantos años sin Mashenka. Entonces, volvía Mashenka a aparecer en su memoria. Corría a lo largo de un oscuro y rumoroso sendero, y su negro lazo parecía una gigantesca mariposa. De repente, Mashenka se detuvo, se apoyó en su hombro, levantó un pie del suelo y comenzó a frotar el zapato, sucio de arena, contra la media de la otra pierna, hasta la altura del borde de su falda azul.
Ganin, vestido, tumbado en la cama, sobre la colcha, se durmió. Sus recuerdos se transformaron en un sueño. Fue un sueño raro y muy dulce, que Ganin hubiese recordado, si al amanecer no le hubiera despertado un extraño sonido parecido a un trueno. Se sentó en la cama y escuchó. El trueno resultó ser un incomprensible sonido de gemidos y roces en la puerta. Alguien la estaba rascando. A la débil luz del alba, vio el destello de la manecilla de la puerta, que descendía y volvía a ascender, pero, pese a que la llave no estaba echada, la puerta seguía cerrada. En placentera anticipación de la aventura que se aproximaba, Ganin abandonó la cama sin producir ruido, cerró el puño izquierdo por si acaso y con la mano derecha abrió bruscamente la puerta.
En lento movimiento, como un gran muñeco de trapo, el cuerpo de un hombre cayó sobre su hombro. Fue tan inesperado, que poco faltó para que Ganin golpeara al hombre, pero no lo hizo porque inmediatamente comprendió que aquel individuo no podía tenerse en pie. Le empujó hacia la pared y buscó el interruptor de la luz.
Ante él, la cabeza apoyada en la pared, la boca abierta en busca de aire, estaba el viejo Podtyagin, descalzo, con un largo camisón cuyo cuello abierto mostraba el vello grisáceo del pecho. Sus ojos, casi ciegos sin las gafas de pinza, estaban fijos, su rostro tenía el color de la arcilla seca, y la gran prominencia de su estómago se estremecía bajo el algodón de la camisa de dormir.
Inmediatamente, Ganin comprendió que el viejo había padecido otro ataque cardíaco. Ganin lo sostuvo en pie. Y Podtyagin, moviendo con dificultad sus piernas de color de yeso, anduvo tambaleándose hasta una silla, en la que se derrumbó, echando la cabeza atrás. Ahora su rostro grisáceo estaba cubierto de sudor.
Ganin empapó en agua una toalla, y oprimió el pesado burujo contra el desnudo pecho del viejo. Tenía la impresión de que, de un momento a otro, todos los huesos de aquel cuerpo grande y tenso podían quebrarse con un seco sonido.
Podtyagin inhaló aire y lo expelió con un silbido. No fue sólo un respiro, sino un tremendo placer que inmediatamente hizo revivir sus facciones. Con una sonrisa de ánimo en el rostro, Ganin siguió oprimiendo la húmeda toalla sobre el cuerpo de Podtyagin, y empezó a frotarle el pecho y los flancos.
– Me… mejor -murmuró el viejo.
– Descanse. Le pasará en seguida.
Podtyagin respiró y gimió, moviendo los grandes, desnudos, retorcidos, dedos de los pies. Ganin lo envolvió en una manta, le dio a beber agua y abrió la ventana de par en par.
Trabajosamente, Podtyagin dijo:
– No podía respirar… No podía salir del dormitorio… No quería morir solo.
– Descanse y no se preocupe, Antón Sergeyevich. Pronto será de día, y llamaremos al médico.
Lentamente, Podtyagin se enjugó con la mano el sudor de la frente, y comenzó a respirar con más regularidad.
– Ya ha pasado. Por el momento, ha pasado. No me quedan píldoras. Por esto he sufrido tanto.
– Compraremos más píldoras. ¿Por qué no se tiende en mi cama?
– No. Estaré sentado aquí, un rato, y volveré a mi dormitorio. Ya ha pasado. Y mañana por la mañana…
– Dejémoslo para el viernes. El visado no se esfumará.
Podtyagin se lamió los labios resecos con la lengua estropajosa:
– Hace mucho tiempo que me están esperando en París, Lyovushka. Y a mi sobrina ya no le queda dinero para mandármelo a fin de que pague los gastos de viaje. ¡Dios mío…!
Ganin se sentó en el alféizar de la ventana (en aquel instante, como en un relampagueo, se preguntó dónde se había sentado de parecida manera, no hacía mucho tiempo, y, en un relampagueo, recordó que había sido en el interior del pabellón con cristales policromos, con la blanca mesa plegable… y el orificio en el calcetín).
– Por favor, apague la luz, querido amigo. Me produce dolor en los ojos -dijo Podtyagin.
En la penumbra, todo parecía muy extraño: el ruido de los primeros trenes, el gigantesco y gris fantasma en la silla, el destello del agua derramada en el suelo… Y todo era mucho más misterioso y vago que la realidad sin muertes en que Ganin estaba viviendo.
9
Corrían las horas de la mañana, y Kolin preparaba té para Gornotsvetov. Aquel día, Gornotsvetov tenía que salir de la ciudad a primera hora, a fin de visitar a una bailarina que estaba formando un cuerpo de baile. Todos los habitantes de la casa dormían todavía, cuando Kolin fue a la cocina en busca de agua caliente, ataviado con un kimono notablemente sucio, y calzando botas, sin calcetines. Su rostro esférico, carente de rastros de inteligencia, extremadamente ruso, con nariz corta y ojos azules de lánguido mirar (se consideraba a sí mismo como aquel "mitad Pierrot mitad Gavroche" de Verlaine), estaba hinchado y con la piel brillante, el despeinado cabello rubio le caía sobre la frente, y los cordones de sus botas desabrochadas producían al golpear el suelo un sonido parecido al de la lluvia fina. Sacando los labios hacia afuera, como una mujer, cogió la tetera, y acto seguido comenzó a tararear muy bajo y con gran entusiasmo. Gornotsvetov estaba terminando de vestirse.
Se adornó con la corbata de lazo a lunares, y se puso histérico al ver que el grano que había decapitado mientras se afeitaba rezumaba sangre y pus a través de la espesa capa de polvos. Tenía facciones oscuras y muy regulares. Las largas pestañas rizadas daban a sus ojos castaños expresión franca e inocente. Tenía el cabello negro, levemente rizado, y lo llevaba corto. Se afeitaba el cogote, como un cochero ruso, y llevaba patillas que le llegaban hasta más abajo de las orejas, formando una curva hacia fuera. Lo mismo que su amigo, era bajo, muy delgado, con los músculos de las piernas extremadamente desarrollados, pero con el pecho y los hombros estrechos.
Hacía relativamente poco tiempo que eran amigos. Habían bailado en un cabaret ruso de algún lugar de los Balcanes, y llegaron a Berlín dos meses atrás, en busca del triunfo artístico. Un matiz especial, una extraña afectación, los diferenciaba de los restantes huéspedes, pero, honradamente, nadie podía acusar a aquella inocente pareja por el delito de ser felices, felices como dos blancas palomas.
Kolin, solo en el desordenado dormitorio, después de la partida de su amigo, abrió un estuche de manicura, y, tarareando suavemente, comenzó a "hacerse las manos". Pese a que no era hombre que destacara por su limpieza corporal, siempre llevaba las uñas en impecable estado.
El dormitorio apestaba a perfume y a sudor. En el agua de la jofaina flotaba un amasijo de pelos. En las paredes había fotografías de bailarines en diversas posturas de danza. Y en la mesa se veía un gran abanico abierto y un sucio cuello de camisa almidonado.
Después de admirar el coralino barniz de sus uñas, Kolin se lavó cuidadosamente las manos, se roció el rostro y el cuello con un agua de colonia mareantemente dulzona, y se quitó la bata. Desnudo, dio unos pasitos de puntillas e hizo un pequeño entrechat. Se vistió muy aprisa, se empolvó la nariz y se maquilló los ojos. Después de haberse abrochado todos los botones de su ceñido abrigo gris, salió a darse un garbeo, levantando y bajando con gran regularidad la punta de su bastoncillo de fantasía.
Al regresar a casa, se encontró en el portal con Ganin, que venía de comprar medicamentos para Podtyagin. El viejo poeta se encontraba mucho mejor. Había escrito un poco y dado algún paseo por su dormitorio, pero Klara, de acuerdo con Ganin, había decidido que no era aconsejable que Podtyagin saliera de casa aquel día.