Anna Karenina
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La sola mencion del nombre de Anna Karenina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimononica: pasion y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decia Nabokov, «es una de las mas grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celeberrimo comienzo para comprender que va mucho mas alla: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karenina, que Tolstoi empezo a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no veria publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisicion sobre la institucion familiar y, quiza ante todo, como dice Victor Gallego (autor de esta nueva traduccion), «una fabula sobre la busqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfaccion de los deseos preside la detallada descripcion de una galeria esplendida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepcion, el vertigo y el tedio, los mayores placeres y las mas tristes miserias. «?Que artista y que psicologo!», exclamo Flaubert al leerla. «No vacilo en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporaneo de Tolstoi, la califico de «obra de arte perfecta».
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—¡Mis sufrimientos son atroces, insoportables!
El enfermo cada vez sufría más, sobre todo por las escaras, que ya no había manera de curar, y cada vez se mostraba más colérico con las personas que le rodeaban, a las que culpaba de todo, sobre todo de que no llamaran al médico de Moscú. Kitty hacía lo indecible por ayudarlo, por confortarlo, pero era inútil. Levin se daba cuenta de que también ella estaba física y moralmente extenuada, aunque no quisiera reconocerlo. De aquel sentimiento despertado por la proximidad de la muerte, que se había apoderado de todos la noche en que Nikolái se despidió de la vida y llamó a su hermano, ya no quedaba nada. Todos sabían que la muerte era inevitable e inminente, que ya estaba medio muerto. Lo único que deseaban era que muriese cuanto antes, pero, procurando ocultar ese sentimiento, le administraban medicamentos, buscaban remedios y llamaban a los médicos, engañando al enfermo, engañándose a sí mismos y engañándose unos a otros. Y quien más sufría con la mentira era Levin, no sólo por su carácter, sino también porque era la persona que más quería al moribundo.
Hacía tiempo que acariciaba la idea de reconciliar a los dos hermanos, aunque sólo fuera antes de la muerte de Nikolái, así que decidió escribir a Serguéi Ivánovich y, una vez que recibió contestación, se la leyó al enfermo. Serguéi Ivánovich decía que no podía ir en persona, pero pedía perdón a su hermano con las palabras más conmovedoras.
Nikolái no dijo nada.
—¿Qué quieres que le escriba? —preguntó Levin—. Espero que no estés enfadado con él.
—¡No, en absoluto! —respondió Nikolái, a quien había irritado esa pregunta—. Dile que me envíe al médico.
Pasaron otros tres días terribles. El enfermo seguía igual. Todos los que le veían albergaban la esperanza de que se muriera pronto: los criados de la posada, el dueño, los huéspedes, el médico, Maria Nikoláievna, Kitty, Levin. El moribundo era el único que no expresaba ese deseo; al contrario, se enfadaba por que no hubieran traído al médico y seguía tomando las medicinas y hablando de la vida. Sólo en los raros momentos en que el opio le permitía olvidarse de sus incesantes dolores, sumido en un estado de somnolencia, decía lo que sentía en su corazón con mayor intensidad que cualquiera de los presentes: «¡Ah! ¡Ojalá acabara todo de una vez!», o bien: «¿Cuándo llegará el final?».
Los sufrimientos, cada vez más intensos, lo iban preparando para la muerte. No había ninguna postura en la que se encontrara cómodo, ningún momento en que se olvidara de su estado, ninguna parte o miembro del cuerpo que no le doliese, que no le atormentase. Hasta los recuerdos, pensamientos e impresiones de ese cuerpo le causaban tanta repugnancia como el cuerpo mismo. La presencia de otras personas, sus palabras, sus propias remembranzas, todo eso constituía para él una tortura. Los que le rodeaban se daban cuenta y en su presencia no se atrevían a moverse con desenvoltura, a entablar conversación, a expresar sus propios deseos. Toda la vida del enfermo se concentraba en ese sentimiento de dolor y en el deseo de librarse de él.
Era evidente que se estaba produciendo esa transformación que le permitiría contemplar la muerte como la satisfacción de todos sus deseos, como la felicidad suprema. Antes cualquier deseo motivado por el dolor o por alguna privación, hambre, sed, cansancio, se satisfacía por una función corporal que le proporcionaba placer; ahora el sufrimiento y la privación no recibían satisfacción, y cualquier intento en ese sentido sólo conducía a nuevos sufrimientos. Por eso todos los deseos se fundían en uno solo: escapar de todos los sufrimientos y de su fuente, el cuerpo. Pero no tenía palabras para expresar ese deseo de liberación, por eso no hablaba de él, y por costumbre exigía la satisfacción de los deseos que ya no podían ser satisfechos.
—Volvedme del otro lado —decía, y al cabo de un segundo exigía que lo pusieran en la misma posición de antes—. Traedme un caldo. Llevaos este caldo. Contadme algo. ¿Por qué estáis todos callados? —Y en cuanto alguien empezaba a hablar, cerraba los ojos con expresión de cansancio, indiferencia y repulsión.
Al décimo día de su llegada Kitty enfermó. Tenía dolor de cabeza, vómitos, y no pudo levantarse de la cama en toda la mañana.
El médico declaró que era una consecuencia de la fatiga y de las emociones y le recomendó calma y reposo.
No obstante, después de comer, Kitty se levantó y fue con su labor a ver al enfermo, como de costumbre. En cuanto entró, Nikolái la miró con severidad y, cuando le dijo que estaba enferma, sonrió con desprecio. Ese día no paró de sonarse y de lanzar lastimosos gemidos.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Kitty.
—Peor —respondió Nikolái con dificultad—. ¡Me duele mucho!
—¿Dónde?
—En todo el cuerpo.
—Morirá hoy, ya lo verán —dijo Maria Nikoláievna. Aunque había hablado en un susurro, era más que probable que el enfermo la hubiera oído, pues, como había advertido Levin, no se le escapaba nada. Por eso la hizo callar y a continuación se volvió hacia su hermano. Nikolái había oído esas palabras, pero no le causaron la menor impresión. Seguía teniendo ese aire tenso, esa mirada de reproche.
—¿Qué le hace pensar eso? —le preguntó Levin a Maria Nikoláievna, una vez que ésta salió con él al pasillo.
—Pues que ha empezado a despojarse.
—¿Cómo a despojarse?
—Algo así —dijo, tirando de los pliegues de su vestido de lana.
La verdad es que a lo largo de todo el día Levin había observado que el enfermo había estado cogiéndose de la carne, como si quisiera arrancarse algo.
La predicción de Maria Nikoláievna se cumplió. Al anochecer Nikolái estaba ya tan débil que ni siquiera podía levantar los brazos y no hacía más que mirar al frente con atención reconcentrada. Ni siquiera cambiaba de expresión cuando su hermano o Kitty se inclinaban sobre él para que pudiera verlos. Kitty envió en busca de un sacerdote para que leyera las oraciones al moribundo.
Mientras el sacerdote cumplía con su cometido, el enfermo no dio señales de vida, ni siquiera abrió los ojos. Levin, Kitty y Maria Nikoláievna estaban al lado de la cama. Antes de que el sacerdote acabara de recitar sus oraciones, el moribundo se estiró, suspiró y abrió los ojos. Una vez que acabó de rezar, el sacerdote puso el crucifijo sobre la frente fría de Nikolái, luego la envolvió lentamente en su estola y, después de guardar silencio un par de minutos, palpó su enorme mano, helada y exangüe.
—Ha muerto —dijo, e hizo intención de apartarse.
Pero de pronto los bigotes pegados de Nikolái se estremecieron, y del fondo de su pecho salieron unos sonidos penetrantes y precisos que resonaron con nitidez en medio del silencio.
—No del todo... Pronto.
Al cabo de un minuto su rostro se iluminó, y una sonrisa se perfiló bajo el bigote. Al poco rato las mujeres se dispusieron a amortajar el cuerpo.
El aspecto de su hermano y la proximidad de la muerte renovaron en el alma de Levin ese sentimiento de horror ante el enigma y la inevitabilidad de la muerte que se había apoderado de él aquella tarde de otoño en que su hermano había ido a visitarle. Ese sentimiento era más intenso que entonces. Se sentía aún más incapaz de comprender el sentido de la muerte, y aún más terrible se le antojaba su inexorabilidad. Pero ahora, gracias a la presencia de su mujer, no cayó en la desesperación. A pesar de la cercanía de la muerte, sentía la necesidad de vivir y de amar. Se daba cuenta de que el amor le salvaba de la desesperación y que, bajo la amenaza de la desesperación, ese amor se iría haciendo más fuerte y más puro.
Apenas se había revelado ante sus ojos el misterio de la muerte, cuando surgió otro igual de inescrutable, que lo convocaba al amor y a la vida.
El médico confirmó sus propias sospechas sobre la enfermedad de Kitty: estaba embarazada.