En el primer circulo
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En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...
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—Es imposible —dijo el guardia a través de la ventanilla—. Yo mismo fui e informé. Dicen que es imposible. Tendrá que esperar hasta mañana.
—¡Me estoy muriendo! ¡Me estoy muriendo! — Rubin resolló con dificultad a través de la abertura—. ¡Voy a romper la ventana! ¡Llame al oficial de guardia ahora mismo! ¡Declaro una huelga de hambre!
—¿Qué huelga de hambre? ¿Es que te están alimentando? — objetó con razón el guardia—. En la mañana, a la hora del desayuno, puedes declararla. ¡Vamos, márchate! Llamaré una vez más al sargento.
Rubin tuvo que controlarse. Dominando su náusea y su dolor, trató de caminar otra vez pausadamente por el corredor. Recordó la fábula de Krylov, "La Espada de Damasco". Cuando, estaba en libertad, en alguna forma, se le había escapado el sentido de la fábula, pero en la prisión lo captó:
La espada afilada de acero de damasco
fue arrojada a un montón de chatarra
y llevada al mercado, vendida a un campesino por nada...
El campesino utilizó la espada para descortezar los árboles y cortar astillas de madera para su tea. La espada casi no era más que un filo mellado y oxidado. Y un erizo le preguntó a la espada que estaba bajo un banco de la cabaña:
Dime ¿qué clase de vida estás llevando?
¿No es vergonzoso partir astillas
y estacas?
Y la espada le respondió al erizo, lo mismo que Rubín se había respondido cientos de veces:
¡En las manos de un guerrero vencería al enemigo!
Pero aquí mi temple está desperdiciado.
Sin embargo, yo no soy el culpable,
Sino el que no sabe utilizarme.
TEMPLOS CÍVICOS
Rubin sintió las piernas débiles y se sentó a la mesa, con el codo apoyado sobre ella.
Por muy violentamente que refutara los argumentos de Sologdin, le lastimaban porque sabía que había alguna justicia en ellos. Sí, los cimientos de la virtud habían sido conmovidos; especialmente, entre la generación más joven; la gente había perdido la sensibilidad para las acciones morales hermosas.
En las antiguas sociedades sabían que para mantener la moralidad era necesario una iglesia y un sacerdote con autoridad. Aún ahora, ¿qué campesina polaca daría un paso serio en la vida sin el consejo de su sacerdote?
Quizás en el presente era más importante para la Unión Soviética mejorar la moralidad pública que construir el Canal Volga-Don o el Angarastroi.
¿Cómo podría lograrse? Ese era el tema del "Proyecto para Templos Cívicos" de Rubin, ya en borrador. Esta noche, mientras durara el insomnio, debía agregarle los toques finales. Luego, cuando se le concediera el derecho de visita, trataría de enviarlo al exterior. Podría ser escrito a máquina y remitido al Comité Central. No podría enviarlo bajo su propio nombre —el Comité Central se sentiría ofendido si tal consejo proviniera de un prisionero político— pero tampoco podía hacerse anónimamente. Dejaría que lo firmara alguno de sus amigos de la misma ideología; por el bien de una buena causa, Rubin sacrificaría con placer la gloria de haberle dado origen.
Esforzándose por olvidar las oleadas de dolor en su cabeza, Rubín llenó su pipa con tabaco "Vellocino de oro" —por simple hábito; no tenía deseos verdaderos de fumar en ese momento y, en realidad, lo encontró nauseoso. Sin embargo, fumó y comenzó a examinar el proyecto.
Sentado con su capote y ropa interior a la rustica mesa llena de migas de pan y ceniza, respirando el sofocante aire del sucio corredor a través del cual, de tanto en tanto, corrían hacia el baño zeks somnolientos, el autor anónimo estudió la desinteresada propuesta que había escrito en muchas hojas de papel.
El preámbulo planteaba la necesidad de elevar más aún la ya alta moralidad de la población; de dar un mayor significado a los feriados revolucionarios y estatales, y prestar mayor dignidad ceremonial a los actos de casamientos; de otorgar solemnemente nombre a los recién nacidos; la entrada a la mayoría de edad y funerales cívicos. (El autor haría notar suavemente que el nacimiento, matrimonio y muerte, se observan entre nosotros en forma rutinaria, de manera tal, que el ciudadano siente qué sus vínculos familiares y sociales son los más débiles).
Como una solución, la propuesta propiciaba el establecimiento de Templos Cívicos, tan majestuosamente diseñados como para que dominaran sus alrededores.
Luego, en secciones separadas, que a su vez estaban divididas en parágrafos, el plan de organización estaba cuidadosamente delineado: en qué centros de población, de qué magnitud, o sobre las bases de qué unidad territorial debían construirse los Templos Cívicos. Qué fechas particulares habían de celebrarse con la presencia de todos los habitantes de la zona. La duración aproximada de los rituales individuales: Los casamientos serían precedidos por esponsales y el anuncio del casamiento con dos semanas de anticipación. Aquellos que entraran a la mayoría de edad serían presentados en grupos y, en presencia de toda la comunidad reunida en el Templo, prestarían un juramento especial de cumplir con sus obligaciones para con el país y sus padres y también pronunciarían un juramento de naturaleza ética general.
La propuesta destacaba que el aspecto ritual de todas estas observaciones no era para ser tomado a la ligera. Las vestiduras de los que servían al Templo debían apartarse de lo común, distinguirse por sus adornos y destacando la pureza blanca como la nieve de aquellos que las vestían.— Los rituales debían desarrollarse rítmica y emocionalmente. No debía descuidarse ninguna oportunidad de llegar a todos los sentidos físicos del auditorio; un perfume especial en el aire del templo, cánticos de música melodiosa, el uso de vidrios de color, candilejas y pinturas murales, todo debía perseguir el desarrollo del gusto estético del pueblo. En verdad, todo el conjunto arquitectónico del Templo debía respirar majestad y eternidad.
Cada una de las palabras del proyecto tenía que ser esmerada, delicadamente escogida entre muchas palabras posibles. De lo contrario, los lectores poco profundos, superficiales, podrían sacar en conclusión, por algún ligero descuido, que el autor proponía simplemente revivir los templos cristianos, sin Cristo. ¡Pero en el sentido más profundo esto no era verdad! Algunos querían trazar analogías históricas, podrían acusar al autor de copiar el culto de Robespierre, del Ser Supremo. Pero, desde luego, ¡eso también era algo muy distinto!
El autor consideraba la parte más original del proyecto, la sección de los nuevos —¡no, no sacerdotes!— sino servidores del Templo, como los llamaba. Consideraba que la llave del éxito de todo el proyecto residía en establecer en toda la nación un cuerpo de servidores con autoridad, que gozaran del amor y confianza del pueblo porque sus propias vidas eran irreprochables, generosas y dignas. Proponía al Partido que la selección de candidatos para los cursos que los prepararían para convertirse en servidores del Templo, deberían de hacerse de acuerdo a los principios de moralidad, y que debían ser removidos de cualquier otro trabajo que pudieran estar realizando. Después de haber sido satisfecha la pesada demanda inicial, este programa de cursos podría, con los años, hacerse mucho más extenso y más profundo y podría suministrar a los servidores una amplia y brillante educación, incluyendo —en particular— la retórica. (La declaración proclamaba audazmente que el arte de la oratoria había declinado en el país, tal vez porque no había necesidad de ser persuasivo donde la población entera, incondicionalmente, apoyaba a su amado Estado, sin ella).
