En el primer circulo
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En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...
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Este era el hogar. Este era el marido para la hija y la educación para los hijos que habían venido a buscar a Rusia.
La tensión del interrogatorio y los años de hambre —mientras estuvo con su hijo, Spiridón le daba la mitad de su ración— no mejoraron la vista de Spiridón; con su ojo izquierdo, que era el que le quedaba sano, veía ahora bastante borroso. En medio de la inacabable y difícil lucha por la vida, en ese lejano agujero perdido entre los bosques, pedirles a los médicos que le devolvieran la vista, era como rezar para ir al cielo en vida. En la destartalada clínica del campo no hubieran sabido ni siquiera decirle dónde debía dirigirse para que lo curasen; mucho menos, curarlo.
Con la cabeza entre las manos, Nerzhin reflexionó sobre el enigma de su amigo. No admiraba ni despreciaba a este paisano presa de su destino, sino que se identificaba con él. Desde hace un tiempo sus conversaciones habían llevado a Nerzhin hacia una cuestión que se hacía más y más urgente. Toda la trama de la vida de Spiridón estaba ligada a esta pregunta y hoy parecía que había llegado el momento de formularla.
Su tan compleja vida, ese cruzar y recruzar de un bando combatiente a otro, ¿no sería, acaso, más que mero instinto de conservación? ¿No tendría algo que ver con la enseñanza de Tolstoi que nadie en este mundo es justo ni culpable? ¿No habría todo un sistema de escepticismo filosófico detrás de los actos casi instintivos del paisano de cabellos rojos?
Hoy, bajo esa escalera, el experimento social emprendido por Nerzhin, iba a producir un resultado tan inesperado como brillante.
—Me siento mal, Gleb —estaba diciendo Spiridon, mientras con cierta violencia frotaba su palma callosa contra la cara sin afeitar, como si quisiera quedarse sin piel No he recibido carta en cuatro meses.
—¿Dices que la Víbora tiene una carta?-
Spiridon lo miró con reproche (sus ojos estaban ciegos, sí, pero no tenían esa apariencia vidriosa de los ciegos de nacimiento y estaban llenos de expresión).
—¿Qué puede decir una carta después de cuatro meses?
—Mañana, cuando te la den, tráela y te la leeré.
—Seguro que la traeré.
—Es posible que algunas cartas se hayan extraviado en el correo. Puede que los policías las hayan guardado; no vale la pena que te preocupes, Danilich.
—¿Qué quieres decir con eso, "que no te preocupes", cuando tengo el corazón oprimido? Me preocupa Vera; la chica sólo tiene veintiún años, no tiene padre ni hermanos y su madre no está con ella.
Nerzhin había visto una fotografía de Vera Yegorova, tomada durante la última primavera. Era un chica grandota, rolliza, con grandes ojos que tenían una expresión de confianza. Su padre se las había arreglado para mantenerla intacta a través de toda una guerra mundial. Una vez usó granadas de mano para rechazar a unos hombres malos que querían violarla, cuando tenía quince años. Pero ahora, desde la cárcel, ¿qué podía hacer por ella?
Nerzhin se imaginaba la densa selva de Perm, el ruido metálico de la sierra a motor, el abominable rugir de los tractores arrastrando los troncos, los camiones con la parte de atrás sumergida en los pantanos y los radiadores apuntando al cielo en actitud de súplica. Los toscos conductores de tractores, siempre furiosos, que ya no hacían diferencia alguna entre la más obscena de las malas palabras y una, galantería y, en medio de todo eso, una chica, en ropa de trabajo, en pantalones, con su figura femenina que la distinguía, en forma incitante, de todos los demás. Duerme en los fogones con ellos. Nadie que pasa a su lado pierde su oportunidad de manosearla. Efectivamente, Spiridon tenía sus razones para no estar tranquilo.
Tratar de tranquilizarlo hubiera sido lamentable e inútil. A Nerzhin le pareció mucho más acertado procurar distraerlo, al tiempo que trataba de descubrir una disyuntiva interesante para sus amigos intelectuales. Creyó estar a punto de oír una confirmación popular de escepticismo ético que, más tarde, él mismo podría utilizar. Apoyando su mano en el hombro de Spiridon, de espaldas contra la escalera, con cierta dificultad y desde abajo, Nerzhin comenzó a formular su pregunta.
—Hace mucho tiempo que quería preguntarte algo, Spiridon Danilich, mientras escuchaba el relato de tus aventuras. Tu vida fue destrozada, sí, y también lo han sido la de muchos otros, no sólo la tuya. Has ido hacia adelante y hacia atrás, buscando algo, un imposible. ¿Por qué?
"Quiero decir ¿qué normas (casi dijo criterio), que guía debemos usar para tratar de entender la vida? Por ejemplo, ¿tú crees que realmente exista en el mundo gente que desee conscientemente hacer el mal? Que dicen: Voy a hacerle a estos hombres el mayor mal que pueda. Los voy a oprimir hasta que no les quede una sola posibilidad de sobrevivirme. Es poco probable, ¿no te parece? Probablemente, todos quieren hacer el bien o por lo menos creen quererlo, pero no todos están libres de culpas o errores y algunos son totalmente inconscientes de lo que hacen, y es por eso que los hombres se hacen tanto daño los unos a, los otros. Creen hacer el bien y, de hecho, están haciendo el mal. Como podrías decirlo tú, siembran centeno y les salen yuyos.
Evidentemente, no se había expresado con claridad. Spiridon lo miró atentamente, sospechando una trampa.
—Digamos que tú cometes un error y yo trato de corregirlo. Te hablo del asunto y no me escuchas o, incluso, me haces callar. Bueno, ¿qué es lo que debo hacer yo? ¿Darte un golpe? Todo está muy bien si tengo razón, pero, ¿qué pasa si sólo creo tener razón, si sólo me he autoconvencido de que tengo razón? ¿O que a lo mejor tenía razón antes, pero ya no? Después de todo, las cosas cambian, ¿no es así? Quiero decir, si una persona no está segura de que tiene razón, ¿cómo puede actuar? ¿Es concebible que cualquier ser humano pueda determinar quién está errado y quién no lo está? ¿Quién puede estar seguro sobre eso?
—Bueno, ¡yo te lo puedo decir! — replicó instantáneamente Spiridon, iluminado por la repentina comprensión del problema, como si le hubieran preguntado el nombre del oficial que estaría de guardia por la mañana—. Te diré: el lobo está en su derecho; el caníbal, no.
—¿Cómo? ¿Cómo? — preguntó Nerzhin, sorprendido por la simplicidad y la fuerza de la respuesta.
—Así es —dijo Spiridon y repitió con una dura convicción, volviéndose directamente hacia Nerzhin y echándole el aliento en la cara; "El lobo está en su derecho; el caníbal, no."
APRETANDO LOS PUÑOS
Después del cambio de luces, el teniente, un joven delgado con grandes bigotes cuadrados, que estaba de servicio los domingos por la noche, recorrió personalmente los corredores y salas de estar de la prisión especial, persiguiendo a los prisioneros hasta sus cuartos. (Los domingos se acostaban a desgano). Hubiera hecho una segunda ronda, pero le resultaba difícil separarse de la joven y abundante asistente médica del dispensario. La asistente tenía a su marido en Moscú, pero éste no podía visitarla en la zona prohibida en sus largos días de guardia. Por lo tanto, el teniente creía poder conseguir algo de ella esa noche. Ella se apartaba de él con una risa grosera, repitiendo siempre lo mismo: "¡Deje de portarse así!"
