Corazon de perro
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Un eminente cirujano, especializado en operaciones de rejuvenecimiento, transplanta a un perro vagabundo la hip?fisis y las gl?ndulas sexuales de un hombre que acaba de morir. Pero el resultado del experimento resulta sorprendente: el perro se va transformando hasta convertirse en el hombre -un delincuente- al que pertenec?an aquellos ?rganos. Sus actividades confirman su peligrosidad social y el m?dico se ve obligado a realizar una nueva operaci?n para reparar el error cometido. Escrita en 1925, Coraz?n de perro no ha sido publicada en su versi?n original en la Uni?n Sovi?tica hasta 1987. Su aparici?n ha constituido unos de los momentos m?s importantes de la glasnost que, auspiciada por Mija?l Gorbachov, ha llegado tambi?n a la literatura.
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Klim Grigorevich Tchugunkin, veintiocho años, soltero. Apolítico, simpatizante. Juzgado tres veces y sobreseído otras tantas: la primera por insuficiencia de pruebas; la segunda, por causa de sus orígenes sociales; la tercera condenado a quince años de trabajos forzados, con sobreseimiento. Robos. Profesión: ejecutante de balalaika en las posadas.
Estatura baja, conformación débil. Hígado dilatado (alcoholismo). Causa de la muerte: cuchillada en el corazón durante una riña en una cervecería (la Signal-Stop, cerca de la barrera Preobrajenski).
El viejo trabaja sin descanso estudiando la personalidad de Klim. No entiendo por qué. Rezongó algo por el hecho de que no se le había ocurrido examinar detenidamente el cadáver de Klim en el departamento anátomo-patológico. No comprendo lo que busca. ¿Qué importancia puede tener la persona a quien pertenecía la hipófisis?
17 de enero. Estos últimos días no hice anotaciones en el diario. Tenía gripe. Entretanto, Bola ha adquirido su aspecto definitivo.
a) Estructura corporal totalmente análoga a la de un hombre.
b) Peso: 50 kg, aproximadamente.
e) Estatura: baja.
d) Cabeza: pequeña.
e) Comenzó a fumar.
f) Ingiere alimentos humanos.
g) Se viste solo.
h) Se expresa con facilidad.
¡He ahí el trabajo de la hipófisis! ( manchón de tinta).
Termino aquí este diario. Estamos en presencia de un organismo nuevo: hay que estudiar todo desde el comienzo.
Documentos adjuntos: estenogramas de los discursos, grabaciones fonográficas, fotografías.
Firmado: El asistente del profesor F. F. Preobrajenski, Doctor Bormental.
* * *
Una noche de invierno. A fines de enero, en el marco de la puerta de la sala de espera ha sido fijada una hoja de papel blanco en la que se re conoce la caligrafía de Filip Filipovich:
Prohibido comer semillas de girasol en el departamento.
F. Preobrajenski.
Y en grandes letras escritas con lápiz azul por mano de Bormental:
Prohibido tocar instrumentos de música entre las cinco de la tarde y las siete de la mañana.
Luego, la caligrafía de Zina:
Cuando usted vuelva dígale a Filip Filipovich que no sé adónde fue. Fiodor dijo que estaba con Schwonder.
Escrito por Preobrajenski:
¿Tendré que esperar al vidriero durante ciento siete años?
Finalmente, por Daría Petrovna (en caracteres de imprenta) :
ZINA FUE A LA TIENDA, DIJO QUE EL VIDRIERO IBA A VENIR.
El comedor había adquirido su aspecto nocturno debido a la lámpara cubierta por la pantalla roja. La luz se reflejaba en el aparador cuyos espejos trizados habían sido remendados por medio de tiras de papel pegadas en cruz. Inclinado sobre la mesa, Filip Filipovich se hallaba absorbido por la lectura de un periódico de gran tamaño. Tenía el rostro alterado y murmuraba entre dientes breves frases sin ilación. He aquí el articulo que tenía bajo la vista "No cabe duda alguna de que se trata de un hijo ilegítimo (como se decía en la podrida sociedad burguesa). Estas son, pues, las diversiones de nuestra burguesía seudosabia. Un cualquiera puede permitirse el lujo de ocupar siete habitaciones hasta el día en que la espada implacable de la justicia caiga sobre él entre resplandores rojos. Schw...r.
En una habitación vecina alguien tocaba obstinadamente la balalaika con incansable virtuosismo y las sutiles variaciones de "Brilla la luna" venían a agregarse al contenido del artículo, formando en la cabeza de Filip Filipovich una odiosa amalgama. Luego de terminar su lectura escupió vigorosamente por encima de su hombro y se puso a tararear maquinalmente y a media voz:
— Brilla la luna... Brilla la luna... Brilla la...Maldita melodía. Ahora también se me contagia a mí.
Tocó el timbre. La cabeza de Zina apareció en la puerta.
—Dile que termine, son las cinco; y por favor, hazlo venir aquí.
Filip Filipovich estaba sentado en un sillón junto a la mesa. Entre los dedos de su mano izquierda sostenía un cigarrillo en cuyo extremo brillaba el punto rojo de la lumbre. Un hombre de pequeña estatura y aspecto poco atractivo se apoyaba en el marco de la puerta. Tenía la cabeza cubierta de cabellos rígidos semejantes a una mata de maleza en un campo desbrozado y una pradera hirsuta le cubría las mejillas. El escaso desarrollo de la frente llamada la atención: casi inmediatamente encima del pelo negro de las cejas separadas comenzaba el cepillo duro de los cabellos.
Vestía una chaqueta agujereada bajo el brazo izquierdo, salpicada de briznas de paja y un pantalón a rayas cuya pierna derecha estaba rota en la rodilla mientras la izquierda ostentaba numerosas manchas moradas. Llevaba al cuello una corbata de violento tono azul, adornada con un alfiler que lucía un falso rubí. El color de esta corbata era tan agresivo que por momentos, al cerrar los ojos cansados, Filip Filipovich veía aparecer en el cielorraso o en la pared un lampo flameante rodeado por un halo azul. Y cuando volvía a abrirlos era cegado nuevamente por el haz de luz que proyectaban desde el suelo los botines charolados del hombre, cubiertos en parte por polainas blancas.
"Parecen galochas", pensó Filip Filipovich, fastidiado, resoplando y sacando una bocanada de humo de su cigarrillo medio apagado. Desde el umbral, el hombre lo observaba con mirada distraída, fumando un cigarrillo cuya ceniza le caía sobre la pechera de la camisa. El reloj de pared colocado junto a una perdiz de madera, indicaba las cinco. El eco de las campanadas se prolongaba aún cuando Filip Filipovich comenzó a hablar.
—Creía haberle dicho ya en dos ocasiones que no duerma en la cocina. ¡Y con mayor razón durante el día!
El hombre soltó una tosecilla ronca, como si quisiera despejarse la garganta y contestó:
—El aire es mejor en la cocina.
Tenía una voz extraña, bronca y que, al misrno tiempo, resonaba como si brotase del interior de un pequeño barril.
Filip Filipovich agitó la cabeza y preguntó:
—¿Dónde encontró ese horror? Me refiero a su corbata.
Los ojos del hombre siguieron la dirección del dedo y miraron amorosamente la corbata por encima de los labios prominentes.
—¿Qué "horror"? Es una corbata de lujo. Me la regaló Daría Petrovna.
—Daría Petrovna le regaló un espanto, así como esos botines: ¡qué son esas inepcias centelleantes? ¿De dónde vienen? ¿Qué le había dicho yo? De comprarse calzado a-de-cua-do; mire lo que lleva en los pies. ¿No me dirá que los eligió el doctor Bormental, supongo?
—Le dije que los quería charolados. ¿Acaso soy peor que el resto de la gente? Vaya a ver por la ciudad, todos tienen botines charolados.
El profesor agitó nuevamente la cabeza y prosiguió, recalcando sus palabras:
—Basta de dormir en la cocina. ¿Comprendido? ¡Qué coraje! Allí molesta. Hay señoras.
El rostro del hombre se volvió huraño y una mueca le hinchó los labios.
—Señoras, señoras... ¡Hágame el favor! Simples sirvientes y se consideran tan importantes como mujeres de comisarios del pueblo. Es esa Zinka quien anda todo el tiempo diciendo chismes.
Filip Filipovich le lanzó una mirada severa.
—¡Le prohibo que llame "Zinka" a Zina! ¿Entendido?
Silencio.
—¿Entendido, le pregunto?
—Entendido.
—Se va a quitar esa porquería del cuello... Usted... En fin, mírese un poco al espejo. Parece un payaso. Y no tire sus colillas en el suelo, se lo repito por centésima vez. ¡Que yo no oiga más un solo insulto en este departamento! Prohibido escupir. Aquí tiene una salivadera. Aprenda a usar correctamente el orinal. Y deje de fastidiar a Zina. Se quejó de que usted está siempre acosándola en la oscuridad. ¿Y quién contestó a un paciente: "¡Qué sé yo, hijo de perra!"? ¿Dónde se cree que está? ¿En un tugurio?
