En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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—Me estás tomando el pelo, — protestó Rubin con tono somnoliento, bajando los párpados arrugados. Por encima de la barba su cara daba muestras de un gran cansancio—. ¿Qué vamos a hacer, discutir hasta la madrugada?

—¡Muy por el contrario!, — exclamó Sologdin con los ojos brillantes de entusiasmo—. Esa es, en realidad, la característica más sorprendente que posee un verdadero debate hombre a hombre. El peloteo verbal puede durar años. Pero un debate hecho sobre el papeles una cosa finiquitada en diez minutos: en seguida uno se da cuenta de que los contrincantes están hablando de cosas totalmente distintas, o bien que sostienen lo mismo. Si por casualidad, se encuentra que tiene algún sentido proseguir el debate, entonces se procede por turno a escribir los nuevos argumentos en las respectivas mitades de la página. Igualito a un duelo. ¡Una estocada! ¡Se la devuelve! ¡Un tiro! ¡Otro tiro por parte del contrincante! Sin evasiones, sin posibilidad de negar lo dicho, o de cambiar las palabras. Al tercer o cuarto turno, la victoria de uno y la derrota del otro surgen con claridad.

—¿No hay límite de tiempo?

—¿Para sostener la verdad? ¡No!

—Y no nos vamos a batir con floretes.

La refulgente expresión de Sologdin se oscureció. — Ya sabía que iba a ser así. Me estás atacando el primero.

—En mi opinión, si alguien está atacando primero, ¡ese alguien eres tú!

—Me endilgas todo tipo de motes, y conoces bastantes, por cierto: ¡oscurantista! ¡reincidente! ¡adulador profesional! (lo que quería decir lacayo diplomado) ¡clerical! Tienes más palabras injuriosas en tu coleto, que conceptos científicos. Y siempre que yo propongo una discusión honesta, ¡siempre estás desganado, cansado, ocupado!

Sologdin se sentía atraído por la discusión como siempre en las tardes y noches dominicales, que en su horario figuraban como horas de esparcimiento. Más aún, el día de hoy, había sido, en varios aspectos, un día de triunfo.

Rubín, en realidad, estaba muy cansado. Un trabajo nuevo, difícil y muy agradable le esperaba para el día siguiente. Mañana por la mañana, solo, sin ayuda, debía empezar a crear todo un nuevo campo dentro de la ciencia, y quería conservar sus energías. También tenía cartas que escribir. Sus diccionarios mongol-finlandés, español-árabe, y varios otros le esperaban allí sobre la mesa. Y con ellos, Chapek, Hemingway, Upton Sinclair. Además de todo eso, y gracias a la parodia de juicio, a las pullas molestas de sus vecinos y a las fiestas de cumpleaños, no había podido terminar un proyecto de gran importancia cívica.

Pero estaba obligado por las leyes que sobre las discusiones existían en la prisión. Rubín no podía darse el lujo de perder una sola polémica, porque era el paladín de la ideología progresista dentro de la sharashka.

—Pero, ¿sobre qué vamos a discutir?, — preguntó Rubín, extendiendo las manos—. Ya hemos dicho todo que se puede decir.

—¿Sobre qué vamos a discutir? ¡Te dejo la elección!, — replicó Sologdin con un gesto magnánimo, como quien deja que su adversario elija las armas y el lugar para un duelo.

—Muy bien, elijo: sobre nada.

—Esto no está dentro de las reglas.

Rubin se tiró irritadamente de la barba negra. — ¿Qué reglas? ¿Dónde están? ¿Qué tipo de inquisición es ésta? Entiende primero algo. Para discutir con provecho, tiene que haber una base en común. Tiene que haber, en líneas generales, por lo menos una especie de acuerdo.

—¡Así que de eso se trata! Eso es lo que tú estás acostumbrado a hacer. Sólo puedes defender tus ideas frente a quien las comparte. No sabes discutir como un hombre.

—¿Y para qué quieres discutir conmigo, entonces? Después de todo, no importa en dónde hagamos hincapié, aunque empecemos con cualquier tópico... Por ejemplo, ¿crees que los duelos son lo mejor que se ha inventado hasta ahora, para zanjar, disputas?

—¡Trata de probarme lo contrario!, — respondió Sologdin, resplandeciente de gozo.

—¿Quién osaría calumniar a alguien si los duelos siguieran siendo cosa común? ¿Quién se llevaría por delante al más débil?

Pero los mismos peleadores: ¡Ya sales de vuelta con tus ridículos caballeros andantes! La oscurantista Edad Media, con su estúpida arrogante caballería, con las Cruzadas, ¡esos son los momentos mejores de la historia de la humanidad!

—Fue cuando el espíritu humano transitó por las cumbres más altas, — insistió Sologdin enderezándose—. ¡Un ejemplo magnífico del triunfo del espíritu sobre la materia! ¡Un incesante combate, espada en mano, siempre tendiendo hacia ideales sagrados!

¿Y el pillaje y las caravanas enteras cargadas con riquezas robadas? No eres más que un conquistador cualquiera, ¿te das cuenta?

¡Me halagas!, — contestó Sologdin con aire satisfecho.

—¿Yo halagarte? ¡Qué espanto! — Y Rubin, para evidenciar su horror ante semejante posibilidad, se mesó los cabellos, algo ralos, que le crecían en la mismísima coronilla—. Eres un hartante hidalgo! — —¡Y tú eres un fanático, en la acepción bíblica del término, es decir, alguien que está poseído!, — retrucó Sologdin.

—Bueno, ya has visto por tus propios medios cómo son las cosas: ahora dime, ¿sobre qué podemos discutir? ¿Sobre las características del alma eslava, según Khonyakov? ¿Sobre la restauración de los iconos?

—Muy bien, — consintió Sologdin—. Ya es tarde y no voy a insistir en que elijamos un tema importante. Pero vamos a ensayar el procedimiento del duelo con alguna cuestión de poca monta y, al mismo tiempo, agradable. Te daré varias posibilidades para que, de entre ellas, elijas una. ¿Te gustaría tratar algún tema de literatura? Es tu. especialidad, no la mía...

—¿Por ejemplo?

—Bueno, por ejemplo cómo debe interpretarse a Stavrogin.

—Hay decenas de ensayos hechos por críticos que...

—Que no valen un kopeck todos juntos. Los he leído. Stavrogin! ¡Svidrigailov! ¡Kirilov! ¿Podrá alguien realmente entenderlos? ¡Son casi tan complejos e incomprensibles como la gente en la vida real! ¡Qué pocas veces nos es dado conocer a un ser humano a primera vista y cuan pocas llegamos a conocerlo totalmente! Siempre surge algo inesperado. Es por eso que Dostoyevsky es tan grande. Y los estudiantes de literatura creen poder abarcar al ser humano en su totalidad. Es ridículo.

Pero de pronto observó que Rubin estaba por retirarse, pues era un momento en el cual uno de los contrincantes podía abandonar el campo sin que eso supusiera haber aceptado una derrota y dijo en seguida:

—Muy bien. Un tema moral: El significado del orgullo en la vida del hombre.

Rubín se encogió de hombros. Con cara de aburrido, preguntó:

—¿Estamos de vuelta en el colegio secundario?

Se levantó. Era el momento en que uno podía irse con su honor intacto.

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