El ojo
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El tema de El ojo es el desarrollo de una investigaci?n que conduce al protagonista por un infierno de espejos y acaba en la fusi?n de im?genes gemelas. No s? si los lectores modernos compartir?n el intenso placer que obtuve hace treinta y cinco a?os componiendo en un determinado esquema misterioso las distintas fases de la b?squeda del narrador, pero en todo caso el ?nfasis no est? en el misterio sino en el esquema. Averiguar el paradero de Smurov sigue siendo, creo, un deporte excelente a pesar del paso del tiempo y de los libros, como lo es el paso del espejismo de una lengua al oasis de otra. La trama no podr? reducirse en la mente del lector —si leo correctamente esa mente— a una doloros?sima historia de amor en la que un atormentado coraz?n no s?lo es desde?ado, sino tambi?n humillado y castigado. Las fuerzas de la imaginaci?n, que, a la larga, son las fuerzas del bien, permanecen firmemente del lado de Smurov, y la amargura misma del amor torturado resulta tan embriagadora y tonificante como su m?s ext?tica satisfacci?n.
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Recuerdo una calle oscura en una borrascosa noche de marzo. Las nubes se deslizaban por el cielo, adoptando diversas actitudes grotescas como asombrosos y aerostáticos bufones en un horrible carnaval, mientras yo, encorvado en el viento, sujetando el sombrero hongo que me parecía que iba a explotar como una bomba si soltaba el ala, estaba frente a la casa donde vivía Román Bogdanovich. Los únicos testigos de mi vigilia eran un farol que parecía parpadear a causa del viento y una hoja de papel de envolver que ora iba corriendo por la acera, ora trataba de enrollarse en mis piernas retozando odiosamente, por mucho que tratara de apartarla a puntapiés. Jamás había conocido un viento como aquél, ni había visto un cielo tan ebrio y desaliñado. Y esto me molestaba. Yo había venido a espiar un ritual —Román Bogdanovich, a medianoche entre el viernes y el sábado, depositando una carta en el buzón— y era indispensable que lo viese con mis propios ojos antes de que empezara a desarrollar el vago plan que había ideado. Esperaba que, apenas viera a Román Bogdanovich luchando contra el viento para apoderarse del buzón, mi plan incorpóreo cobraría vida y nitidez (había pensado improvisar un saco abierto que de algún modo introduciría en el buzón, colocándolo de forma que una carta, al echarla por la ranura, cayera en mi red). Pero este viento —que ahora zumbaba bajo la bóveda de mi sombrero, inflaba mis pantalones o se adhería a mis piernas hasta que parecían esqueléticas— me estorbaba, impidiéndome concentrarme en el asunto. La medianoche pronto cerraría por completo el ángulo agudo de las horas; sabía que Román Bogdanovich era puntual. Miré la casa y traté de adivinar detrás de cuál de las tres o cuatro ventanas iluminadas estaba sentado en este preciso instante un hombre, inclinado sobre una hoja de papel, creando una imagen, tal vez inmortal, de Smurov. Luego dirigí la mirada al oscuro cubo fijado a la verja de hierro forjado, a aquel oscuro buzón en el que dentro de poco iba a hundirse una carta inconcebible como si se hundiera en la eternidad. Me aparté del farol; y las sombras me proporcionaron una especie de febril protección. De pronto un resplandor amarillo apareció en el vidrio de la puerta principal y en mi agitación solté el ala del sombrero. Instantes después estaba girando sobre un mismo punto, con las dos manos alzadas, como si el sombrero que acababa de serme arrebatado estuviera volando todavía alrededor de mi cabeza. Con un ligero golpe, el sombrero hongo cayó y rodó por la acera. Me precipité en pos de él, tratando de pisarlo para detenerlo: y en mi carrera casi choqué con Román Bogdanovich, quien recogió mi sombrero con una mano, mientras sujetaba en la otra un sobre cerrado, blanco y enorme. Creo que mi aparición en su barrio a esa hora tan avanzada le desconcertó. Por un instante el viento nos envolvió en su violencia; grité un saludo, tratando de hacerme oír por encima del estruendo de la noche demente, y luego, con dos dedos, cogí ágil y limpiamente la carta de la mano de Román Bogdanovich.
—La echaré en el buzón, la echaré en el buzón —grité—. Me viene de paso, me viene de paso...
Tuve tiempo de vislumbrar en su cara una expresión de alarma y de incertidumbre, pero me escapé inmediatamente, corriendo los veinte metros hasta el buzón en el que fingí meter algo, pero en lugar de eso estrujé la carta en mi bolsillo interior. En este momento me alcanzó. Reparé en sus zapatillas.
—Qué modales —dijo, muy molesto—. Tal vez no tenía ninguna intención de echarla. Tenga, aquí tiene usted su sombrero... ¿Ha visto alguna vez un viento como éste?...
—Tengo prisa —jadeé (la rauda noche se llevó mi aliento)—. ¡Adiós, adiós!
Mi sombra, al sumergirse en la aureola del farol, se alargó y se me adelantó, pero luego se perdió en la oscuridad. Apenas dejé aquella calle, cesó el viento; todo estaba sorprendentemente quieto, y en medio de la quietud un tranvía gemía en una curva.
Subí sin mirar el número, porque lo que me atraía era la festiva luminosidad de su interior, ya que yo necesitaba luz inmediatamente. Encontré un cómodo asiento en un rincón y rasgué el sobre con frenética precipitación. Entonces alguien se acercó y, sobresaltado, puse el sombrero encima de la carta. Pero era solamente el cobrador. Fingí un bostezo y pagué tranquilamente el billete, pero tuve la carta oculta todo el rato, para estar a salvo de un posible testimonio en el tribunal: no hay nada más detestable que esos testigos anodinos, cobradores, taxistas, porteros. Se marchó y abrí la carta. Tenía diez páginas, escritas con letra redonda y sin una sola corrección. El principio no era muy interesante. Salté varias páginas y de pronto, como una cara familiar en medio de una confusa multitud, allí estaba el nombre de Smurov. ¡Qué suerte asombrosa!
«Me prepongo, mi querido Fyodor Robertovich, volver brevemente a ese granuja. Temo aburrirte pero, como dice el Cisne de Weimar —me refiero al ilustre Goethe— (seguía una frase en alemán). Permíteme por lo tanto explayarme de nuevo en el señor Smurov y ofrecerte un pequeño estudio sicológico...»
Hice una pausa y levanté los ojos hacia un anuncio de chocolate con leche con unos alpes lilas. Era mi última oportunidad de renunciar a penetrar en el secreto de la inmortalidad de Smurov. ¿Qué me importaba que esta carta atravesara en efecto un remoto paso montañoso para llegar hasta el próximo siglo, cuya misma denominación —un, dos y tres ceros— es tan fantástica que parece absurda? ¿Qué me importaba qué tipo de retrato pudiese «brindar», para utilizar su propia y detestable expresión, ese autor muerto hacía tiempo a su desconocida posteridad? Y de todos modos, ¿no era hora ya de abandonar mi empresa, de dar por terminada la caza, la vigilancia, el insensato intento de acorralar a Smurov? Pero, por desgracia, ésta era una retórica mental: sabía perfectamente bien que ninguna fuerza en el mundo me impediría leer aquella carta.
«Tengo la impresión, querido amigo, de que ya te he escrito sobre el hecho de que Smurov pertenece a esa clase curiosa de gente que en una ocasión llamé "izquierdosos sexuales". Todo el aspecto de Smurov, su fragilidad, su decadencia, sus gestos remilgados, su afición al agua de colonia y, en particular, esas miradas furtivas, apasionadas que dirige constantemente hacia éste, tu humilde servidor: todo ello hace tiempo que ha confirmado esta conjetura mía. Es notable que estos individuos sexualmente desgraciados, aunque suspiran físicamente por algún hermoso ejemplar de virilidad madura, a menudo eligen como objeto de su admiración (perfectamente platónica) a una mujer, una mujer a la que conocen bien, poco o nada. Y así, Smurov, a pesar de su perversión, ha elegido a Varvara como ideal. Esta gentil pero bastante estúpida muchacha es la prometida de un tal M. M. Mukhin, uno de los coroneles más jóvenes del Ejército Blanco, de modo que Smurov tiene la plena seguridad de que no se verá obligado a hacer lo que no es capaz de hacer ni desea hacer con ninguna dama, aunque fuese la mismísima Cleopatra. Además, el "izquierdoso sexual" —admito que encuentro la expresión excepcionalmente acertada— alimenta a menudo una tendencia a infringir la ley, infracción que se ve todavía más facilitada para él por el hecho de que ya existe allí una infracción a la ley de la naturaleza. Tampoco aquí nuestro amigo Smurov es ninguna excepción. Imagínate que el otro día Filip Innokentievich Khrushchov me confió que Smurov era un ladrón, un ladrón en el sentido más repugnante de la palabra. Resulta que mi interlocutor le había entregado una tabaquera de plata con símbolos ocultos —un objeto muy antiguo— y le había pedido que se la enseñara a un experto. Smurov tomó esta hermosa antigüedad, y al día siguiente le comunicó a Khrushchov, con todos los signos externos de la consternación, que la había perdido. Escuché el relato de Khrushchov y le expliqué que a veces el impulso de robar es un fenómeno puramente patológico, que incluso tiene un nombre científico: cleptomanía. Khrushchov, como tantas personas agradables pero limitadas, empezó a negar ingenuamente que en el presente caso se tratara de un «cleptómano» y no de un delincuente. No expuse ciertos argumentos que sin duda le hubieran convencido. Para mí todo está más claro que la luz del día. En vez de motejar a Smurov con el humillante calificativo de "ladrón", lo compadezco sinceramente, por paradójico que parezca.