-->

Vida y destino

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Vida y destino, Grossman Vasily-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Vida y destino
Название: Vida y destino
Автор: Grossman Vasily
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 344
Читать онлайн

Vida y destino читать книгу онлайн

Vida y destino - читать бесплатно онлайн , автор Grossman Vasily

Hace unos d?as termin? de leer una de las grandes novelas del siglo XIX. Pero hay libros de los que no se puede decir “termin? de leerlo”, y probablemente ?sa sea la prueba de su grandeza: aunque la haya terminado sigo, de diferentes modos, queriendo, sin querer, leyendo esa novela.

Vasili Grossman fue, durante un tiempo, algo as? como un h?roe de la Uni?n Sovi?tica. Hab?a nacido en 1905 y en Berdichev, Ucrania, en una familia jud?a acomodada; la revoluci?n lo entusiasm? desde el principio y decidi? estudiar ingenier?a porque, en esos d?as, el camarada Lenin dec?a que el comunismo era el poder sovi?tico m?s la electricidad. Pero empez? a escribir desde muy joven y, a sus 30, public? sus primeros cuentos; en 1936, mientras el camarada Stalin mataba a millones de comunistas con sus purgas, Grossman fue aceptado en la oficial?sima Uni?n de Escritores, con todos sus privilegios, y abandon? la ingenier?a. Al a?o siguiente su esposa Olga fue detenida por “no haber denunciado las actividades antisovi?ticas” de su primer marido, el poeta Boris Guber. Desesperado, Grossman mand? una carta al jefe del servicio secreto, pidiendo su liberaci?n: “Todo lo que poseo -mi educaci?n, mi ?xito como escritor, el alto privilegio de compartir mis pensamientos y mis sentimientos con los lectores sovi?ticos- se lo debo al gobierno sovi?tico”. Para su propia sorpresa, su mujer fue liberada unos meses m?s tarde.

En 1941, la alianza entre Stalin y Hitler se rompi? y los alemanes invadieron Rusia. Grossman fue exceptuado del servicio militar, pero pidi? ir al frente como corresponsal: sus cr?nicas de guerra, publicadas en el diario del ej?rcito sovi?tico, Estrella Roja, lo hicieron popular y respetado. Grossman acompa?? a las tropas rusas que liberaron el campo de Treblinka y fue uno de los primeros en escribir sobre el holocausto nazi. Buscaba, entre otras cosas, rastros de su madre, deportada y gaseada; sus art?culos sirvieron como pruebas en los juicios de N?remberg. Cuando la guerra termin? su vida era, dentro de lo posible, desahogada; hay distintas versiones sobre por qu? decidi? tirar todo por la borda.

Quiz?s haya sido la decantaci?n de lo que hab?a visto y vivido en la Gran Guerra o, m?s probablemente, la ola de antisemitismo lanzada entonces por el Kremlin. Lo cierto es que, en alg?n momento, Grossman empez? a escribir una novela que contar?a esos a?os y que pens? llamar, sin el menor pudor, Vida y Destino.

Cuando la termin?, en 1960, Grosmann la mand?, como deb?a, al comit? de censura. No ten?a grandes expectativas pero era el ?nico modo de llegar, eventualmente, a publicarla. La censura no s?lo la vet?; poco despu?s su departamento fue asaltado por un comando KGB que se llev? todas las copias e incluso, por si acaso, los carb?nicos y las cintas de la m?quina de escribir. Un jefe del Politbur?, Mikhail Suslov, le dijo que su novela no se publicar?a en trescientos a?os: “?Por qu? tendr?amos que agregar su libro a las bombas at?micas que nuestros enemigos preparan contra nosotros? ?Por qu? tendr?amos que iniciar una discusi?n sobre la necesidad de la Uni?n Sovi?tica?”. En esos d?as todav?a hab?a gente que cre?a en la literatura.

Vasili Grossman se muri? en 1964, a sus 58, marginado, humillado, de un c?ncer de est?mago. Quince a?os m?s tarde un amigo consigui? sacar a Suiza un borrador de la novela, y al tiempo se public? en ingl?s y franc?s; la traducci?n espa?ola apareci? el a?o pasado. Vida y destino es, insisto, una de las grandes novelas del siglo XIX.

Digo: una novela de cuando las novelas cre?an que pod?an -que deb?an- contar el mundo sin pudor, sin ninguna modestia. Algunos la comparan con Guerra y Paz: yo estoy de acuerdo. Vida y destino es un fresco espeluznante de los desastres de la guerra y de la vida bajo el poder de un Estado total: los d?as en el frente de Stalingrado donde cada cual sigue su peque?o camino personal bajo las bombas, las agachadas de los funcionarios que obedecen por miedo o por codicia, la carta estremecedora de una vieja jud?a a punto de viajar al exterminio, las noches en un gulag sovi?tico y en un campo alem?n, las muertes heroicas, las muertes tontas, las muertes olvidadas, las traiciones, las peleas de un cient?fico ruso con sus colegas y con su conciencia, las matanzas de campesinos durante la colectivizaci?n de la agricultura, los amores y desamores donde tambi?n tercia la mano del Estado, las semejanzas entre el sistema nazi y el sovi?tico, las reflexiones sobre la sucesi?n de Lenin por Stalin, la ca?da de un comunista detenido y torturado sin saber por qu?, los grandes odios, las peque?as miserias, contadas con un aliento extraordinario, sin miedo de la desmesura.

Y con un objetivo: se ve -se lee todo el tiempo- que Grossman escribi? esta novela como quien prepara meticulosamente la bomba suicida, con la conciencia de que le costar?a la vida o algo as? pero que, de alg?n modo, le valdr?a la pena.

Una novela, digo, del siglo XIX: de cuando las novelas cre?an que deb?an y pod?an. Despu?s, a principios del veinte, la vanguardia se carg? aquella forma ingenua, desmesurada de poner en escena “lo real” para cambiarlo, y busc? en la experimentaci?n sobre s? misma su sentido. Hasta que, en los setentas, ochentas, esa idea choc? contra sus l?mites y no qued? ni lo uno ni lo otro: ni contar para cambiar el mundo ni para buscar nuevas maneras.

Me da envidia el camarada Grossman, que sab?a para qu? escrib?a. Ahora no sabemos: me parece que casi siempre no sabemos. Ya no sabemos d?nde est? el coraje de un texto, d?nde su necesidad. En general, creo, escribimos para escribir. Porque es interesante, simp?tico, satisfactorio incluso, porque no est? mal ser escritor, porque se gana algo de plata y un poco de respeto, un par de viajes, la admiraci?n de algunos. Por eso, supongo, escribimos cositas. Por eso, supongo, las librer?as est?n llenas de libros que no dicen nada, que se olvidan en un par de meses, que dan exactamente igual. Me da envidia, mucha envidia Vasili Grossman, canceroso, olvidado, convencido quiz? de que su esfuerzo hab?a valido todas esas penas: que si ten?a una vida deb?a hacerla un destino y que ese destino, extra?amente, era una novela.

Por Mart?n Caparr?s (01/08/08)

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 10 11 12 13 14 15 16 17 18 ... 259 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Glushkov sacudió la toalla, la colgó de un clavo, palpó la granada que llevaba enganchada a un costado, se dio una palmada en el bolsillo para comprobar si la bolsa del tabaco estaba en su sitio y, tras coger de un rincón la metralleta, siguió al comandante del regimiento.

Beriozkin salió del refugio sumido en la penumbra y tuvo que entornar los ojos ante la claridad de la luz exterior. El paisaje, convertido en familiar después de un mes, se extendía ante él: un alud de arcilla, la pendiente parda toda salpicada de telas de lona mugrientas que cubrían los refugios de los soldados, las chimeneas humeantes de las estufas improvisadas. En lo alto se divisaban los edificios oscuros de las fábricas con los tejados derrumbados.

Más a la izquierda, cerca del Volga, se elevaban las chimeneas de la fábrica Octubre Rojo, se amontonaban los vagones de mercancías, abandonados a un lado de la locomotora, cual ganado confuso arremolinado en torno al cuerpo inerte del jefe de la manada. Todavía más lejos se perfilaba el amplio encaje de las ruinas muertas de la ciudad, y el cielo otoñal se filtraba por las brechas de las ventanas como miles de manchas azules.

Entre los talleres de las fábricas se alzaba el humo, las llamas fulguraban y el aire puro era atravesado ora por un monótono susurro, ora por un traqueteo intermitente y seco. Por lo visto, las fábricas estaban en plena actividad. Beriozkin examinó con mirada atenta sus trescientos metros de terreno, la línea de defensa de su regimiento situada entre las casitas de la colonia obrera. Una especie de sexto sentido lo ayudaba a distinguir, en el caos de las ruinas y las callejuelas, las casas donde sus soldados cocinaban gachas de aquellas donde los alemanes comían tocino y bebían Schnaps.

Beriozkin agachó la cabeza y soltó un taco cuando una bomba silbó en el aire.

En la vertiente opuesta del barranco el humo tapó la entrada de un refugio; poco después se oyó una sonora explosión. Del refugio salió el jefe del batallón de comunicaciones de la división vecina, todavía en tirantes y sin la guerrera puesta. Apenas dio un paso cuando un nuevo silbido que cruzó el aire le obligó a retroceder a toda prisa y cerrar de un portazo. La granada explotó a unos diez metros. En la entrada del refugio, dispuesta entre el ángulo del barranco y la pendiente del Volga, estaba Batiuk, que observaba todo cuanto pasaba.

Cuando el jefe del batallón de comunicaciones intentaba dar un paso adelante, Batiuk gritaba: «¡Fuego!», y el alemán, como por encargo, lanzaba una granada.

Batiuk advirtió la presencia de Beriozkin y le gritó:

– ¡Saludos, vecino!

Atravesar el sendero desierto entrañaba un peligro mortal: los alemanes, después de un sueño reparador y de haber tomado el desayuno, controlaban el camino con particular interés; disparaban sin escatimar municiones contra todo lo que se movía. En un recodo Beriozkin se detuvo al lado de un montón de chatarra y, tras calcular a ojo el tramo que quedaba, dijo:

– Ve tú primero, Glushkov.

– Pero ¿qué dice?, no es posible. Seguro que hay algún tirador.

Atravesar en primer lugar un punto peligroso se consideraba un privilegio reservado a los superiores; los alemanes generalmente no llegaban a tiempo de abrir fuego contra el primero que corría.

Beriozkin miró las casas ocupadas por los alemanes, guiñó un ojo a Glushkov y corrió. Cuando alcanzó el terraplén que lo protegía de las posiciones alemanas, oyó claramente a sus espaldas un estallido: un alemán había disparado una bala explosiva.

Beriozkin, de pie detrás del terraplén, encendió un cigarrillo. Glushkov corrió con paso largo y veloz. Descargaron una ráfaga bajo sus pies; parecía que de la tierra se elevara una bandada de gorriones. Glushkov se lanzó a un lado, tropezó, cayó, se puso en pie de un salto y corrió hacia Beriozkin.

– Por poco no lo cuento -dijo y, una vez recuperado el aliento, explicó-: Pensé que el tipo estaría molesto por haber errado el tiro con usted y que se encendería un pitillo, pero al parecer esta carroña no fuma.

Glushkov palpó el faldón desgarrado del chaquetón y cubrió al alemán de improperios.

Mientras se acercaban al puesto de mando del batallón, Beriozkin le preguntó:

– ¿Le han herido, camarada Glushkov?

– El bastardo sólo ha conseguido que pierda el tacón de la bota, eso es todo.

El puesto de mando del batallón se encontraba en el sótano de la tienda de comestibles de la fábrica y en la atmósfera húmeda persistía un olor a col fermentada y a manzanas.

Sobre la mesa ardían dos lámparas altas fabricadas con vainas de proyectil. En la puerta había fijado un letrero: «Vendedor y cliente, sean amables mutuamente».

En el subterráneo se alojaban los Estados Mayores de dos batallones: el de infantería y el de zapadores. Los dos comandantes, Podchufárov y Movshóvich, estaban sentados a la mesa tomando el desayuno.

Al abrir la puerta, Beriozkin oyó la voz animada de Podchufárov:

– A mí el alcohol diluido no me gusta; prefiero no beber. Los dos comandantes se levantaron y se pusieron firmes; el capitán de Estado Mayor escondió bajo una montaña de granadas una botella de un cuarto de litro de vodka, y el cocinero tapó con su cuerpo la perca de la que había hablado un minuto antes con Movshóvich. El ordenanza de Podchufárov que, puesto en cuclillas, se disponía a colocar sobre el plato del gramófono el disco Serenata china cumpliendo órdenes del comandante, se levantó tan rápido que sólo tuvo tiempo de quitarlo. El pequeño motor del gramófono continuó zumbando vacío; el ordenanza, de mirada abierta y franca, como corresponde a un verdadero soldado, captó con el rabillo del ojo la mirada furiosa de Podchufárov cuando el maldito gramófono, con una diligencia extraordinaria, empezó a chirriar.

Los dos comandantes y el resto de los participantes en el desayuno conocían bien los prejuicios de los superiores: éstos sostenían que los oficiales de un batallón deben o librar combates, o vigilar a través de los prismáticos al enemigo, o meditar inclinados sobre el mapa. Pero los hombres no pueden pasarse las veinticuatro horas del día disparando, hablando por teléfono con sus subordinados y superiores; también hay que comer.

Beriozkin miró de reojo hacia el gramófono chirriante y esbozó una sonrisa:

– Siéntense camaradas, continúen.

Estas palabras, tal vez, tenían un sentido opuesto al directo, pues en la cara de Podchufárov se dibujó una expresión de tristeza y arrepentimiento, mientras que en la de Movshóvich -que detentaba el mando de una sección separada del batallón de zapadores y, por ello, no estaba supeditado al comandante del regimiento- apareció sólo la tristeza, sin atisbo de arrepentimiento. Los subalternos compartían exactamente la misma expresión.

Beriozkin continuó con un tono particularmente desagradable:

– Pero ¿dónde está vuestra perca de cinco kilos, camarada Movshóvich? Toda la división lo sabe.

Movshóvich, con la misma expresión de tristeza, dijo: -Cocinero, por favor, muéstrele el pescado.

El cocinero, el único que se encontraba cumpliendo con sus obligaciones, habló con franqueza.

– El camarada capitán me ha ordenado que lo rellene a la judía. Tenemos pimienta y hojas de laurel, pero nos falta pan blanco y tampoco disponemos de rábano picante.

– Entiendo -dijo Beriozkin-. Una vez comí pescado relleno en Bobruisk, en casa de una tal Fira Arónovna, pero para serles franco, no me gustó demasiado.

Y, de repente, los hombres del sótano se dieron cuenta de que al jefe del regimiento no se le había pasado siquiera por la cabeza enfadarse.

Tal vez Beriozkin supiera que Podchufárov había repelido los ataques nocturnos de los alemanes, que había quedado cubierto de tierra, y que su ordenanza, el mismo que ponía la Serenata china, mientras lo desenterraba gritaba: «No se preocupe, camarada capitán, le sacaré de ahí».

1 ... 10 11 12 13 14 15 16 17 18 ... 259 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название