En el primer ci­rculo

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En el primer ci­rculo
Название: En el primer ci­rculo
Дата добавления: 15 январь 2020
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En el primer ci­rculo - читать бесплатно онлайн , автор Солженицын Александр Исаевич

En una oscura tarde del invierno de 1949, un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS llama a la embajada norteamericana para revelarles un peligroso y aparentemente descabellado proyecto at?mico que afecta al coraz?n mismo de Estados Unidos. Pero la voz del funcionario quedaba grabada por los servicios secretos del Ministerio de Seguridad, cuyos largos tent?culos alcanzan tambi?n la Prisi?n Especial n? 1, donde cumplen condena los cient?ficos rusos m?s brillantes, v?ctimas de las siniestras purgas estalinistas, y donde son obligados a investigar para sus propios verdugos. A esa prisi?n «de lujo», que es en realidad el primer c?rculo del Infierno dantesco, donde la lucha por la supervivencia alterna con la delaci?n y las trampas ideol?gicas, le llega la misi?n de acelerar el perfeccionamiento de nuevas t?cnicas de espionaje con el fin de identificar lo antes posible la misteriosa voz del traidor...

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Nadie, ni siquiera en broma, podía decirle a un miembro del Partido Comunista Unido, que era un Neo-Hegeliano, un Neo-Kantiano, un |Subjetivista, un Agnóstico y menos un Revisionista. Pero "epicúreo" sonaba tan inocente, que a nadie le pareció posible que pudiera implicar que uno no fuera un Marxista ortodoxo.

En ese momento Radovich, que conocía al detalle las vidas de los Fundadores de la doctrina, acotó: —Bueno, Epicuro era una buena persona, un materialista. El propio Karl Marx hizo una vez una disertación sobre Epicuro.

El apologista de Epicuro, era flaco y seco, con el oscuro pergamino de su piel fuertemente estirado sobre sus huesos.

Innokenty sintió una oleada de entusiasmo... En este cuarto donde bullían la animada conversación, la risa y los colores brillantes, la idea de que podía ser arrestado de repente le parecía absurda. Los últimos resquemores que abrigaba en el fondo de su corazón desaparecieron. Tomó con rapidez, se caldeó un poco, y miró alegremente la gente a su alrededor, que nada sabía de sus temores. Se sentía nuevamente el favorito de los dioses. Makarygin, y hasta Slovuta, quienes en otra ocasión le podrían haber inspirado un cierto desprecio, le parecían humanos y amables, como si contribuyeran a protegerlo.

—¿Epicuro?, — contestaba la acusación con los ojos brillantes de placer—. Sí, soy un seguidor suyo. No lo niego. Pero quizás se sorprenderán cuando les diga que "epicúreo" es una palabra que generalmente se toma en un sentido erróneo, Cuando la gente quiere decirle a alguien que está demasiado apegado a la vida, que es un voluptuoso, un lascivo, en una palabra, un cerdo, lo llama "epicúreo". No, un minuto, hablo en serio, — dijo para evitar la inminente interrupción de Makarygin; ahora hablaba con excitación, inclinando suavemente de un lado al otro la alta copa de vino, con sus dedos delgados y sensitivos—. En realidad, Epicúreo representa algo enteramente opuesto a lo que la gente cree. Incluye los deseos insaciables entre los tres principales males que impiden la felicidad humana. De hecho, sostiene que un ser humano necesita; muy poco, y por lo tanto su felicidad no depende del destino. De ninguna manera nos impulsa hacia las orgías, aunque considera los placeres humanos como el supremo bien. Pero en seguida nos hace notar que no todos los placeres aparecen en cualquier momento. Deben estar precedidos por períodos de deseo insatisfecho; en otras palabras, la ausencia del placer. Así que encuentra que lo más acertado es renunciar a todos los anhelos, salvo los más humildes e indispensables. Sus enseñanzas nos liberan de nuestro temor al destino y a sus reveses. Y, por lo tanto, es un gran optimista este Epicuro.

—¡No me digas!, — dijo Galakhov, sorprendido, y sacó una libreta de cuero y un pequeño lápiz de marfil. A pesar de su fama sideral, Galakhov no tenía pretensiones; podía bromear y darle palmadas en la espalda a uno, con tanta camaradería como cualquier otro. Algunas hebras de cabello plateado brillaban en forma atractiva sobre su cara, morena y regordeta.

—¡Denle más, — le dijo Slovuta a Makarygin, señalando el vaso vacío de Innokenty—. Si no va a hablar hasta por los todos.

Makarygin k sirvió más vino e Innokenty lo tomó con placer. Solamente ahora, después de su brillante defensa, le parecía que la doctrina de Epicuro, era algo que valía la pena profesar. Radovich sonrió frente a un credo fuera de lo común. El no tomaba alcohol; (se lo habían prohibido). Durante la mayor parte de la velada había estado sentado, inmóvil, sombrío, con su especie de chaqueta militar de campaña, con anteojos severos de marco barato. (Hasta hacía muy poco, durante sus caminatas por Sterlitamak, usaba un casco tipo "Budenny", igual a los que había usado en la Guerra civil, o en tiempos de la NEP. Pero, hoy en día, la gorra hacía reír a los paseantes y ladrar a los perros. Era imposible usarla en Moscú; la policía no lo permitía).

Slovuta, que tenía la cara edematosa, pero no era viejo, adoptó una actitud ligeramente condescendiente con Makarygin. (Su ascenso a teniente general ya estaba firmado). Aunque a pesar de todo, estaba profundamente satisfecho de compartir la mesa con Galakhov, y se imaginaba cómo, cuando abandonara esta fiesta para concurrir a otra que tenía aún más tarde, comentaría casualmente que recién había estado tomando con Galakhov, quien le había contado... En realidad, Galakhov no le había dicho nada, y estaba muy callado, ¿posiblemente pensando en su próxima novela?... De manera que Slovuta, llegando la conclusión de que no tenía nada, más que hacer allí, estaba por partir.

Era en ese momento cuando los jóvenes iban en tropel hacia el salón de baile; Makarygin dijo todo lo que se le ocurrió para convencer a Slovuta de que se quedara un rato más y, por último, insistió en que el huésped visitara su "altar del tabaco". Makarygin guardaba una colección de tabacos en su estudio y estaba muy orgulloso de ella. Él fumaba, como de costumbre un tabaco búlgaro que conseguía por intermedio de unos amigos, y por la noche, habiendo fumado su pipa durante todo el día, se dedicaba a los cigarros. Pero le encantaba sorprender a sus huéspedes, convidándoles con todas las variedades, una después de otra.

La puerta del estudio estaba junto a sus espaldas y procedió a abrirla, invitando a Slovuta y a sus dos yernos a seguirlo. Pero Innokenty y Galakhov declinaron la compañía de los ancianos diciendo que debían vigilar un poco a sus esposas. El fiscal se sintió contrariado y temeroso de que Dushan fuera a decir algo inconveniente, dejando pasar primero a Slovuta, se volvió hacía su amigo y le hizo un expresivo y gráfico gesto de advertencia.

Los dos yernos de Makarygin no tenían ningún apuro en encontrarse con sus esposas. Estaban en esa edad afortunada —siendo Galakhov unos años mayor que Innokenty—, en que, aunque todavía se los consideraba jóvenes, a nadie se le ocurría arrastrarlos a bailar. Podían entregarse al placer de una conversación de hombre a hombre, rodeados de botellas sin terminar y del ritmo de la música lejana.

La semana anterior Galakhov había empezado a pensar en escribir algo sobre las maquinaciones de los imperialistas y la lucha constante de los diplomáticos del Soviet por la paz. No lo concibió como una novela esta vez, sino más bien como una obra de teatro; en esa forma, podía obviar muchas cosas que ignoraba, como los detalles del interior de los edificios y las indumentarias. Así que se apresuró a aprovechar esta entrevista con su concuñado, que le daba la oportunidad de conocer los rasgos típicos del diplomático soviético y detalles característicos de la vida en Occidente. Se suponía que la acción tenía lugar en Occidente, pero Galakhov había estado allí muy poco tiempo, en ocasión de uno de los congresos progresistas. Se daba cuenta que no era una idea del todo lógica, el escribir sobre una forma de vida que no conocía. Pero estos últimos años le había parecido que la vida en el extranjero o la historia antigua y hasta las fantasías sobre los habitantes de la luna, le serían más fáciles de escribir que los cuentos extraídos de la vida, real circundante, donde cada tema venía acompañado por sus propios riesgos.

Conversaban, inclinando las cabezas por encima de la mesa. La sirvienta entrechocaba ruidosamente los platos al levantarlos; se oía la música del cuarto de al lado; del otro resonaba la televisión murmurando en un tono metálico.

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