Ada o el ardor

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Ada o el ardor
Название: Ada o el ardor
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ada o el ardor - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.

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—Le veré aprey —dijo Miss Condor.

La mirada de Lucette escoltó, aliviada, el movimiento indolente de los globos y los pliegues glúteos.

—Van, me has engañado. Esa es... es una de tus horribles chicas.

—Te juro que me es completamente desconocida. Sabes que yo no te engañaría.

—¡Oh, me has engañado muchas veces cuando era niña! Si ahora empiezas otra vez tu sais que j'en vais mourir, como dice la canción.

—Tú me has prometido un harén —la reprendió Van, amablemente.

—Hoy no, hoy no. Hoy es un día sagrado.

La mejilla que él se disponía a besar fue remplazada por una boca presta y enloquecida.

—Ven a ver mi camarote —suplicó, cuando él la rechazaba (con el mismo resorte de su reacción animal al fuego de sus labios y de su lengua)—. Sólo quiero enseñarte sus saltos de cama y su piano. El perfume de Córdula está en todos los cajones. Te lo suplico.

—Vamos, vete —dijo Van—. No tienes derecho a excitarme así. Alquilaré los servicios de Miss Condor para que me haga de chaperona si no aprendes a comportarte mejor. Cenamos a las siete y cuarto.

Van encontró en su camarote una invitación algo tardía para cenar en la mesa del capitán. La tarjeta iba dirigida al doctor Ivañ Veen, y señora. Van había viajado ya una vez en aquel barco, entre dos «Queens», y se acordaba del capitán Cowley como de un pesado y un acémila.

Llamó al camarero y le rogó que devolviese la invitación, con dos palabras garrapateadas en lápiz: «matrimonio desconocido». Permaneció veinte minutos en el baño, esforzándose en concentrar su atención en algo que no fuese el cuerpo de una virgen histérica. Descubrió en sus pruebas una omisión insidiosa, la ausencia de una línea completa que, curiosamente, no impedía que el párrafo deteriorado pudiese parecer plausible al lector poco atento. El final de la frase amputada y el comienzo de la línea siguiente, que el error del tipógrafo había colocado inmediatamente debajo de la primera y cuya primera letra iniciaba la línea de caja, se encadenaban de tal modo que la sintaxis era correcta, y, en su aturdimiento, Van no habría reparado en la insipidez del resultado si no hubiera recordado (recuerdo confirmado por el manuscrito) que en aquel lugar debía figurar una cita realmente bastante feliz: Insiste, anime meus, et adtente fortiter (Mantente firme, ánimo mío, y aplícate con fortaleza).

—¿Seguro que no preferirías el restaurante? —preguntó Van a Lucette cuando se encontraron a la entrada del grill. En traje de noche, parecía todavía más desnuda que un rato antes, en bikini—. Está muy alegre y lleno de gente, y hay un jazz-band masturbatorio. ¿No será más divertido?

Lucette sacudió suavemente su enjoyada cabeza.

Cenaron unas enormes y suculentas quisquillas gru-gru (la larva amarilla de un gorgojo palmero), y un osezno asado a la Tobakoff. Sólo cinco o seis mesas estaban ocupadas, y, a excepción de una molesta vibración de máquinas que no habían notado a mediodía, todo era suave, almohadillado, íntimo. Van aprovechó el silencio extrañamente reservado de Lucette para hablarle del difunto palpador de lápices, Mr. Muldoon, y de un caso de glosolalia observado en Kingston, el de una mujer del Yukonsk que, en estado de hipnosis, hablaba diversos dialectos eslavos que existían quizás en Terra, pero, ciertamente, no en Estocilandia. Pero algo distinto, ¡ay!, acaparaba subverbalmente su atención.

Lucette le hizo preguntas con miradas devotas de linda estudiante de Queenston o de Kings. No era precisa una experiencia científica muy profunda por parte del profesor para darse cuenta de que aquel encantador desconcierto y aquellas notas graves que aterciopelaban su voz eran tan intencionados como la efervescencia de la sobremesa de mediodía. En realidad, Lucette era presa de las congojas emocionales que sólo el heroico dominio de sí misma de una aristócrata americana le permitía superar con éxito. Hacía mucho tiempo que estaba persuadida de que si obligaba a acostarse con ella, siquiera una sola vez, al hombre al que amaba, con un amor absurdo pero— irrevocable, lograría, ayudada por alguna prodigiosa operación de la naturaleza, transformar un acontecimiento epidérmico y fugaz en un vínculo espiritual eterno. Pero también sabía que si aquel acontecimiento no se producía en la primera noche de su viaje, sus relaciones con Van volverían a caer en el juego extenuante, desesperado, desesperadamente familiar de burla y contraburla, con su punto de erotismo, por supuesto, pero más en carne viva que nunca. Van comprendía su estado de ánimo. Ó, al menos, en su desesperación, creyó, retrospectivamente, que la había comprendido, cuando ya no podía encontrar otro remedio que el extracto de prosa atlántica del doctor Henry en la rebotica de la farmacia del pasado, con la puerta dando golpes y el cepillo de dientes que se cae del vaso.

Mientras contemplaba con mirada sombría sus delgados hombros desnudos, tan dúctiles e inquietos que no hubiera resultado sorprendente verlos plegarse ante ella como estilizadas alas de ángel, Van, en su abatimiento, consideraba que, si se atenía a la regla de honor grabada en lo más profundo de su alma, tendría que sufrir durante cinco días las torturas del celo, no sólo porque Lucette era adorable y no se parecía a ninguna otra, sino también porque él no había podido nunca pasar más de cuarenta y ocho horas sin gozar de mujer. Y el encadenamiento de circunstancias por el que Lucette formulaba sus más fervientes votos era precisamente lo que Van más temía: una vez que él hubiese gustado su llaga y su apretón, Lucette le retendría cautivo, insaciablemente, durante semanas, tal vez durante meses, tal vez más; pero finalmente llegaría el día inevitable de la dura separación, sin que una nueva esperanza y la vieja desesperación llegasen nunca a crear un verdadero equilibrio. Y algo todavía peor: aunque consciente, y avergonzado, de su deseo por una niña enferma, sentía, en un oscuro recoveco de emociones antiguas, que su deseo era agudizado por la misma vergüenza.

Tomaron el café —un café turco, espeso y azucarado —y Van miró furtivamente su reloj para ver... ¿qué? ¿Cuánto tiempo sería capaz de soportar el suplicio de la renuncia? ¿Cuándo tendrían lugar ciertos acontecimientos, por ejemplo un concurso de baile en la sala? ¿O la edad que ella tenía? (Lucinda Veen sólo tenía cinco horas de edad, si se invierte el «curso del tiempo» humano.)

Estaba tan conmovedora que en el momento en que salían del grill Van no pudo por menos (hasta ese punto la sensualidad es el mejor caldo de cultivo de fatales errores) de acariciar su joven hombro satinado y adaptar por un instante (el más feliz en la vida de Lucette) a su convexidad ideal el hueco de su mano, exactamente adherida. Lucette echó a andar delante de él, tan consciente de la mirada que se posaba en ella como si estuviese ganando un premio de compostura. Para describir su vestido Van no encontraba un adjetivo mejor que «avestrúceo» (admitiendo que existiesen avestruces con bucles de bronce), porque acentuaba el balanceo de su paso y la longitud de sus piernas, enfundadas en medias de nilón. Objetivamente hablando, su chic era más agudo que el de su hermana «vaginal». Mientras se paseaban de cubierta en cubierta y atravesaban rellanos en donde unos marineros rusos se afanaban en tender cordones de terciopelo (y dirigían miradas de simpatía a la bella pareja que hablaba su lengua incomparable), Lucette le hacía pensar en alguna criatura acrobática, insensible a la escabrosidad del mar. Con caballeroso disgusto, se dio cuenta de que su cara levantada, sus alas negras, su paso desenvuelto, atraían no solamente las miradas azules de la inocencia, sino también los ojos atrevidos de los lúbricos compañeros de viaje. Dijo en voz alta que abofetearía al primer impertinente que se presentase y fue retrocediendo involuntariamente, con ridículos gestos de amenaza, hasta tropezar con una silla de cubierta plegada (recorriendo él también el huso del tiempo en contradirección), lo que provocó una carcajada de Lucette. Ésta se sentía ahora mucho más feliz, al apreciar aquel humor de champaña, aquel talante caballeresco de Van y le apartó del espejismo de sus admiradores para conducirle de nuevo al ascensor.

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