Un dia mas largo que un siglo

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Un dia mas largo que un siglo
Название: Un dia mas largo que un siglo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Un dia mas largo que un siglo - читать бесплатно онлайн , автор Айтматов Чингиз Торекулович

El pensamiento art?stico debe vivir en su tiempo y ser consciente de ?l as? como del destino del hombre en cualquier ?poca y en cualquier tiempo revolucionario...

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–¿Quiénes son los forasteros? ¿Sois vosotros? –preguntó dirigiéndose a Burani Yediguéi.

Biz, bizgoi, karaguim, Ana-Beinitke zhetpei turip kaldik. Kalai da bolsa, zhardamdesh karaguin [37]–dijo Yediguéi, procurando que las condecoraciones de su pecho estuvieran a la vista del joven oficial.

Eso no produjo ninguna impresión en el teniente Tansykbáyev, quien se limitó a toser secamente, y cuando el anciano Yediguéi intentó de nuevo hablar, le previno fríamente:

–Camarada forastero, diríjase a mí en idioma ruso. Estoy de servicio –aclaró frunciendo sus negras cejas sobre los sesgados ojos.

Burani Yediguéi se turbó muchísimo:

–Eh, eh, perdone, perdone. Perdone si lo hice mal. Y se calló confuso, perdido ya el don de la palabra y olvidado el pensamiento que se disponía a manifestar.

–Camarada teniente, permítame exponer nuestra petición –se adelantó Dlínny Edilbái para sacar de apuros al anciano.

–Expóngala, pero sea breve –le previno el jefe de guardia.

–Un momento. Que esté presente también el hijo del difunto. –Dlínny Edilbái se volvió hacia Sabitzhán–. ¡Sabitzhán! ¡Eh, Sabitzhán! ¡Ven aquí!

Pero éste, que se paseaba un poco apartado, se limitó a decir con un gesto de disgusto:

–Pedidlo vosotros mismos.

Dlínny Edilbái se sofocó.

–Perdone, camarada teniente, está ofendido de que las cosas se presenten así. Es el hijo del difunto, de nuestro Kazangap. Allí también está su yerno, ve, aquel del remolque.

El yerno pensó, al parecer, que requerían su presencia y empezó a descender del remolque.

Estos detalles no me interesan. Expongan el asunto –pidió el jefe de guardia.

–Muy bien.

–Brevemente y por orden.

–Muy bien. Brevemente y por orden.

Dlínny Edilbái empezó a informar punto por punto: quiénes eran, de dónde venían, con qué objeto y para qué se habían presentado allí. Y mientras hablaba, Yediguéi observó el rostro del teniente y comprendió que nada bueno podían esperar de él. Estaba al otro lado de la barrera sólo para escuchar formalmente una queja de unos forasteros. Yediguéi lo comprendió y su alma se sintió abatida. Y todo lo relacionado con la muerte de Kazangap, todos sus preparativos para la partida, todo cuanto había hecho para convencer a los jóvenes de que se enterrara al difunto en Ana-Beit, todos sus pensamientos, todo aquello en lo que había visto el hilo de unión entre él y Sary-Ozeki, todo se había esfumado, todo resultaba inútil e insignificante ante el rostro de Tansykbáyev. Yediguéi se sentía agraviado en sus mejores sentimientos. Agravio y ridículo al máximo era para él el medroso Sabitzhán que el día anterior, sin ir más lejos, tomaba vodka y shubat charlando sobre los dioses y los hombres controlados por radio, y procuraba impresionar a los de Boranly con sus conocimientos, ¡pero ahora no deseaba ni abrir la boca! Agravio y ridículo era para Burani Karanar, absurdamente engalanado con el caparazón de las borlas, ¡para qué o para quia servía ahora todo eso! Aquel tenientillo Tansykbáyev, que no deseaba hablar en su lengua materna, o que temía hacerlo, ¿cómo podía valorar los adornos de Karanar? Agravio y ridículo era para Yediguéi el desgraciado yerno alcohólico de Kazangap, que no había tomado ni una gota de alcohol, que había viajado en el traqueteante remolque para estar al lado del cuerpo del difunto, y que ahora se acercaba y se ponía a su lado esperando aún, por lo que se veía, que los dejarían pasar al cementerio. Incluso su perro, el pardo Zholbars, era para Burani Yediguéi agravio y ridículo, ¿por qué los había seguido y por qué esperaba pacientemente a que prosiguieran su camino? ¿Para qué hacía el perro todo aquello? O quizá precisamente presentía que su amo lo iba a pasar mal y por eso se había pegado a él, para estar a su lado en aquel momento. En las cabinas estaban los jóvenes tractoristas Kalibek y Zhumagali. ¿Qué decirles ahora? ¿Qué pensarían después de todo lo ocurrido?

No obstante, humillado y confuso, Yediguéi advertía claramente que una ola de indignación se levantaba en él, que la sangre circulaba ardiente y furiosamente por su corazón, y, conociéndose a sí mismo y sabiendo lo peligroso que sería para él ceder a la llamada de la ira, procuraba ahogarla con un gran esfuerzo de voluntad. No, no tenía derecho a perder el control mientras el cadáver estuviera aún en el remolque, por enterrar. No es propio de un anciano indignarse y levantar la voz. Así lo pensaba apretando los dientes y tensando los músculos de la boca para no delatar, ni con una palabra ni con un gesto, lo que estaba pasando en aquel momento.

Como Yediguéi esperaba, la conversación entre Dlínny Edilbái y el jefe de guardia giró inmediatamente del lado de la desesperanza.

–No puedo ayudarlos de ninguna manera. La entrada en el terreno de la zona está rigurosamente prohibida a toda persona ajena a ella –dijo el teniente después de escuchar a Dlínny Edilbái.

–No lo sabíamos, camarada teniente. De otro modo no habríamos venido. ¿Para qué, digo yo? Pero ahora, puesto que ya nos encontramos aquí, pídale a su jefe que nos permita enterrar a un hombre. No podemos llevárnoslo de vuelta.

–Ya he informado por conducto oficial. Y he recibido la orden de no permitir el paso a nadie bajo ningún pretexto.

–Pero ¿qué pretexto es ése, camarada teniente? –se asombró Dlínny Edilbái–. Como si nosotros hubiéramos buscado un pretexto. ¿Para qué? ¿Qué no habremos visto ya de vuestra zona? De no ser por el entierro, ¿para qué habríamos hecho todo este camino?

–Le digo una vez más, camarada forastero, que aquí no se permite la entrada a nadie.

–¿Qué significa «forastero»? –levantó de pronto la voz el yerno alcohólico, hasta entonces callado–. ¿Quién es el forastero? ¿Somos nosotros los forasteros? –dijo, al tiempo que su rostro fláccido y picado de viruela se ponía de color púrpura, y sus ojos se tornaban azulados.

–Precisamente: ¿desde cuándo somos forasteros? –le apoyó Dlínny Edilbái.

Procurando no traspasar los vagos límites de lo permitido, el yerno alcohólico no levantó la voz, comprendiendo que hablaba mal el ruso, se limitó a decir, reteniendo y corrigiendo las palabras:

–Es nuestro cementerio de Sary-Ozeki. Y nosotros, nosotros, el pueblo de Sary-Ozeki, tenemos derecho a enterrar aquí a nuestras gentes. Cuando en tiempos remotos enterraron aquí a Naiman-Ana, nadie sabía que habría una zona cerrada.

–No tengo intención de discutir con vosotros –declaró como respuesta el teniente Tansykbáyev–. Como jefe del servicio de guardia en este turno, os digo una vez más: no hay ni habrá permiso de entrada en el territorio de la zona vigilada bajo ningún motivo.

Siguió un silencio. «¡Tengo que contenerme, que no insultarle!» Forzándose a sí mismo de esta manera, Burani Yediguéi miró fugazmente al cielo y volvió a ver al milano que revoloteaba suavemente en la lejanía. Y envidió de nuevo a aquella ave fuerte y calmosa. Y decidió que no había por qué continuar probando fortuna, que tenían que marcharse, pues no iban a entrar por la fuerza. Y mirando una vez más al milano, Yediguéi dijo:

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