Ada o el ardor

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Ada o el ardor
Название: Ada o el ardor
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ada o el ardor - читать бесплатно онлайн , автор Набоков Владимир

Publicada por Nabokov al cumplir sus setenta a?os, "Ada o el ardor" supone el felic?simo apogeo de su larga y brillante carrera literaria. Al mismo tiempo que cr?nica familiar e historia de amor (incestuoso), Ada es un tratado filos?fico sobre la naturaleza del tiempo, una par?dica historia del g?nero novelesco, una novela er?tica, un canto al placer y una reivindicaci?n del Para?so entendido como algo que no hay que buscar en el m?s all?, sino en la Tierra. En esta obra, bell?sima y compleja, destaca por encima de todo la historia de los encuentros y desencuentros entre los principales protagonistas, Van Veen y Ada, los dos hermanos que, crey?ndose s?lo primos, se enamoraron pasionalmente con motivo de su encuentro adolescente en la finca familiar de Ardis (el Jard?n del Ed?n), y que ahora, con motivo del noventa y siete cumplea?os de Van, inmersos en la m?s placentera nostalgia, contemplan los distintos avatares de su amor convencidos de que la felicidad y el ?xtasis m?s ardoroso est?n al alcance de la mano de todo aquel que conserve el arte de la memoria.

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—¿Cómo es posible? —preguntó Lúcete, besando a Ada en la me— jilla en el momento en que se levanaron a la vez (y sus brazos, por detrás de la espalda, ejecutaban gestos natatorios en busca de los abrigos, que debían haber sido encerrados en algún remoto lugar del establecimiento)— ¿cómo es posible que la primera canción, Uzh gasli v komnatah ogni, y su perfume de rosas te hayan conmovido más que tu Fet favorito y esa otra del corneta?

—También Van se ha conmovido —respondió herméticamente Ada antes de rozar con los labios nuevamente pintados de rojo la más caprichosa peca de una Lucette bastante bebida.

Despreocupadamente, de un modo meramente táctil, como si acabara de conocer a aquellas dos Gracias de gestos lentos y caderas vacilantes, y mientras las dirigía hacia la salida (para recoger los abrigos de chinchilla de manos de otra numerosa cohorte solícita, injustamente, inexplicablemente impecune, que se precipitaba ante ellos), Van colocó una mano —la izquierda —en la larga espalda desnuda de Ada y la otra en la espina dorsal de Lucette, igualmente desnuda e igualmente larga (¿había pensado ésta en el sexo o en el plexo? Lapso de labios balbucientes). Despreocupadamente, destiló y degustó la primera sensación, y luego la segunda. La ensilladura de su amante era de marfil ardiente, la de Lucette suavemente vellosa y húmeda. También él había bebido lo suyo: cuatro de un total de seis botellas de champaña, menos un culito, un rizzom, como decían en Chose. Caminando tras los azulados abrigos de pieles, se olió la mano derecha, antes de ponerse los guantes.

—Oye, Veen —relinchó una voz muy cercana (no faltaban los libertinos en las cercanías)—, ¿no te harán falta las dos, ¿verdad?

Van se volvió, dispuesto a abofetear al grosero, pero éste no era sino Flora, terrible bromista y excelente imitadora. Van trató de darle un billete de banco, pero ella huyó, entre cariñosos guiños de despedida de sus brazaletes y de las estrellas de sus pechos.

Apenas habían sido devueltos a casa por Edmund (no por Edmond, quien, por razones de seguridad —conocía a Ada— había sido enviado a Kingston), cuando Ada infló las mejillas, desorbitó los ojos y corrió hacia el cuarto de baño de Van. El suyo había sido cedido a la tambaleante invitada. Van, que se encontraba en una posición geográfica algo más próxima que la de la hermana mayor, tuvo que recurrir a las modestas comodidades de una tercera vessie(pronunciación canadiente de W.C.) contigua a su habitación, a la que honró con un hermoso y prolongado chorro. Van se quitó la corbata y la chaqueta del smoking, se desabotonó el cuello de la camisa de seda y quedó un momento inmóvil, en una actitud de dura viril: más allá de su habitación y del saloncito, Ada hacía correr el agua del baño; un ritmo de guitarra recientemente oído se adaptaba al ruido del grifo, acuáticamente(una de las pocas ocasiones en que Van se acordó de ella y de las palabras perfectamente normales que dijera en su último sanatorio de Agavia).

Se pasó la lengua por los labios resecos, se aclaró la garganta y optando, finalmente, por matar dos pájaros de un tiro, se dirigió hacia el otro extremo —el extremo sur— de su apartamento, pasando por la salita y el comedero (siempre tendemos a hablar un poco al estilo Canadia cuando estamos bebidos). En la habitación de invitados encontró a Lucette, vuelta de espaldas y en plena operación de meterse por la cabeza un camisón verde pálido. Al contemplar sus caderas estrechas y desnudas, nuestro miserable libertino no pudo por menos de conmoverse ante la simetría ideal de aquellos exquisitos hoyuelos gemelos que solamente los más acabados cuerpos jóvenes poseen encima de las nalgas, en el sagrado cinturón de la belleza. ¡Oh, eran todavía más perfectos que los de Ada! Afortunadamente, ella se volvió, se alisó los rojos bucles que había descompuesto el camisón y el borde de éste cayó hasta la altura de las rodillas.

—Hazme un favor, ángel mío —dijo Van—. Ada me ha hablado de su estancierovalentino, pero ahora no me acuerdo del nombre y no me gusta contrariarla con preguntas inoportunas.

—No puedes haber olvidado lo que nunca te ha dicho —replicó la leal Lucete—. ¡Nada! No puedo jugar esa mala pasada a tu amor, que es también el mío, porque sabemos que tú eres muy capaz de dar en el blanco de esa cerradura con un tiro de pistola.

—Te lo ruego, zorrita. Te lo pagaré con un beso muy especial.

—¡Oh, Van! —dijo Lucette, con un profundo suspiro—. ¿Me prometes que no le dirás que te lo he dicho?

—Te lo prometo: no, no, no. —Van adoptó el acento ruso, mientras ella, con el abandono propio del amor irreflexivo, comenzaba a apretar su vientre contra el de él—. Nikak-s net: ni labios, ni filtro, ni punta de nariz, ni miradas ahogadas. Sólo la axila de la zorrita, sólo eso... a menos que (retrocediendo, con una expresión de incertidumbre burlona)... a menos que te la afeites.

—No. Cuando me la afeito, todavía huelo más —confesó la sincera Lucette, mientras se desnudaba dócilmente un hombro.

—¡Arriba las manos! ¡Apunten al Paraíso! ¡Terra! ¡Venus! —ordenó Van. Y, en el lapso de unos cuantos sincronizados latidos de corazón, aplicó una boca ávida a la cavidad ardiente, húmeda, peligrosa.

Lucette se dejó caer sobre una silla, apoyando la frente en una mano.

—Final del espectáculo —dijo Van—. Quiero saber el nombre de ese individuo.

—Vinelander —dijo Lucette.

Van oyó la voz de Ada Vinelander que reclamaba sus chinelas (las cuales, lo mismo que en el principado de Cordulenka, él encontraba difícil distinguir del calzado de baile), y, un minuto más tarde, sin la menor interrupción en la tensión reinante, Van se encontró, en un sueño ebrio, haciendo violentamente el amor con Rosa —no, con Ada, pero en estilo rosáceo, sobre una especie de cómoda baja. Ada se quejaba de que le hacía daño «como un tigre turco». Él se metió en la cama y estaba a punto de dormirse cuando Ada se alejó de su lado. ¿A dónde iba? Lucette quería ver el álbum.

—Vuelvo en un rocecito (jerga de colegiala tribádica), no te duermas —le dijo—. A propósito, a partir de ahora, y hasta nueva orden, va a ser Chère-amie-fait-morata(juego de palabras, a base de los nombres genérico y específico de la célebre mosca).

—Pero nada de Vorschmackssáficos —gruñó Van, con la cara hundida en la almohada.

—¡Oh, Van! —protestó Ada, volviéndose y sacudiendo la cabeza, con una mano puesta en el picaporte de la puerta, al extremo de una interminable habitación—. ¡Ya hemos hablado tantas veces de eso! Tú mismo reconoces que sólo soy «una pálida chica salvaje con pelo de gitana», como en la balada inmortal, en un nuli-verso, en el «mundo maculado» de Rattner, ese mundo que no tiene otra ley que la de la variación fortuita. No puedes exigir —continuó, en algún lugar de las dos mejillas de la almohada de Van (porque ya hacía tiempo que Ada había desaparecido con su álbum rojo sangre)—, no puedes exigir pudor a una impúdica. Pero ya sabes que yo sólo amo de verdad a los varones, y, para mi desgracia, a uno solo de ellos.

Siempre había algo de color, algo impresionista, pero también infantil, en las alusiones de Ada a sus asuntos carnales, algo que recordaba la pintura engañosa, o los pequeños laberintos de cristal con bolitas dentro, o el tiro de pichón de Ardis —¿te acuerdas?—, que lanzaba pichones de arcilla, o pinas, como en un tiro al plato, o al cockamarooinglés (el biksruso), que se jugaba con una pequeña coleta en el tapete verde de una mesa oblonga con agujeros y aros, campanillas y clavijas, entre los cuales zigzagueaba la bolita de marfil, del tamaño de una pelota de ping-pong, con sonoros choques.

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