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Anna Karenina

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Anna Karenina
Название: Anna Karenina
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Anna Karenina читать книгу онлайн

Anna Karenina - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

La sola mencion del nombre de Anna Karenina sugiere inmediatamente dos grandes temas de la novela decimononica: pasion y adulterio. Pero, si bien es cierto que la novela, como decia Nabokov, «es una de las mas grandes historias de amor de la literatura universal», baste recordar su celeberrimo comienzo para comprender que va mucho mas alla: «Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo». Anna Karenina, que Tolstoi empezo a escribir en 1873 (pensando titularla Dos familias) y no veria publicada en forma de libro hasta 1878, es una exhaustiva disquisicion sobre la institucion familiar y, quiza ante todo, como dice Victor Gallego (autor de esta nueva traduccion), «una fabula sobre la busqueda de la felicidad». La idea de que la felicidad no consiste en la satisfaccion de los deseos preside la detallada descripcion de una galeria esplendida de personajes que conocen la incertidumbre y la decepcion, el vertigo y el tedio, los mayores placeres y las mas tristes miserias. «?Que artista y que psicologo!», exclamo Flaubert al leerla. «No vacilo en afirmar que es la mayor novela social de todos los tiempos», dijo Thomas Mann. Dostoievski, contemporaneo de Tolstoi, la califico de «obra de arte perfecta».

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—Pero Europa no está satisfecha de esas formas.

—No está satisfecha y busca otras nuevas. Probablemente las encontrará.

—A eso es a lo que me refiero yo —respondió Levin—. ¿Por qué no podemos buscarlas nosotros por nuestra cuenta?

—Porque sería como inventar nuevos procedimientos para construir ferrocarriles. Esos procedimientos ya se han inventado y están al alcance de cualquiera.

—Pero ¿y si esos procedimientos no nos convienen, si no son razonables? —preguntó Levin.

Y volvió a sorprender esa expresión de temor en los ojos de Sviazhski.

—Sí, ya podemos lanzar las campanas al vuelo. ¡Hemos encontrado lo que buscaba Europa! Conozco esa vieja canción, pero perdone que le diga una cosa: ¿sabe usted todo lo que se ha hecho en Europa en materia de organización laboral?

—No, apenas un poco.

—Es una cuestión que ocupa en estos momentos a las mejores cabezas del continente. Por un lado está la escuela de Schulze-Delizsch... Por otro, la más liberal de Lasalle, con su vasta literatura sobre la cuestión obrera... En cuanto a la organización de Mulhouse, ya es un hecho, como probablemente sepa usted. 61

—Algo he oído, pero no mucho.

—Lo dice sólo por decir. Seguro que conoce todo eso tan bien como yo. Naturalmente, no soy ningún profesor de sociología, pero me interesa esa cuestión. Si a usted le interesa también, debería estudiarla.

—¿Y a qué conclusión han llegado?

—Perdone...

Los propietarios se levantaron y Sviazhski, parándole los pies a Levin, que una vez más había insistido en su desagradable costumbre de querer traspasar el umbral de su inteligencia, salió a despedir a sus invitados.

 

XXVIII

Levin pasó una velada aburridísima en compañía de las señoras. Le preocupaba más que nunca la idea de que lo insatisfecho que estaba con las labores de la hacienda no era un problema exclusivo suyo, sino general en todo el país; pensaba que la posibilidad de establecer unas relaciones con los obreros que les permitieran trabajar en las mismas condiciones que aquel campesino que había conocido por el camino no era un sueño, sino una cuestión que había que resolver sin falta. Y tenía la impresión de que podía hacerse y que debía intentarse.

Después de despedirse de las señoras, no sin antes prometerles que se quedaría todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un interesante corrimiento de tierras que se había producido en un bosque del Estado, Levin, de camino a su habitación, entró en el despacho del dueño de la casa para coger unos libros sobre la cuestión obrera que le había ofrecido. El despacho era una habitación enorme, con estanterías a lo largo de las paredes y dos mesas, una maciza, de escritorio, en el centro de la pieza, y otra redonda, con los últimos números de periódicos y revistas en distintos idiomas, dispuestos en forma de estrella alrededor de la lámpara. Al lado del escritorio había un archivador, en cuyos cajones con rótulos dorados se guardaban toda clase de documentos.

Sviazhski cogió los libros y se sentó en una mecedora.

—¿Qué mira usted? —le preguntó a Levin, que se había detenido al lado de la mesa redonda y hojeaba una revista—. En ese número viene un artículo muy interesante —añadió, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano—. Por lo visto —prosiguió, con alegre animación— el príncipe culpable de la partición de Polonia no fue Federico. Por lo visto...

Y Sviazhski le refirió en breves palabras, con su peculiar claridad, esas nuevas revelaciones, interesantísimas y de gran importancia. A pesar de que en esos momentos a Levin le preocupaban sobre todo las cuestiones agrícolas, no pudo dejar de preguntarse, mientras le escuchaba: «¿Qué esconderá en su interior? ¿Por qué le interesará la partición de Polonia?». Cuando Sviazhski concluyó su exposición, a Levin se le escapó casi sin darse cuenta:

—Bueno, ¿y qué?

Pero no pudo sacarle nada más. Todo se reducía a ese «por lo visto». Sviazhski no le explicó, entre otras cosas porque no lo juzgó necesario, qué era lo que encontraba tan interesante en ese artículo.

—Pues yo he disfrutado mucho escuchando a ese propietario tan enfadado —dijo Levin, con un suspiro—. Es inteligente y ha dicho muchas cosas que son ciertas.

—¡Ah, por favor! Aunque no lo diga, es un partidario acérrimo del régimen de servidumbre, como todos los demás —exclamó Sviazhski.

—De quienes es usted mariscal...

—Sí, pero trato de llevarlos en sentido contrario —replicó Sviazhski, sonriendo.

—La cuestión que más me preocupa es la siguiente —dijo Levin—. Ese hombre tiene razón cuando afirma que nuestros métodos racionales no funcionan, que sólo prosperan las explotaciones de los usureros, como la de ese tipo tan callado, o las que emplean métodos primitivos. ¿Quién tiene la culpa de eso?

—Nosotros mismos, desde luego. Además, no es cierto que nuestros métodos no funcionen. La finca de Vasílchikov prospera.

—Sí, pero él tiene una fábrica...

—En cualquier caso, no entiendo qué es lo que le sorprende. Dado el grado de desarrollo tan bajo en que se encuentra el pueblo, tanto desde el punto de vista moral como material, es normal que se oponga a cualquier medida nueva. En Europa los métodos racionales funcionan porque el pueblo está educado. Eso es lo que tenemos que hacer nosotros: educar al pueblo.

—¿Y cómo hacerlo?

—Se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.

—Pero usted mismo acaba de referirse a las precarias condiciones materiales del pueblo. ¿Es que las escuelas contribuirían a mejorarlas?

—Sus palabras me recuerdan esa anécdota de un hombre que da consejos a un enfermo: «Tendría usted que tomar un purgante». «Ya lo he probado, y ha sido peor.» «Pruebe con una sanguijuela.» «Ya lo he probado, y ha sido peor.» «Pues no le queda otro remedio que rezar a Dios.» «Ya lo he probado, y ha sido peor.» Lo mismo pasa con nosotros. Yo le menciono la economía política, y usted dice que es peor. Si me refiero al socialismo, me contesta en los mismos términos. Y, si saco a colación la educación, recibo idéntica respuesta.

—¿Y en qué pueden ayudar las escuelas?

—Crearán nuevas necesidades.

—Eso es algo que jamás he podido comprender —objetó Levin, acalorándose—. ¿Cómo van a contribuir las escuelas a que mejoren las condiciones materiales del pueblo? Dice usted que las escuelas y la educación crearán nuevas necesidades. Pues tanto peor, porque los campesinos no encontrarán los medios de satisfacerlas. Aprenderán a sumar, a restar, a recitar el catecismo, pero ¿acaso va a hacer eso que mejore su situación material? La verdad es que no lo entiendo. Anteayer, a la caída de la tarde, me encontré con una mujer que llevaba un niño de pecho en brazos y le pregunté de dónde venía. «Llevé al niño a que lo viera la curandera, porque no paraba de gritar», me respondió. «¿Y qué ha hecho para curarlo?» «Lo ha puesto en la pértiga del gallinero y ha murmurado unas palabras.»

—¡Usted mismo lo dice! Para que no lleven a los niños a que los vean las curanderas se necesita... —dijo Sviazhski con una alegre sonrisa.

—¡Ah, no! —le interrumpió Levin con enfado—. En mi opinión, no hay la menor diferencia entre esos tratamientos y el remedio de las escuelas. La pobreza e incultura del pueblo es un dato tan evidente para nosotros como la enfermedad del niño para la campesina. Pero pretender acabar con esos males, la pobreza y la incultura, por medio de las escuelas me parece tan absurdo como los remedios de la curandera para sanar a ese niño. Lo que hay que hacer es acabar con las causas de esa pobreza.

—En ese particular, al menos, coincide usted con Spencer, por quien tanta antipatía siente. También él sostiene que la educación debe ser el resultado de una mejora en las condiciones de vida y los niveles de bienestar, de una mayor higiene, como dice él, y que poco importa que los campesinos sepan leer y contar...

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