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La familia de Pascual Duarte

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La familia de Pascual Duarte
Название: La familia de Pascual Duarte
Автор: Cela Camilo Jos?
Дата добавления: 16 январь 2020
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La familia de Pascual Duarte - читать бесплатно онлайн , автор Cela Camilo Jos?

La novela cuenta la vida de Pascual Duarte, desde su nacimiento en un peque?o pueblo de Badajoz, hasta su muerte – ejecutado en prisi?n. A lo largo de la historia se nos van narrando las m?s tremendas desgracias que el protagonista nunca es capaz de enderezar y que al contrario, como si se tratara de una tragedia griega, lo lleva inexorablemente de un destino desdichado a otro peor.

“La familia de Pascual Duarte” empieza y termina por unos documentos que ofrecen datos sobre su autor y tambi?n sobre el camino que el manuscrito hubo que recorrer hasta ser publicado.

En “Pascual Duarte, de limpio” el autor explica la historia y los cambios que su libro soport? de una edici?n a otra. Luego, en la “Nota del transcriptor”, ?ste advierte al lector de que la historia ofrece un modelo de conducta para no seguir. La “Carta anunciando el env?o del original” fue escrita por Pascual Duarte en la c?rcel de Badajoz; en esta, Pascual nos explica las razones y los deseos que lo llevaron a escribir sus memorias. La “Carta…” fue enviada al Se?or don Joaqu?n Barrera L?pez, amigo de don Jes?s Gonz?lez de la Riva. En la “Cl?usula del testamento ol?grafo otorgado por don Joaqu?n Barrera L?pez, qui?n por morir sin descendencia leg? sus bienes a las monjas del servicio dom?stico” don Jos? da cuenta de su voluntad en trance de muerte de dar a las llamas el manuscrito titulado "Pascual Duarte", que se encuentra en el caj?n de su escritorio, "por disolvente y contrario a las buenas costumbres".

El manuscrito de "Pascual Duarte" empieza con una dedicatoria al conde de Torremej?a, don Jes?s Gonz?lez de la Riva, "quien al irlo a rematar el autor de este escrito, le llam? Pascualillo y sonre?a".

El relato mismo viene desarrollado a lo largo de diecinueve cap?tulos. Los primeros cinco remiten a la ni?ez y a la juventud de Pascual Duarte: su pueblo y su casa (cap. 1), sus padres (2), su hermana Rosario (2-3), su hermano Mario (4-5). Al final del cap?tulo 5, al lado de la sepultura de su hermano, Pascual hace amor con Lola por la primera vez; aqu? se interrumpe la narraci?n. En el cap?tulo 6, Pascual, que se encuentra en el penal, ha pasado quince d?as sin escribir; medita sobre la muerte y hasta se imagina una familia feliz. Tras esta pausa reflexiva el relato contin?a por seis cap?tulos a lo largo de los cuales Pascual, sin dejar de ser hijo y hermano, se nos presenta tambi?n como novio, esposo y padre, cas?ndose con Lola (7). Su luna de miel tiene un final sangriento (8): Lola aborta su primer hijo (9). El segundo hijo muere a los once meses de “un mal aire traidor” (10). Su madre, mujer y hermana lamentan interminablemente la muerte de Pascualillo (11). La mujer y la madre abruman a Pascual con insoportables reproches (12). Sigue una nueva pausa reflexiva: el condenado a muerte ha pasado treinta d?as sin escribir. De nuevo, medita. Ha confesado con el capell?n de la c?rcel y desea seguir escribiendo esta otra confesi?n que tanto alivio le trae (cap. 13). La narraci?n contin?a. Pascual huye de su familia a Madrid; luego se va a la Coru?a, donde har? todo tipo de trabajo (14). Al regresar, al cabo de dos a?os, su esposa le confesa que se hab?a entregado a "El Estirao", rufi?n de su hermana Rosario. Lola se muere despu?s de confesar su pecado (15) y ?l mata a su enemigo cuando ?ste viene a llevarse a Rosario (16). Pasados tres a?os en el penal de Chinchilla, se ve puesto en libertad por su buena conducta y retorna a su casa (17). Rosario ha buscado a Pascual una novia, Esperanza (18), con la cual Pascual se casa. Sin embargo, no puede ser feliz ni siquiera ahora, ya que su madre le hace imposible la vida y ?l la asesina (19).

Al final hay otra Nota del transcriptor en la que ?ste supone que Pascual permaneci? en Chinchilla hasta 1935 ? 1936. Tambi?n dice que no ha podido averiguar nada acerca de su actuaci?n durante los quince d?as de revoluci?n que pasaron sobre su pueblo, salvo que asesin? a don Jes?s por motivos ignorados. Una carta del capell?n de la c?rcel de Badajoz y otra de un guardia civil dan sendas versiones de la ejecuci?n de Pascual y de su conducta en aquel momento: conducta ejemplarmente cristiana, seg?n el sacerdote, y cobarde en extremo, seg?n el gendarme.

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He parado algún tiempo de escribir; quizás hayan sido veinte minutos, quizás una hora, quizás dos… Por el sendero -¡qué bien se veían desde mi ventana!- cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban. Eran dos hombres, una mujer y un niño; parecían contentos andando por el sendero. Los hombres tendrían treinta años cada uno; la mujer algo menos; el niño no pasaría de los seis. Iba descalzo, triscando como las cabras alrededor de las matas, vestido con una camisolina que le dejaba el vientre al aire. Trotaba unos pasitos adelante, se paraba, tiraba alguna piedra al pájaro que pasaba… No se parecía en nada, y sin embargo, ¡cómo me recordaba a mi hermano Mario!

La mujer debía ser la madre, tenía la color morena, como todas, y una alegría en todo el cuerpo que mismo uno se sentía feliz al mirar para ella. Bien distinta era de mi madre y sin embargo, ¿por qué sería que tanto me la recordaba?

Usted me perdonará, pero no puedo seguir. Muy poco me falta para llorar… Usted sabe, tan bien como yo, que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera.

Voy a continuar con mi relato; triste es, bien lo sé, pero más triste todavía me parecen estas filosofías, para las que no está hecho mi corazón: esa máquina que fabrica la sangre que alguna puñalada ha de verter…

VII

M is relaciones con Lola siguieron por los derroteros que a usted no se le ocultarán, y al andar de los tiempos y aún no muy pasados los cinco meses del entierro del hermano muerto me vi sorprendido -ya ve lo que son las cosas- con la noticia que menos debiera haberme sorprendido.

Fue el día de san Carlos, en el mes de noviembre. Yo había ido a casa de Lola, como todos los días desde meses atrás; su madre, como siempre, se levantó y se marchó. A mi novia la encontré un poco pálida y como rara, después me di cuenta; parecía como si hubiera llorado, como si la agobiase una pena profunda. La conversación -que nunca entre los dos había sido demasiado corrida- se espantaba aquel día a nuestra voz, como los grillos a las pisadas, o como las perdices al canto del caminante; cada intento que hacía para hablar tropezaba al salirme en la garganta, que se quedaba tan seca como un muro.

– Pues no hables si no quieres.

– ¡Sí, quiero!

– Pues habla. ¿Yo te lo impido?

– ¡Pascual!

– ¡Qué!

– ¿Sabes una cosa?

– No.

– ¿Y no te la figuras?

– No.

Ahora me da risa de pensar que tardara tanto tiempo en caer. -¡Pascual!

– ¡Qué!

– ¡Estoy preñada!

Al principio no me enteré. Me quedé como aplastado, tan ajeno estaba a la novedad; jamás había pensado que aquello que me decían, que aquello que era tan natural, pudiera suceder. No sé en qué estaría pensando.

La sangre me calentaba las orejas, que se me pusieron rojas como brasas; los ojos me escocían como si tuvieran jabón…

Quizás llegaran a pasar lo menos diez minutos de un silencio de muerte. El corazón se me notaba por las sienes, con sus golpes cortados como los de un reló; tardé algún tiempo en notarlo.

La respiración de Lola parecía como que pasara por una flauta.

– ¿Que estás preñada?

– ¡Sí!

Lola se echó a llorar. A mí no se me ocurría nada para consolarla.

– No seas tonta. Unos se mueren…, otros nacen…

Quizás quiera Dios librarme de alguna pena en los infiernos por lo tierno que aquella tarde me sentí.

– ¿Pues qué tiene de particular? También tu madre lo estuvo antes de parirte…, y la mía también…

Hacía unos esfuerzos inauditos por decir algo. Había notado un cambio en Lola; parecía como que la hubieran vuelto del revés.

– Es lo que pasa siempre, ya se sabe. ¡No tienes por qué apurarte!

Yo miraba para el vientre de Lola; no se le notaba nada. Estaba hermosa como pocas veces, con la color perdida y la madeja de pelo revuelta.

Me acerqué hasta ella y la besé en la mejilla; estaba fría como una muerta. Lola se dejaba besar con una sonrisa en la boca que mismo parecía la sonrisa de una mártir de los tiempos antiguos.

– ¿Estás contenta?

– ¡Sí! ¡Muy contenta!

Lola me habló sin sonreír.

– ¿Me quieres…, así?

– Sí, Lola…, así.

Era verdad. En aquellos momentos era así como la quería: joven y con hijo en el vientre; con un hijo mío, a quien -por entonces- me hacía la ilusión de educar y de hacer de él un hombre de provecho.

– Nos vamos a casar, Lola; hay que arreglar los papeles. Esto no puede quedar así…

– No.

La voz de Lola parecía como un suspiro.

Y le quiero demostrar a tu madre que sé cumplir como un hombre.

– Ya lo sabe…

– ¡No lo sabe! Cuando se me ocurrió marcharme era ya noche cerrada.

– Llama a tu madre.

– ¿A mi madre?

– Sí.

– ¿Para qué?

– Para decírselo.

– Ya lo sabe.

– Lo sabrá… ¡Pero quiero decírselo yo!

Lola se puso de pie -¡qué alta era!- y salió. Al pasar el quicio de la cocina me gustó más que nunca.

La madre entró al poco rato:

– ¿Qué quieres?

– Ya lo ve usted.

– ¿Has visto cómo la has dejado?

– Bien la dejé.

– ¿Bien?

– Sí. ¡Bien! ¿O es que no tiene edad?

La madre callaba; yo nunca creí verla tan mansa.

– Quería hablarla a usted.

– ¿De qué?

– De su hija. Me voy a casar con ella.

– Es lo menos. ¿Estás decidido del todo?

– Sí que lo estoy.

– ¿Y lo has pensado bien?

– Sí; muy bien.

– ¿En tan poco tiempo?

– Tiempo hubo sobrado.

– Pues espera; la voy a llamar.

La vieja salió y tardó mucho tiempo en venir; estarían forcejeando. Cuando volvió traía a Lola de la mano.

– Mira; que se quiere casar. ¿Te quieres casar tú?

– Sí.

– Bueno, bueno… Pascual es un buen muchacho, ya sabía yo lo que había de hacer… Andar, ¡datos un beso!

– Ya nos lo hemos dado.

– Pues daros otro. Andar, que yo os vea.

Me acerqué a la muchacha y la besé; la besé intensamente, con todas mis fuerzas, muy apretada contra mis hombros, sin importarme para nada la presencia de la madre. Sin embargo, aquel primer beso con permiso me supo a poco, a mucho menos que aquellos primeros del cementerio que tan lejanos parecían.

– ¿Me puedo quedar?

– Sí, quédate.

– No, Pascual, no te quedes; todavía no te quedes.

– Sí, hija, sí, que se quede. ¿No va a ser tu marido?

Me quedé y pasé la noche con ella.

Al día siguiente, muy de mañana, me acerqué hasta la parroquial; entré en la sacristía. Allí estaba don Manuel preparándose para decir la misa, esa misa que decía para don Jesús, para el ama y para dos o tres viejas más. Al verme llegar se quedó como sorprendido.

– ¿Y tú por aquí?

– Pues ya ve usted, don Manuel, a hablar con usted venía.

– ¿Muy largo?

– Sí, señor.

– ¿Puedes esperar a que diga la misa?

– Sí, señor. Prisa no tengo.

– Pues espérame, entonces.

Don Manuel abrió la puerta de la sacristía y me señaló un banco de la iglesia, un banco como el de todas las iglesias, de madera sin pintar, duro y frío como la piedra, pero en los que tan hermosos ratos se pasan algunas veces.

– Siéntate allí. Cuando veas que don Jesús se arrodilla, te arrodillas tú; cuando veas que don Jesús se levanta, te levantas tú; cuando veas que don Jesús se sienta, te sientas tú también…

– Sí, señor.

La misa duró, como todas, sobre la media hora, pero aquella media hora se me pasó en un vuelo.

Cuando acabó, me volví a la sacristía. Allí estaba don Manuel desvistiéndose.

– Tú dirás.

– Pues ya ve usted… Me querría casar.

– Me parece muy bien, hijo, me parece muy bien; para eso ha creado Dios a los hombres y a las mujeres, para la perpetuación de la especie humana.

– Sí, señor.

– Bien, bien. ¿Y con quién? ¿Con la Lola?

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