La noche de la tempestad
La noche de la tempestad читать книгу онлайн
1616, William Shakespeare, el autor m?s importante de Inglaterra, acaba de fallecer?
En apariencia, todo resulta normal cuando sus familiares y amigos son citados para la lectura de la ?ltima voluntad del escritor. Sin embargo, las disposiciones contenidas en el testamento desaf?an toda l?gica. ?Qu? ha impulsado a Shakespeare a dejar a su esposa tan solo su?segunda mejor cama? ?Por qu? una de sus hijas recibe solamente un taz?n? ?Qu? le ha movido, por el contrario, a nombrar a otra de ellas heredera de todos sus bienes? ?Qu? l?gica- si es que la hay- se oculta tras ese absurdo testamento? Partiendo de este punto de arranque rigurosamente hist?rico, la noche de la tempestad nos lleva, a trav?s de unas horas de literatura y magia, a recorrer la vida de Shakespeare descubriendo una clave oculta para la lectura de sus obras y para la comprensi?n de un testamento que constitu?a la consumaci?n de su existencia.
Construida a partir de un profundo conocimiento de la ?poca y los textos de Shakespeare, la noche de la tempestad,es una novela enigm?tica y subyugante que, de manera sutil y misteriosa, nos permite sumergirnos en las pasiones eternas del ser humano, de la amor a los celos, de la venganza a la ira, del rencor a la codicia, abri?ndonos as? la puerta al amor ya alo sobrenatural, como realidades extraordinariamente cercanas a nosotros. Un nuevo relato garantizado por la atrayente maestr?a narrativa de C?sar Vidal.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
VII
Él persigue el honor y yo, el amor. Él deja a sus amigos para proporcionarles una dignidad mayor y yo me dejo a mí mismo, a mis amigos y todo, por amor. Tú, tú me has cambiado. Por ti he descuidado los estudios, he perdido el tiempo, no me he ocupado de la correcta razón, he considerado que el mundo no valía nada. Has debilitado mi inteligencia con fantasías y has logrado que mi corazón enfermara pensando.
los dos hidalgos de verona, I, 1
Guardé silencio mientras veía cómo los ojos del hombre del traje verde se colmaban de una agüilla brillante. Llevaba ya un rato en aquella habitación sumida en la penumbra, y mis pupilas, ya acostumbradas a la oscuridad, podían distinguir los perfiles de los objetos. Un aparador modesto que servía de asiento, otra silla más apoyada contra el muro, una alacena baja… y el sombrero amarillo de la pluma roja. O no era un hombre dado a lujos o, decididamente, no se los podía permitir. Quizá eso explicara que mi padre le hubiera dejado dinero para comprarse una sortija.
– Anne era muy joven -dijo mientras se secaba los ojos con el dorso de la mano- pero vuestro padre no estaba dispuesto a dejarla escapar. Era como si el amor se hubiera apoderado de su ser de la misma manera que la semilla se aferra, amorosa y terca, a la tierra hasta que consigue germinar. No pasó un solo día, ni uno solo, sin que soñara con tenerla entre sus brazos, con dormir con ella cada noche, con cubrirla de besos…
Me sentí incómoda al escuchar aquellas palabras. No es que pensara que pudiera enseñarme nada aquel hombre -a fin de cuentas yo era una mujer casada- pero me desagradaban profundamente aquellas referencias a la intimidad y más si estaban relacionadas con mis padres.
– Creo que… -intenté protestar.
– Pero vuestro padre era un hombre honrado y estaba más que convencido ce que vuestra madre era además de virgen, decente -me interrumpió-. Por eso fue a ver a vuestro abuelo.
– Para pedirle la mano de mi madre, imagino -apostillé con maliciosa ironía.
– Por supuesto -respondió sonriendo como si no se hubiera percatado del tono de mis palabras- ¡Ah! Le temblaban las piernas mientras se dirigía a la casa de Anne. Deberías haberlo visto en esos momentos… ¡Ah! Tuvo que interrumpir su camino una y otra vez para tranquilizarse. Incluso se detuvo en la iglesia del pueblo para implorar al Todopoderoso que le socorriera en aquel menester y que, sobre todo, aquella mujer fuera la que tenía destinada para él.
Sin duda, aquel hombre pretendía despertar simpatía y ternura en mi corazón, pero, al escuchar aquellas palabras, no pude dejar de pensar que si mi padre se había comportado así había desperdiciado sus oraciones. Con todo, inmediatamente arrojé de mi corazón aquella reflexión impía. Sin duda, se había comportado correctamente al suplicar ayuda a Dios, aunque el resultado, al fin y a la postre, no hubiera sido próspero.
– Y así, muerto de miedo, el bueno de Will se presentó ante tu abuelo materno.
VIII
Cómo? ¿Se ha ido sin pronunciar una sola palabra? Sí. Así es como debería actuar el amor que es veraz. No habla porque la verdad se ve más ensalzada por los hechos que por las palabras.
los dos hidalgos de verona, II, 2
– «Mi hija es muy joven», le dijo tu abuelo con voz severa cuando compareció ante él. «Apenas tiene catorce años y no conoce el mundo.»
– Era verdad -pensé en voz alta.
– Pero -prosiguió como si no me hubiera escuchado el hombre del traje verde- tu padre, el bueno de Will, no estaba dispuesto a ceder. Insistió, le habló de cómo trabajaría por ella, de cómo se esforzaría por ella, de cómo se dejaría el corazón, el alma y la vida por ella.
– Y con su labia convenció a mi abuelo… -dije con un cierto tono de reproche, no pudiendo evitar que me molestara el que hubiera conseguido su objetivo.
– La verdad es que nunca he estado seguro de ello. Lo más probable es que sólo lo persuadiera a medias -respondió el actor-. Desde luego, la idea de dejar marchar a su hija no le convencía. Escuchó, refunfuñó, dejó escapar alguna palabra de desacuerdo, pero al final, lo miró fijamente, le puso una mano en el hombro y le dijo: «Dejemos pasar un par de veranos, para que la flor salga del botón, se abra y muestre su lozanía. Entonces la niña ya será mujer y podremos pensar en su boda». ¿Qué os parece?
– No da la sensación de que fuera una respuesta alentadora -reconocí.
– Es que no lo fue -concedió-, y Will lo comprendió así, pero el amor que sentía por Anne era tan grande, le oprimía de tal manera el corazón, le quemaba con tanto ardor que siguió insistiendo. Tanto la quería que estaba dispuesto a esperar dos años para contraer matrimonio, pero, eso sí, deseaba tener la seguridad de que, durante ese tiempo, vuestro abuelo rechazaría comprometerla con otro galán.
– Y acabó convenciéndolo…
– Mucho más que eso. Logró que el hombre se sincerara con él. Nadie sabe cómo lo consiguió, pero terminó confesándole que vuestra madre era la última alegría de su casa, la luz de su hogar, su hija querida… Pero, al fin y a la postre, sin embargo, le otorgó permiso para cortejarla y conseguir su afecto.
– Tuvo éxito entonces…
– No del todo. Se trataba de una concesión sometida a condiciones.
– ¿Qué condiciones? -indagué.
– Vuestro abuelo le dijo: «Mi consentimiento depende de su elección. Sólo si os distingue y os acepta, os otorgaré su mano con el mayor placer». En otras palabras, vuestra madre sería la que tendría la última palabra. Y entonces, provisto con esa promesa, Will, el joven y enamorado Will, abandonó la casa de vuestro abuelo.
– No termino de ver qué tiene de particular todo esto… -comenté molesta.
Por primera vez desde que se había iniciado aquel relato singular del cortejo me pareció distinguir en la cara de mi interlocutor algo parecido a una sonrisa. Sin embargo, resultó tan fugaz que hubiera podido atribuirse al reflejo del jugueteo de las llamas en el hogar o a una simple mueca. Además, ¿por qué iba a sonreír?
– Las cosas no fueron como Will pensaba -prosiguió el actor-. Quería a Anne y, por supuesto, estaba más que dispuesto a esperar a la boda para desatar el nudo virginal, pero el tiempo se fue dilatando insoportablemente… A cada nuevo encuentro, en cada cita, se sentía más y más… ¿cómo lo diría yo? Abrasado. Sí, creo que ése es el término que utiliza el apóstol Pablo. No divaguemos y digamos las cosas como son. Antes de unirse ante Dios, Anne se entregó a Will.
– No estoy dispuesta… -traté de interrumpirle indignada.
– Mistress Hall -cortó con suavidad mi protesta-. Sabéis de sobra que vinisteis a este mundo cuando vuestros padres apenas llevaban casados medio año…
Respiró hondo y lanzó un suspiro. Se trató de un suspiro prolongado y profundo, como si de esa manera hubiera podido arrancar de su corazón un pesar que sólo él conocía.
– No sé cómo… -comencé a decir, pero no me dejó concluir la frase.
– ¿Me quieres? -dijo el hombre de traje verde e inmediatamente añadió-: Sé que vas a decir que sí y estoy dispuesta a cogerte la palabra… no jures, te lo suplico, porque un día podrías faltar a tu juramento y dicen que Dios castiga al que es perjuro en cuestión de amores. Si amas a otra, dímelo con sinceridad, y si piensas que entrego mi corazón con demasiada facilidad, dímelo también. Siento el mostrarte tanto amor porque quizá puedes pensar que mi conducta es demasiado ligera. Perdóname y no atribuyas mi amor a la ligereza de mi corazón.
Me quedé sin palabras al escuchar aquellas frases. ¿Qué quería decir aquel hombre extraño? Se acababa de expresar como si fuera una mujer, una hembra enamorada que se encuentra desgarrada entre el deseo de entregarse y el temor a las consecuencias terribles de esa acción. ¿Acaso… acaso era eso lo que mi madre le había dicho a mi padre antes de entregarse a él? ¿Habían sido esas sus palabras? ¿Se había manifestado tan amorosa y tímida? Ciertamente, no lo sabía pero cuanto más lo pensaba, más me parecía que aquellas palabras sonaban como la voz de una joven que ha decidido regalar su virginidad al muchacho que la atrae, pero que antes se siente abrumada por un fuego cruzado de temores, el de no pasar de ser una más, el de verse abandonada, el de convertirse en objeto de malas interpretaciones, de esas interpretaciones malignas que desgarran cruelmente la reputación de una mujer de manera más nefasta que su doncellez perdida.