El nombre de los nuestros
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El nombre de los nuestros es la historia de una tr?gica equivocaci?n: la de la pol?tica colonial de Espa?a en el protectorado de Marruecos. La novela se inspira, advierte el autor, "en los avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados espa?oles […] que defend?an las posiciones avanzadas de Sidi Dris, Talilit y Afrau, en Marruecos". Dos soldados de leva, Andreu -un anarquista barcelon?s- y Amador -un madrile?o empleado de seguros, adscrito a la UGT-, y el sargento Molina, con la colaboraci?n de Hadd?, un singular polic?a ind?gena, protagonizan un relato en el que se describen, no ya los horrores de la guerra, sino el horror del hombre ante un destino irracionalmente impuesto por eso que llaman «raz?n de Estado».
Ante ellos, la harka, el conjunto de tropas irregulares marroqu?es que el torpe mando militar espa?ol menosprecia desde sus despachos. Un enemigo invisible en un paraje en el que aparentemente no sucede nada, pero que se prepara l?gubre e inexorablemente para la masacre. El nombre de los nuestros se plantea como la novela ?pica de unos personajes condenados al hero?smo, aunque no crean en ?l o a sabiendas de su inutilidad. Ampar?ndose en la cr?nica de unos hechos que a?n hoy no gusta recordar, Lorenzo Silva construye la par?bola desmitificadora de los restos de un imperio de cart?n piedra, y nos engancha magistralmente a unos personajes de carne y hueso: responsables, imperfectos, reconocibles, carne de ca??n…
La ?pica de unos personajes condenados al hero?smo en una magistral novela sobre eso que se llama «raz?n de Estado».
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2 Afrau
La tarde caía a plomo sobre la posición de Afrau. Aunque sólo estaban a principios de junio, el calor ya resultaba insoportable. El sargento Molina, que iniciaba su quinto verano en África, sabía bien lo que podía llegar a pesar aquel solazo inclemente. Algunos ilusos recién llegados habían concebido esperanzas durante el invierno, mientras sufrían un tiempo constantemente lluvioso y el azote de un viento que atravesaba como cuchillo.
– Pues no hace tanto calor, en África -decían.
– En África, o al menos en esta parte, hace de todo lo que jode -los desengañaba Molina-. Calor en verano y frío en invierno.
Molina estaba sentado a la puerta de la tienda, tomando un té moruno con otro sargento. Era Haddú, un musulmán de la sección de caballería de la policía indígena. Habían hecho migas durante la ofensiva de diciembre, y aunque ahora estaban destinados en lugares distintos, Molina en Afrau y Haddú en una posición próxima, el musulmán cogía siempre que podía su caballo y recorría varios kilómetros de malísimos caminos para ir a ver a su amigo. No hablaban demasiado, a veces sólo se quedaban mirando el mar quieto que se extendía frente a la posición de Afrau. Molina agradecía estar en aquella posición y no en alguna de las interiores. El mar, a él que era hombre de tierra adentro, no dejaba de provocarle una extraña fascinación.
Esa tarde, sin embargo, Haddú traía graves noticias. Tres días atrás, un fogoso comandante, al parecer siguiendo órdenes del Comandante General, había cruzado con una columna de mil y pico hombres el río donde llevaba un par de meses estabilizado el frente. Habían tomado una cota presuntamente estratégica y sobre ella habían establecido una posición en la que habían dejado una batería y unos trescientos elementos de tropa indígena al mando de oficiales europeos. Haddú había participado en la operación, pero para su bien no se había quedado en la posición recién conquistada.
El enemigo había empezado a hostilizar el nuevo reducto apenas media hora después de que la columna se retirase hacia el campamento general. Muchos policías indígenas habían saltado el parapeto para unirse a los agresores. Al cabo de unas pocas horas, los moros hostiles habían aniquilado a los policías que habían permanecido leales, habían liquidado a los artilleros y oficiales europeos y se habían apoderado de todas las armas y de los cañones. Envalentonados por la hazaña, se habían trasladado al amparo de la noche hasta Sidi Dris, la posición más avanzada de la costa, junto a la desembocadura del río. Al amanecer habían desencadenado su ataque, que habían prolongado durante todo el día. Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que los moros se atrevían a hacer algo así, atacar de frente una posición importante y mantenerla cercada durante horas. Parecía que las tribus que había entre el río y la bahía habían conseguido formar una harka, es decir, un ejército de irregulares dispuestos a enfrentarse al invasor. Aquello se rumoreaba desde hacía tiempo, aunque los oficiales se negaban a admitirlo. Para ellos no se trataba más que de los grupos de revoltosos que siempre surgían aquí y allá, con la intención principal de extorsionar a los moros de otra tribu o de otro poblado. Pero Haddú ya no tenía dudas al respecto:
– Moros montaña venir a cientos, Molina. Cosa fea de verdad.
Lo que a Molina le parecía especialmente feo era que muchos policías hubieran desertado a las primeras de cambio. Por lo general los policías eran gente que odiaba a los moros de las otras tribus y que llegado el caso los combatía con tanta ferocidad como nunca podría esperarse de los propios europeos. Cobraban tres pesetas, tenían autoridad y un uniforme que exhibían orgullosos entre sus paisanos. Si habían pasado por encima de todo aquello, era que la amenaza les había parecido algo más que considerable. Molina tendía a suponer que el conocimiento de la situación que tenían aquellos desertores era mucho mejor que el del mando. Los oficiales, aunque hubiera algunos que hablaban la lengua de la región y llevaban años trabajando entre los indígenas, no terminaban de comprender la mentalidad de aquella gente.
– ¿Por qué desertaron tantos, Haddú?
El sargento moro meneó la cabeza.
– Muchos venir sólo por la yamsaia. Y ésos, en cuanto la cosa ponerse mala, poco aguantar.
Molina sabía, desde luego, cuánto atraía a los moros la yamsaia (el «cinco tiros»), que era como llamaban al máuser. Y era verdad que muchos se alistaban únicamente por llevar un fusil así, mucho mejor que el rémington o incluso que el Lebel, de sólo cuatro tiros. Pero Haddú no le estaba contestando.
Quiero decir que si sabes algo más -insistió Molina.
Haddú se quedó mirando con gesto absorto la superficie brillante del mar. Parecía como si le costara decidirse. Al fin dijo, cautelosamente:
– Este año cosecha buena. Mucha lluvia en invierno, mucho sol ahora, pronto nadie necesitaros para no pasar hambre. Moros montaña estar fuertes y amenazar a los demás. Decir que el general ir demasiado lejos, que vosotros estar a punto de caer como higos del árbol. Mucho peligro, Molina.
– ¿Y tú qué piensas?
– Yo bien con vosotros. Yo sargento -declaró, señalándose los galones-, montar caballo, tener respeto. Yo estar amigo de verdad y hasta el final, porque vosotros traer orden y moros montaña sólo bandidos.
A Molina no le cabía ninguna duda de la sinceridad de Haddú. Había marchado hombro con hombro con él por los infernales caminos de herradura de la región, le había visto disparar contra los pacos, y en cierta ocasión había recibido un testimonio más contundente de su lealtad. Regresando de una descubierta, les hicieron fuego desde una loma y el mulo que montaba Molina se desbocó. El sargento se fue al suelo, con la mala fortuna de quedársele enganchado un pie en la artola. De no haber sido por Haddú, que acudió al galope con su caballo para retener al mulo, sin cuidarse de la lluvia de proyectiles que caía sobre ellos, la cabeza de Molina se habría hecho pedazos contra los pedruscos del camino. De ese día databa su firme amistad, y aquella tarde frente al mar el sargento Molina tuvo la sensación de que acababa de someterla a una prueba injusta.
Haddú se puso en pie. Si quería llegar a su campamento con buena luz, y más le valía que fuera así, debía emprender camino sin dilación. Se echó el máuser a la espalda y le tendió la mano a Molina.
– Tú tener cuidado -le pidió-.Y ojos bien abiertos.
– Tenlo tú también, Haddú.
– Hasta luego.
Molina acompañó a Haddú hasta la entrada de la posición y desde allí lo vio alejarse en su caballo blanco. Un caballo así era un orgullo para un moro, a la par que una señal de temeridad en el combate, a lo que en parte se debía ese mismo orgullo. Los moros habían nacido para luchar, era su forma de vida y no se consideraban hombres sin un arma. Los moros de las montañas, según le había contado Haddú, llegaban más allá. Para ser un hombre entre ellos, era necesario haber matado a alguien. Cuando el jinete desapareció entre los montes, Molina se fijó sin poder evitarlo en uno de los centinelas de la posición. Era un quinto de Alicante, al que él mismo había instruido un par de meses atrás. Los tres meses de instrucción, con largos tiempos muertos, no sobraban para hacer de los quintos buenos soldados. Pero el de Alicante no habría aprendido ni en un año entero. Sujetaba el máuser como quien sujetara una escoba. Frente a un diablo de la harka, estaba perdido. Sólo algunos de los reclutas que venían de los pueblos, acostumbrados a la vida dura del campo y asiduos practicantes de la caza furtiva, tenían como combatientes alguna posibilidad. Molina los identificaba en seguida, porque él mismo compartía aquellos orígenes. Los demás, del campo y de la ciudad, eran salvo contadas excepciones unos pajarillos indefensos.
Cinco años atrás, Molina había sido también un novato. Había llegado a África desde su pueblo, en los montes de Málaga, y había tenido la mala ventura de ser destinado a la compañía de voluntarios de un batallón de cazadores. Sus primeras semanas entre los temibles veteranos de la compañía de voluntarios, la unidad de choque del batallón, habían sido pavorosas. Como los demás reclutas, Molina trataba a todos de usted, incluso a los soldados, y procuraba pasar lo más desapercibido posible. Aquellos sujetos, que habían asumido el negro destino de marchar siempre en vanguardia y que habían visto la muerte de frente, no vivían más que para el día de paga. La soldada tan duramente ganada la machacaban sobre la marcha en unas timbas salvajes que duraban hasta el amanecer y que terminaban muchas veces en reyerta.
De aquel atolladero le sacó, bien que de forma un tanto insospechada, su buena puntería. Molina cazaba desde los nueve años, edad a la que su padre le había regalado el retaco con el que cobrara sus primeras piezas. Un día le habló de su afición a la caza a un teniente que había trabado conversación con él. El oficial, que también era cazador, le dejó una escopeta y tres cartuchos. Con ellos, Molina abatió tres perdices. Desde ese día, el teniente le demostró gran simpatía y dio un impulso eficaz a sus ascensos a soldado de primera y a cabo. Gracias a ellos pudo mejorar de destino, aunque nada en África era muy codiciable. Luego se hizo sargento, y cuando le llegó el momento de licenciarse, descartó de pronto sus planes de emigrar a la Argentina y decidió quedarse en la milicia.
Podía parecer una decisión insensata, pero Molina había tenido sus razones para obrar así. Sus superiores y los soldados le apreciaban, porque era íntegro y templado, dos virtudes escasas en el ejército de África. Además, Argentina estaba muy lejos, y pese a toda la cochambre, la vida de campaña no le disgustaba. Lo demostró prefiriendo irse al frente, en lugar de aceptar un cómodo destino burocrático. Un profesional, sostenía, no podía dejar que la guerra la hicieran los que venían a la fuerza. Molina distaba de sentir entusiasmo por aquella guerra, pero tenía una visión romántica del deber. Cuando le había tocado África, su tío, que era un pequeño terrateniente de algunos posibles, le había comprado un sustituto, es decir, alguien dispuesto a ocupar su plaza a cambio de una suma de dinero. Era ésta una corruptela que las leyes permitían. Pero Molina rechazó indignado el favor. Nadie iba a morir en su lugar por unas perras, le dijo a su tío.