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El Abisinio

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El Abisinio
Название: El Abisinio
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Abisinio - читать бесплатно онлайн , автор Rufin Jean-Christophe

Jean Baptiste Poncet, un joven m?dico perteneciente a la colonia francesa de El Cairo, es elegido para dirigir una misi?n cuyo objetivo es curar al Negus, m?tico soberano abisinio. La embajada es, en realidad un pretexto del monarca Luis XIV para restablecer el contacto con Abisinia, afianzando as? la presencia francesa en Oriente. Poncet, que ignora la trama urdida a sus espaldas, parte hacia ?frica en compa??a de su ac?lito Juremi, un artista y liberal franc?s, y el padre Br?vedent, jesuita que esconde una siniestra ambici?n de poder. Tras haber cumplido con su objetivo, vuelven a Versalles, donde comunican sus impresiones al Rey. Sin embargo, el recibimiento en palacio ser? muy diferente al esperado: la ideolog?a liberal de Poncet chocar? con el conservadurismo de la corte. Emocionante novela de aventuras impregnada de humor, par?bola que cuestiona el papel colonizador de Occidente, El Abisinio recibi? el premio Goncourt.

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Era un poco más de medianoche cuando se deslizó en la habitación del caballero Du Roule, que la estaba esperando.

10

El jurado de sabios que debía juzgar a Jean-Baptiste se formó poco antes del día de Año Nuevo, antes de lo que Sangray había previsto. Esto obedecía a que la prolongada presencia de aquel extranjero prisionero que suscitaba las historias más fantasiosas ya estaba resultando enojosa en Versalles. El asunto se había abordado en el Consejo, y el Rey había pedido personalmente que se agilizara. Si Poncet era un impostor, razón de más para aplicar rápidamente las sanciones, y si era el emisario del Negus, más valía poner fin a un episodio que podría considerarse vejatorio.

Los jueces eran cuatro: dos procedían de la universidad y los otros dos del clero. Los cuatro tenían fama de ser eruditos en materias arqueológicas y filosóficas, tan áridas que nadie se atrevía a poner en duda su saber. Así que en cierto modo todos se veían obligados a creer simplemente en su palabra. Era conveniente por tanto que esta palabra fuera notable, grave y que dejase caer unas gotas de hiel sobre todas aquellas opiniones no autorizadas, es decir, diferentes a las suyas.

Decir que este jurado era hostil a Poncet no sería hacer honor a la verdad. En realidad la cuestión no era ésa, pues el jurado ponía todo su empeño en complacer al Rey, y lo cierto era que Poncet le había disgustado. Además, los rumores que se habían difundido contra el supuesto viajero habían predispuesto en su contra a aquellas mentes distinguidas, que no por eso eran menos influenciables.

Jean-Baptiste se presentó nervioso a la primera sesión. Sangray le había aconsejado que no llevara su traje de algodón blanco, para que no fuera considerado como una provocación. Así pues acudió ataviado con una levita de paño corriente, sin nada en particular que le distinguiera. La confrontación se celebraba en una gran sala de la Sorbona, completamente dorada y revestida de madera. El jurado se hallaba en un estrado, los profesores llevaban toga y los curas sotana. El sospechoso estaba sentado a un nivel inferior, frente a ellos. Los guardias lo vigilaban, uno a cada lado. Entre el escaso público que se dispersaba dos hileras más atrás, Jean-Baptiste reconoció a Fléhaut, que no lo saludó, y al padre Plantain, acompañado de otros tres jesuítas, además de unos cuantos desconocidos. Como era invierno, hacía frío en la sala y los asistentes señalaban su presencia a golpes de tos.

El malestar de todo el mundo obedecía a que aquel asunto tenía la apariencia de un juicio sin serlo, pues ante todo se trataba de un experimento científico. La cuestión no era saber si Jean-Baptiste había cometido un crimen, sino si había culminado el viaje del que pretendía haber vuelto. Al mismo tiempo, aquello que habría podido ser únicamente una investigación apasionada y gratuita de la verdad, adquiría otro cariz, pues todos sabían que en el caso de ser declarado mentiroso, Jean-Baptiste sería acusado y entregado inmediatamente a la Justicia propiamente dicha, que posee otros métodos para hacer confesar a los culpables.

De modo que todo empezó bajo el sello de esta ambigüedad. El jurado rogó al «subdito» que diera su nombre, su filiación y su oficio, «si tenía la bondad», aunque por el tono del presidente resultaba inconcebible que se negara a facilitar la información.

– Me llamo Jean-Baptiste Poncet. Desconozco quiénes son mis padres. Nací en Grenoble, el 17 de junio de 1672. Hace más de tres años que me establecí en El Cairo, donde ejerzo el oficio de herborista.

El presidente miraba las hojas de papel que tenía delante, mientras un escribano hacía crujir la pluma en una esquina del estrado.

– Así que usted tiene la pretensión de haber ido hasta Abisinia…

– No es ninguna pretensión, señor presidente. Lo afirmo.

– Usted sabe que muy pocos cristianos pueden jactarse hoy de haber regresado de semejante viaje.

– Lo sé -dijo Jean-Baptiste-. Y no me jacto de ello.

– Sin embargo, usted ha llegado a sostener ese discurso ante el Rey -dijo el otro profesor, muy anciano, con la tez macilenta, que hablaba con la voz rota de una vieja maritornes.

– El Emperador de Etiopía en persona me encargó esta misión.

– Lo sabemos, lo sabemos -le interrumpió el presidente con el tono que se emplea para dar la razón a un perturbado en su delirio-,pero no vayamos a quedarnos en esas vagas intenciones. Le ruego que responda a las cuestiones precisas que vamos a formularle. Creo que el padre Juillet desea empezar.

– Señor -dijo el clérigo, un hombre bastante joven con el rostro huesudo y un pliegue profundo a cada lado de la boca-, ¿cómo se llama la ciudad donde reside el Emperador de Etiopía?

– Gondar, padre.

– ¿Cómo se escribe eso?

Poncet deletreó el nombre. A petición del cura, hizo una descripción bastante extensa de la ciudad, que los cuatro hombres escucharon mirándose de vez en cuando y con un aire socarrón.

– ¿Conoce usted a don Alvarez?

– No -contestó Jean-Baptiste tras reflexionar unos instantes-. ¿Dónde lo hubiera podido encontrar?

– Don Alvarez está muerto -dijo el presidente con una sonrisa desdeñosa-. Fue un ilustre jesuíta, un sabio eminente y auténtico que nos dejó una crónica sobre la vida de los abisinios, a su regreso de una estancia de diez años.

– Me alegraría mucho leerla -dijo Poncet.

– En efecto, haría bien -replicó el universitario de tez macilenta-. Así aprendería que la capital de Etiopía se llama Axum y no… Gondar, como usted ha dicho.

– Y sabría también -añadió el joven clérigo- que no hay otra ciudad de ese país donde sus habitantes vivan en el campo y cultiven la tierra y donde el soberano en persona se desplace de un campo a otro.

– Disculpen, pero esa crónica debe ser antigua. El país está lleno de poblaciones e incluso de ciudades. Gondar se fundó después de que se marcharan los jesuítas, pues el Emperador quería tener una corte estable y desconfiaba de la gente de Axum. En el fondo no ha hecho nada más que seguir la misma corriente que nuestros reyes de Francia. Desde los tiempos de Francisco I, la corte ha cambiado siempre de residencia, se estableció en París y después en Versalles. Un mensajero que hubiera regresado de Francia diez años atrás, nunca le hubiera hablado de esta última ciudad.

– Sus explicaciones son interesantes -dijo el universitario-. Todo se entiende mejor ahora pues se ha apoyado en la historia de nuestro país para construir la imagen ideal de aquel donde presume haber estado.

Jean-Baptiste hizo un amago de protesta, pero el presidente zanjó el desacuerdo y lanzó al aire otra cuestión. Por este breve diálogo podemos hacernos una idea del tono y las intenciones de la vista. Es inútil dar más detalles, sobre todo porque el interrogatorio se prolongó más de dos horas.

Al caer la noche, el sospechoso volvió a casa con sus dos guardias. Sangray le esperaba impaciente con un capón procedente de Le Beau Noir humeando en la mesa.

– ¿Y bien? -preguntó el consejero.

– No se creen una palabra de lo que les digo. Toda su ciencia es la de los jesuitas que abandonaron el país hace sesenta años. Con el pretexto de que escribieron que nada ha cambiado en Etiopía desde los tiempos de la Reina de Saba, esos necios piensan que medio siglo no es nada y toda noción que no esté en sus libros les parece una fábula.

Jcan-Baptiste hizo a su amigo un resumen de la sesión.

– También me preguntaron si conocía la religión de los abisinios. Les dije que allí no oí nada al respecto. Uno de ellos me preguntó: «Según los sacerdotes de aquel pueblo, ¿cuántas naturalezas hay en Cristo?» Yo le dije que allí me habían planteado la cuestión exactamente en los mismos términos. «Si eso es exacto y si respondió conforme a nuestra religión, me objetó el presidente, le habrían tenido que dar muerte.» «No, repliqué, no di una respuesta concreta por una razón muy sencilla: porque no conocía la respuesta. Confesé mi flaqueza en teología y pedí que me excusaran. Mi ignorancia, allí, me salvó. Y sería muy extraño que aquí me condenaran por lo mismo.»

– ¡Muy bien, excelente! Ha peleado usted como un león -dijo Sangray.

– Como un león en el fondo de un foso al que le lanzan picas envenenadas desde cualquier parte. ¿Sabe que dudan también de la sinceridad de Murad… arguyendo que su nombre no es abisinio sino turco? ¡Desde luego que es armenio! «Así que es armenio y que el Negus lo emplea en calidad de diplomático -me objetó aquel cura mentecato-. ¿Desde cuando se escogen a los embajadores en las naciones enemigas?» Yo intenté explicárselo, pero no quiso oír ninguno de mis argumentos.

– No debe desesperarse -dijo Sangray-, con esa gente hay que resistir. Lo importante es que obtenga un tallo moderado, aunque sea desfavorable. En la retaguardia estamos trabajando para usted. A pesar de todo, tengo una buena noticia que darle: el duque de Chartres se ha prestado de buen grado a leer el manuscrito de los recuerdos que me confió hace tres días. A principios de la próxima semana tendré noticias al respecto. Tiene poca influencia sobre el Rey, pero es un hombre que posee el don de encender grandes incendios por una causa.

– Me parece que la hoguera arde ya con un hermoso fuego -dijo Jean-Baptiste con un tono lleno de amargura.

El día siguiente era un domingo. El interrogatorio debía retomarse el miércoles, y Sangray fue a ver a Jean-Baptiste a las diez.

– Ya sabe qué poco me gusta influir en las conciencias -dijo en voz baja-. Pero seguramente sus dos ángeles de la guardia hacen un informe sobre usted que tendrá su peso. Su presencia en mi casa es contraproducente. Y si además no va usted a la iglesia…

Jean-Baptiste se aplicó el consejo y llevó a sus vigilantes al oficio de las once en San Eustaquio. Conocía muy poco la liturgia para oír algo más que no fuera el dulce murmullo, realzado por los cánticos y por la belleza de las bóvedas malvas bañadas en la tenue luz de diciembre. Aquel ambiente lo sumió en un ensueño que le devolvió a la infancia. Pensó en su madre, a quien aseguraba no haber conocido, aunque en realidad era una sirvienta pobre a quienes sus señores no habían permitido criar a su bastardo. Nunca supo de quién era bastardo. Pero el niño que ignora su filiación vuelve siempre su mirada hacia el castillo; se imagina descender de un rey o de un duque antes que de un miserable; y en el caso de que fuera un desgraciado, habría de ser el más terrible de todos, el príncipe de los matones, el más generoso, el más invencible de los bandidos de honor. Jean-Baptiste no sabía realmente qué debía ver detrás de esas palabras que empezaban por «Padre nuestro que estás en los cielos…». Le proponían pensar en un Ser único a él, que había imaginado tantos personajes y que los había cambiado tan a menudo, a capricho de su imaginación. Pero para los niños sin padre, los cielos están vacíos, o demasiado llenos, que viene a ser lo mismo.

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