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Ines Del Alma M?a

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Ines Del Alma M?a
Название: Ines Del Alma M?a
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ines Del Alma M?a - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

Nacida en Espa?a, y proveniente de una familia pobre, In?s Su?rez sobrevive a diario trabajando como costurera. Es el siglo diecis?is, y la conquista de Am?rica est? apenas comenzando. Cuando un d?a el esposo de In?s desaparece rumbo al Nuevo Mundo, ella aprovecha para partir en busca de ?l y escapar de la vida claustrof?bica que lleva en su tierra natal. Tras el accidentado viaje que la lleva hasta Per?, In?s se entera de que su esposo ha muerto en una batalla. Sin embargo, muy pronto da inicio a una apasionada relaci?n amorosa con el hombre que cambiar? su vida por completo: Pedro de Validivia, el valiente h?roe de guerra y mariscal de Francisco Pizarro.

Valdivia sue?a con triunfar donde otros espa?oles han fracasado, llevando a cabo la conquista de Chile. Aunque se dice que en aquellas tierras no hay oro y que los guerreros son feroces, esto inspira a Valdivia aun m?s ya que lo que busca es el honor y la gloria. Juntos, los dos amantes fundar?n la ciudad de Santiago y librar?n una guerra sangrienta contra los ind?genas chilenos en una lucha que cambiar? sus vidas para siempre.

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Marina entró a su condición de casada con las mejores intenciones, pero era demasiado joven, y ese marido de temperamento sobrio y estudioso la asustaba. No tenían de qué hablar. Ella aceptaba, turbada, los libros que él le sugería, sin atreverse a confesarle que apenas sabía leer un par de frases elementales y firmar su nombre con trazo vacilante. Había vivido preservada del contacto con el mundo y deseaba continuar así; las peroratas de su marido sobre política o geografía la aterraban. Lo suyo era la oración y el bordado de preciosas casullas de cura. Carecía de experiencia para hacerse cargo de la casa, y los sirvientes no atendían sus órdenes, impartidas con voz de infante, de modo que su suegra siguió mandando, mientras ella era tratada como la niña que era. Se propuso aprender las fastidiosas tareas del hogar, asesorada por las mujeres mayores de la familia, pero no había a quién preguntarle sobre otro aspecto de la vida matrimonial, más importante que disponer la comida o llevar las cuentas.

Mientras la relación con Pedro consistió en visitas vigiladas por una dueña y esquelas gentiles, Marina fue feliz, pero el entusiasmo se esfumó al hallarse en la cama con su marido. Ignoraba por completo lo que iba a ocurrir en la primera noche de desposada; nadie la había preparado para la deplorable sorpresa que se llevó. En su ajuar había varios camisones de batista, largos hasta los tobillos, cerrados en el cuello y los puños con cintas de raso, y con un ojal en forma de cruz delante. No se le ocurrió preguntar para qué servía aquella apertura, y nadie le explicó que por allí tendría contacto con las partes más íntimas de su marido. Nunca había visto a un varón desnudo y creía que las diferencias entre los hombres y las mujeres eran el vello en la cara y el tono de voz. Cuando sintió en la oscuridad el aliento de Pedro y sus manos grandes tanteando entre los pliegues de su camisa en busca del primoroso ojal bordado, le dio un empujón de mula y salió dando alaridos por los corredores de la casona de piedra. A pesar de sus buenas intenciones, Pedro no era un amante cuidadoso, su experiencia se limitaba a abrazos breves con mujeres de virtud negociable, pero comprendió que necesitaría una gran paciencia. Su esposa era todavía una niña y su cuerpo apenas empezaba a desarrollarse, no convenía forzarla. Intentó iniciarla de a poco, pero pronto la inocencia de Marina, que tanto le atrajo al principio, se convirtió en un obstáculo imposible de salvar. Las noches eran frustrantes para él y un tormento para ella, y ninguno de los dos se atrevía a hablar del asunto a la luz del alba. Pedro se volcó en sus estudios y en el cuidado de sus tierras y labriegos, mientras quemaba energía en la práctica de la esgrima y la equitación. En el fondo se estaba preparando y despidiendo. Cuando el llamado de la aventura se volvió irresistible, se alistó de nuevo bajo los estandartes de Carlos V, con el sueño secreto de alcanzar la gloria militar del marqués de Pescara.

En febrero de 1527 las tropas españolas se hallaban, bajo las órdenes del condestable de Borbón, ante las murallas de Roma. Los españoles, secundados por quince compañías de feroces mercenarios suizo-alemanes, esperaban la oportunidad de entrar a la ciudad de los césares y resarcirse de muchos meses sin sueldo. Era una horda de soldados hambrientos e insubordinados, dispuestos a vaciar los tesoros de Roma y el Vaticano. Pero no todos eran bribones y mercenarios; entre los tercios de España iban un par de recios oficiales, Pedro de Valdivia y Francisco de Aguirre, quienes se habían reencontrado después de dos años de separación. Tras abrazarse como hermanos, se pusieron al tanto sobre las novedades en sus respectivas vidas. Valdivia exhibió un medallón con el rostro de Marina pintado por un miniaturista portugués, un judío converso que había logrado burlar a la Inquisición.

– No hemos tenido hijos todavía porque Marina es muy joven, pero habrá tiempo para ello, si Dios quiere -comentó.

– ¡Dirás mejor si antes no nos matan! -exclamó su amigo.

A su vez, Francisco confesó que seguía en amores platónicos y secretos con su prima, quien había amenazado con hacerse monja si su padre insistía en casarla con otro. Valdivia opinó que no era una idea descabellada, ya que para muchas mujeres nobles el convento, adonde entraban con su séquito completo de sirvientas, su propio dinero y los lujos a los que estaban acostumbradas, resultaba preferible a una boda impuesta a la fuerza.

– En el caso de mi prima sería un lamentable desperdicio, amigo mío. Una joven tan hermosa y pletórica de salud, creada para el amor y la maternidad, no debe amortajarse en vida dentro de un hábito. Pero tienes razón, prefiero verla convertida en monja que casada con otro. No podría permitirlo, tendríamos que quitarnos la vida juntos -aseguró Francisco, enfático.

– ¿Y condenaros ambos a las pailas del infierno? Estoy seguro de que tu prima optará por el convento. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el futuro? -preguntó Valdivia.

– Continuar guerreando, mientras pueda, y visitar a mi prima en su celda de monja al amparo de la noche -se rió Francisco, tocándose la cruz y el relicario en el pecho.

Roma estaba mal defendida por el papa Clemente VII, hombre más apto para enredos políticos que para estrategias de guerra. Apenas las huestes enemigas se aproximaron a los puentes de la ciudad, en medio de una densa niebla, el Pontífice escapó del Vaticano, por un pasadizo secreto, al castillo de Sant Angelo, erizado de cañones. Lo acompañaban tres mil personas, entre ellas el célebre escultor y orfebre Benvenuto Cellini, tan conocido por su insigne talento de artista como por su terrible carácter; el Papa delegó en él las decisiones militares porque dedujo que si él mismo temblaba ante el artista no había razón para que los ejércitos del condestable de Borbón no temblaran también.

En el primer asalto a Roma, el condestable recibió un fatal tiro de mosquete en un ojo. Benvenuto Cellini se jactaría más tarde de haber disparado la bala que lo mató, aunque en realidad ni siquiera estuvo cerca de él, pero ¿quién se hubiese atrevido a contradecirlo? Antes de que los capitanes lograran imponer orden, las tropas, sin control, se lanzaron a hierro y pólvora hacia la indefensa ciudad y la tomaron en cuestión de horas. Durante los primeros ocho días fue tan cruel la matanza, que la sangre corría por las calles y se coagulaba entre las piedras milenarias. Huyeron más de cuarenta y cinco mil personas, y el resto de la aterrorizada población se sumió en el infierno. Los voraces invasores quemaron iglesias, conventos, hospitales, palacios y casas particulares. Mataron a destajo, incluso a los locos y enfermos del hospicio y a los animales domésticos; torturaron a los hombres para obligarlos a entregar lo que haber escondido; violaron a cuanta mujer y niña hallaron; asesinaron desde a las criaturas de pecho hasta a los ancianos. El saqueo, como una interminable orgía, continuó por semanas. Los soldados, ebrios de sangre y alcohol, arrastraban por las calles las destrozadas obras de arte y reliquias religiosas, decapitaban por igual estatuas y personas, se robaban lo que podían echar en sus bolsas y lo demás lo hacían polvo. Se salvaron los famosos frescos de la Capilla Sixtina porque allí velaron el cuerpo del condestable de Borbón. En el río Tíber flotaban miles de cadáveres y el olor a carne descompuesta infestaba el aire. Perros y cuervos devoraban los cuerpos tirados por doquier; después llegaron las fieles compañeras de la guerra, el hambre y la peste, que atacaron por igual a los desventurados romanos y a sus victimarios.

Durante esos días aciagos, Pedro de Valdivia recorría Roma con la espada en la mano, furioso, procurando inútilmente evitar el pillaje y la matanza e imponer algo de orden entre la soldadesca, pero los quince mil lansquenetes no reconocían jefe ni ley y estaban dispuestos a liquidar a quien intentara detenerlos. A Valdivia le tocó hallarse por casualidad ante las puertas de un convento cuando éste fue atacado por una docena de los mercenarios alemanes. Las monjas, sabiendo que ninguna mujer escapaba a las violaciones, se habían reunido en el patio formando un círculo en torno a una cruz, en el centro del cual estaban las jóvenes novicias, inmóviles, tomadas de las manos, con las cabezas bajas y rezando en un murmullo. De lejos parecían palomas. Pedían que el Señor las librara de ser mancilladas, que se apiadara de ellas enviándoles una muerte rápida.

– ¡Atrás! ¡Quien se atreva a cruzar este umbral tendrá que vérselas conmigo! -rugió Pedro de Valdivia blandiendo su espada en la diestra y un sable corto en la siniestra.

Varios de los lansquenetes se detuvieron sorprendidos, calculando acaso si valía la pena enfrentarse a ese imponente y determinado oficial español o era más conveniente pasar a la casa de al lado, pero otros se lanzaron en tropel al ataque. Valdivia tenía a su favor que era el único soldado sobrio y de cuatro estocadas certeras puso fuera de combate a otros tantos alemanes, pero para entonces los demás del grupo se habían repuesto del desconcierto inicial y también se le fueron encima. Aunque tenían la mente nublada por el alcohol, los alemanes eran guerreros tan formidables como Valdivia y pronto lo rodearon. Tal vez ése habría sido el último día del oficial extremeño si no hubiera aparecido por azar Francisco de Aguirre y se le hubiera puesto al lado.

– ¡A mí, teutones hijos de puta! -gritaba aquel vasco tremendo, rojo de ira, enorme, blandiendo la espada como un garrote.

La trifulca atrajo la atención de otros españoles que pasaban por allí y vieron a sus compatriotas en grave peligro. En menos que demoro en contarlo, se armó una batalla campal frente al edificio. Media hora después los asaltantes se retiraron, dejando a varios desangrándose en la calle, y los oficiales pudieron atrancar las puertas del convento. La madre superiora pidió a las monjas de más carácter que recogieran a las que se habían desmayado y se colocaran a las órdenes de Francisco de Aguirre, quien se había ofrecido para organizar la defensa fortificando los muros.

– Nadie está seguro en Roma. Por el momento los mercenarios se han retirado, pero sin duda regresarán, y entonces más vale que os encuentren preparadas -les advirtió Aguirre.

– Conseguiré unos arcabuces y Francisco os enseñará a usarlos -decidió Valdivia, a quien no se le escapó el brillo picaresco en la mirada de su amigo al imaginarse solo con una veintena de virginales novicias y un puñado de monjas maduras pero agradecidas y aún apetecibles.

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