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Hija de la fortuna

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Hija de la fortuna
Название: Hija de la fortuna
Автор: Allende Isabel
Дата добавления: 15 январь 2020
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Hija de la fortuna - читать бесплатно онлайн , автор Allende Isabel

Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valpara?so en 1894, el a?o en que se descubre oro en California. Su amante, Joaqu?n Andieta, parte hacia el norte decidido encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la b?squeda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atra?dos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo com?n. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi`en, un m?dico chino, quien la conducir? de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condici?n humana.

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– ¿Me voy a morir, Tao?

– No todavía -sonrió él, acariciándole la cabeza.

– ¿Cuánto falta para llegar a California?

– Mucho. No pienses en eso. Ahora debes orinar.

– No, por favor -se defendió ella.

– ¿Cómo que no? ¡Tienes que hacerlo!

– ¿Delante de ti?

– Soy un "zhong yi". No puedes tener vergüenza conmigo. Ya he visto todo lo que hay por ver en tu cuerpo.

– No puedo moverme, no podré aguantar el viaje, Tao, prefiero morirme… -sollozó Eliza apoyándose en él para sentarse en la bacinilla.

– ¡Ánimo, niña! Lin dice que tienes mucho "qi" y no has llegado tan lejos para morirte a medio camino.

– ¿Quién?

– No importa.

Esa noche Tao Chi´en comprendió que no podía cuidarla solo, necesitaba ayuda. Al día siguiente, apenas las mujeres salieron de su cabina y se instalaron en la popa, como siempre hacían para lavar ropa, trenzarse el pelo y coser las plumas y mostacillas de los vestidos de su profesión, le hizo señas a Azucena Placeres para hablarle. Durante el viaje ninguna había usado sus atuendos de meretriz, se vestían con pesadas faldas oscuras y blusas sin adornos, calzaban chancletas, se arropaban por las tardes en sus mantos, se peinaban con dos trenzas a la espalda y no usaban maquillaje. Parecían un grupo de sencillas campesinas afanadas en labores domésticas. La chilena hizo un guiño de alegre complicidad a sus compañeras y lo siguió a la cocina. Tao Chi´en le entregó un gran trozo de chocolate, robado de la reserva de la mesa del capitán, y trató de explicarle su problema, pero ella nada entendía de inglés y él empezó a perder la paciencia. Azucena Placeres olió el chocolate y una sonrisa infantil iluminó su redonda cara de india. Tomó la mano del cocinero y se la puso sobre un seno, señalándole la cabina de las mujeres, desocupada a esa hora, pero él retiró su mano, cogió la de ella y la condujo a la trampa de acceso a la bodega. Azucena, entre extrañada y curiosa, se defendió débilmente, pero él no le dio oportunidad de negarse, abrió la trampa y la empujó por la escalerilla, siempre sonriendo para tranquilizarla. Durante unos instantes permanecieron en la oscuridad, hasta que encontró el farol colgado de una viga y pudo encenderlo. Azucena se reía: al fin ese chino estrafalario había entendido los términos del trato. Nunca lo había hecho con un asiático y tenía gran curiosidad por saber si su herramienta era como la de otros hombres, pero el cocinero no hizo ademán de aprovechar la privacidad, en cambio la arrastró por un brazo abriéndose camino por aquel laberinto de bultos. Ella temió que el hombre estuviera desquiciado y empezó a dar tirones para desprenderse, pero no la soltó, obligándola a avanzar hasta que el farol alumbró el cuchitril donde yacía Eliza.

– ¡Jesús, María y José! -exclamó Azucena persignándose aterrada al verla.

– Dile que nos ayude -pidió Tao Chi´en a Eliza en inglés, sacudiéndola para que se reanimara.

Eliza demoró un buen cuarto de hora en traducir balbuceando las breves instrucciones de Tao Chi´en, quien había sacado el broche de turquesas del bolsito de las joyas y lo blandía ante los ojos de la temblorosa Azucena. El trato, le dijo, consistía en bajar dos veces al día a lavar a Eliza y darle de comer, sin que nadie se enterara. Si cumplía, el broche sería suyo en San Francisco, pero si decía una sola palabra a alguien, la degollaría. El hombre se había quitado el cuchillo del cinto y se lo pasaba ante la nariz, mientras en la otra mano enarbolaba el broche, de modo que el mensaje quedara bien claro.

– ¿Entiendes?

– Dile a este chino desgraciado que entiendo y que guarde ese cuchillo, porque en un descuido me va a matar sin querer.

Durante un tiempo que pareció interminable, Eliza se debatió en los desvaríos de la fiebre, atendida por Tao Chi´en de noche y Azucena Placeres de día. La mujer aprovechaba la primera hora de la mañana y la de la siesta, cuando la mayoría de los pasajeros dormitaba, para escabullirse sigilosa a la cocina, donde Tao le entregaba la llave. Al principio bajaba a la bodega muerta de miedo, pero pronto su natural buena índole y el broche pudieron más que el susto. Empezó por refregar a Eliza con un trapo enjabonado hasta quitarle el sudor de la agonía, luego la obligaba a comer las papillas de leche con avena y los caldos de gallina con arroz reforzados con "tangkuei" que preparaba Tao Chi´en, le administraba las yerbas tal como él le ordenaba, y por propia iniciativa le daba una taza al día de infusión de "borraja". Confiaba a ciegas en ese remedio para limpiar el vientre de un embarazo; "borraja" y una imagen de la Virgen del Carmen eran lo primero que ella y sus compañeras de aventura habían colocado en sus baúles de viaje, porque sin aquellas protecciones los caminos de California podían ser muy duros de recorrer. La enferma anduvo perdida en los espacios de la muerte hasta la mañana en que atracaron en el puerto de Guayaquil, apenas un caserío medio devorado por la exuberante vegetación ecuatorial, donde pocos barcos atracaban, salvo para negociar con frutos tropicales o café, pero el capitán Katz había prometido entregar unas cartas a una familia de misioneros holandeses. Esa correspondencia llevaba en su poder más de seis meses y no era hombre capaz de eludir un compromiso. La noche anterior, en medio de un calor de hoguera, Eliza sudó la calentura hasta la última gota, durmió soñando que trepaba descalza por la refulgente ladera de un volcán en erupción y despertó ensopada, pero lúcida y con la frente fresca. Todos los pasajeros, incluyendo las mujeres, y buena parte de la tripulación descendieron por unas horas a estirar las piernas, bañarse en el río y hartarse de fruta, pero Tao Chi´en se quedó en el barco para enseñar a Eliza a encender y fumar la pipa que él llevaba en su baúl. Tenía dudas sobre la forma de tratar a la muchacha, ésa era una de las ocasiones en que hubiera dado cualquier cosa por los consejos de su sabio maestro. Comprendía la necesidad de mantenerla tranquila para ayudarla a pasar el tiempo en la prisión de la bodega, pero había perdido mucha sangre y temía que la droga le aguara la que le quedaba. Tomó la decisión vacilando, después de suplicar a Lin que vigilara de cerca el sueño de Eliza.

– Opio. Te hará dormir, así el tiempo pasará rápido.

– ¡Opio! ¡Esto produce locura!

– Tú estás loca de todos modos, no tienes mucho que perder -sonrió Tao.

– Quieres matarme, ¿verdad?

– Cierto. No me resultó cuando estabas desangrándote y ahora lo haré con opio.

– Ay, Tao, me da miedo…

– Mucho opio es malo. Poco es un consuelo y te voy a dar muy poco.

La joven no supo cuánto era mucho o poco. Tao Chi´en le daba a beber sus pócimas -"hueso de dragón" y "concha de ostra"- y le racionaba el opio para darle unas pocas horas de misericordiosa duermevela, sin permitirle que se perdiera por completo en un paraíso sin retorno. Pasó las semanas siguientes volando en otras galaxias, lejos de la madriguera insalubre donde su cuerpo yacía postrado, y despertaba sólo cuando bajaban a darle de comer, lavarla y obligarla a dar unos pasos en el estrecho laberinto de la bodega. No sentía el tormento de pulgas y piojos, tampoco el olor nauseabundo que al principio no podía tolerar, porque las drogas aturdían su prodigioso olfato. Entraba y salía de sus sueños sin control alguno y tampoco podía recordarlos, pero Tao Chi´en tenía razón: el tiempo pasó rápido. Azucena Placeres no entendía por qué Eliza viajaba en esas condiciones. Ninguna de ellas había pagado su pasaje, se habían embarcado con un contrato con el capitán, quien obtendría el importe del pasaje al llegar a San Francisco.

– Si los rumores son ciertos, en un solo día puedes echarte al bolsillo quinientos dólares. Los mineros pagan en oro puro. Llevan meses sin ver mujeres, están desesperados. Habla con el capitán y págale cuando llegues -insistía en los momentos en que Eliza se incorporaba.

– No soy una de ustedes -replicaba Eliza aturdida en la dulce bruma de las drogas.

Por fin en un momento de lucidez Azucena Placeres consiguió que Eliza le confesara parte de su historia. Al punto la idea de ayudar a una fugitiva de amor se apoderó de la imaginación de la mujer y a partir de entonces cuidó a la enferma con mayor esmero. Ya no sólo cumplía con el trato de alimentarla y lavarla, también se quedaba junto a ella por el gusto de verla dormir. Si estaba despierta le contaba su propia vida y le enseñaba a rezar el rosario que, según decía, era la mejor forma de pasar las horas sin pensar y al mismo tiempo ganar el cielo sin mucho esfuerzo. Para una persona de su profesión, explicó, era un recurso inmejorable. Ahorraba rigurosamente una parte de sus ingresos para comprar indulgencias a la Iglesia, reduciendo así los días de purgatorio que debería pasar en la otra vida, aunque según sus cálculos, nunca serían suficientes para cubrir todos sus pecados. Transcurrieron semanas sin que Eliza supiera del día o la noche. Tenía la sensación vaga de contar a ratos con una presencia femenina a su lado, pero luego se dormía y despertaba confundida, sin saber si había soñado a Azucena Placeres o en verdad existía una mujercita de trenzas negras, nariz chata y pómulos altos, que parecía una versión joven de Mama Fresia.

El clima refrescó algo al dejar atrás Panamá, donde el capitán prohibió bajar a tierra por temor al contagio de fiebre amarilla, limitándose a enviar un par de marineros en un bote a buscar agua dulce, pues la poca que les quedaba se había vuelto pantano. Pasaron México y cuando el "Emilia" navegaba en las aguas del norte de California, entraron en la estación del invierno. El sofoco de la primera parte del viaje se transformó en frío y humedad; de las maletas surgieron gorros de piel, botas, guantes y refajos de lana. De vez en cuando el bergantín se cruzaba con otras naves y se saludaban de lejos, sin disminuir la marcha. En cada servicio religioso el capitán agradecía al cielo los vientos favorables, porque sabía de barcos desviados hasta las costas de Hawai o más allá en busca de impulso para las velas. A los delfines juguetones se sumaron grandes ballenas solemnes acompañándolos por largos trechos. Al atardecer, cuando el agua se teñía de rojo con los reflejos de la puesta del sol, los inmensos cetáceos se amaban en un fragor de espuma dorada, llamándose unos a otros con profundos bramidos submarinos. Y a veces, en el silencio de la noche, tanto se acercaban al barco, que se podía oír con nitidez el rumor pesado y misterioso de sus presencias. Las provisiones frescas habían desaparecido y las raciones secas escaseaban; salvo jugar a las cartas y pescar, no había más diversiones. Los viajeros pasaban horas discutiendo los pormenores de las sociedades formadas para la aventura, algunas con estrictos reglamentos militares y hasta con uniformes, otras más relajadas. Todas consistían básicamente en unirse para financiar el viaje y el equipo, trabajar las minas, transportar el oro y luego repartirse las ganancias con equidad. Nada sabían del terreno o las distancias. Una de las sociedades estipulaba que cada noche los miembros debían regresar al barco, donde pensaban vivir durante meses, y depositar el oro del día en una caja fuerte. El capitán Katz les explicó que el "Emilia" no se alquilaba como hotel, porque él pensaba regresar a Europa lo antes posible, y las minas quedaban a cientos de millas del puerto, pero lo ignoraron. Llevaban cincuenta y dos días de viaje, la monotonía del agua infinita alteraba los nervios y las peleas estallaban al menor pretexto. Cuando un pasajero chileno estuvo a punto de descargar su trabuco sobre un marinero yanqui con quien Azucena Placeres coqueteaba demasiado, el capitán Vincent Katz confiscó las armas, incluso las navajas de afeitar, con la promesa de devolverlas a la vista de San Francisco. El único autorizado para manejar cuchillos fue el cocinero, quien tenía la ingrata tarea de matar uno a uno a los animales domésticos. Una vez que la última vaca fue a parar a las ollas, Tao Chi´en improvisó una elaborada ceremonia para obtener el perdón de los animales sacrificados y limpiarse de la sangre vertida, luego desinfectó su cuchillo, pasándolo varias veces por la llama de una antorcha.

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