Homero, Il?ada
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La lliada de Homero sigue cantando desde el fondo de los siglos. Canta cincuenta y un d?as del ?ltimo a?o de una guerra que llevar?, una d?cada despu?s, a la conquista y la destrucci?n de la ciudad de Troya.
Canta a los dioses, hombres y h?roes, memorables por su ira y por su ambici?n, por su audacia y por su astucia, por su venganza y su piedad, dentro de los limites de un campo de batalla eterno. Guiado por la idea de adaptar el texto para una lectura p?blica. Alessandro Baricco relee y rescribe la lliada de Homero, como si tuvi?ramos que devolver a Homero all? mismo, a la lliada. para contemplar uno de los m?s majestuosos paisajes de nuestro destino. Trabajando a partir de la traducci?n de Mar?a Grazia Ciani. construye con el material original un concer?ato de veintiuna voces (la ?ltima es la de Demodoco, un aedo que, tras la estela de la Odisea y de otras fuentes, narra el final de Troya): los personajes hom?ricos son llamados a escena -dejando a los dioses en el fondo- para relatar, con una voz cercan?sima a nosotros, su historia de pasiones y de sangre, su gran guerra, su gran aventura.
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En plena masacre corrieron Ulises y Menelao a buscar las habitaciones de Helena y Deífobo, querían recuperar aquello por lo que habían luchado tanto tiempo. A Deífobo lo sorprendieron cuando trataba de escapar. Con su espada, Menelao le atravesó el vientre: cayeron las entrañas por el suelo, y cayó Deífobo, olvidado de la guerra y los carros, para siempre. A Helena la encontraron en sus habitaciones. Siguió a su antiguo marido, temblorosa: en su alma llevaba consigo el alivio por el final de su desventura y la vergüenza por lo que había sido.
Ahora tendría que cantar sobre aquella noche. Tendría que cantar sobre Príamo, asesinado a los pies del altar de Zeus; y sobre el pequeño Astianacte, arrojado por Ulises desde lo alto de la muralla; y sobre el llanto de Andrómaca y la vergüenza de Hécuba, arrastrada como una esclava; y sobre el terror de Casandra, violada por Ayante de Oileo sobre el altar de Atenea. Tendría que cantar sobre ana estirpe que iba hacia el matadero, y sobre una ciudad hermosísima que se estaba convirtiendo en pira flameante y en muda tumba de sus hijos. Tendría que cantar sobre aquella noche, pero tan sólo soy un aedo; que lo hagan las Musas, sí son capaces de ello, porque sobre una noche de dolor como aquella yo no voy a cantar.
Así hablé. Luego me di cuenta de que aquel hombre, el hombre sin nombre, estaba llorando. Lloraba como una mujer, como una esposa agachada sobre el hombre al que ama y al que los enemigos acaban de matar; lloraba como una muchacha que hubiera sido capturada por un guerrero, esclava para siempre. De ello se dio cuenta Alcínoo, el rey, que estaba sentado junto a él, y me hizo una señal para que dejara de cantar. Luego se inclinó hacia el extranjero y le preguntó: «¿Por qué lloras, amigo, cuando escuchas la historia de Ilio? Fueron los dioses los que quisieron aquella noche de sangre y aquellos hombres murieron para que, después, pudieran ser cantados, eternamente. ¿Por qué te hace sufrir escuchar su historia? ¿Tal vez aquella noche murió tu padre, algún hermano?, ¿acaso en aquella guerra perdiste algún amigo? No te obstines en tu silencio y dime quién eres, y de dónde vienes, y quién es tu padre. Nadie viene a este mundo sin un nombre, por muy rico o muy miserable que sea. Dime tu nombre, extranjero.»
El hombre bajó la mirada. Luego dijo en voz baja: «Yo soy Ulises. Vengo desde Ítaca y allí, algún día., regresaré.»