Archipielago Gulag
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Cuando en el a?o 1974 se public? Archipi?lago Gulag, los espa?oles del PCE eran los protagonistas de la Transici?n, defend?an los derechos humanos, la reconciliaci?n, las elecciones libres, la amnist?a y la democracia. En toda Europa, los comunistas hab?an sido la principal fuerza antifascista y adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta que hab?a derrotado a Hitler. Eran indulgentes con la dictadura del proletariado y achacaban las purgas, el hambre y la polic?a secreta al aislamiento, el cerco, a la guerra fr?a y a la propaganda imperialista. Pero despu?s de que se public? Archipi?lago Gulag, aunque no se leyera por decoro y disciplina, los comunistas de todo el mundo, y especialmente los de Espa?a, descubrieron que por debajo del anticomunismo doliente y l?rico de Alexandr Solzhenitsyn, estaba el infierno de la verdad. Pocas veces un libro ha causado tanto dolor. Los perseguidos, torturados, encarcelados de este lado se ve?an a s? mismos en la reconstrucci?n de almas, se encontraban entre los desaparecidos y se identificaban con los 227 testigos...
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¡Oh, qué difícil es deshabituarse al poder! Hay que saberlo comprender.
* * *
Hubo un tiempo en que Krásnaya Presnia era poco menos que la capital del Gulag, en el sentido de que fueras donde fueras era imposible evitarla, lo mismo que Moscú. De la misma manera que, en la Unión Soviética, para ir de Tashkent a Sochi o de Chernigov a Minsk lo más práctico es pasar por Moscú, también los presos eran enviados desde todas partes a través de Krásnaya Presnia. Mi conocimiento de la prisión es precisamente de esa época, cuando el exceso de reclusos sobrecargaba las dependencias y hubo que construir un edificio auxiliar. Moscú sólo la pasaban de largo los trenes con vagones de ganado, que llevaban a los condenados por los servicios de contraespionaje. Estos trenes directos pasaban por el ferrocarril de circunvalación, justamente al lado de Presnia, a la que quizás enviaban saludos con sus silbatos.
Cuando un viajero llega a Moscú para hacer transbordo, siempre lleva billete y cuenta con que más tarde o más temprano seguirá viaje en la dirección que se ha propuesto. En cambio, en Presnia, al final de la guerra y los años que siguieron, no sólo los recién llegados, sino también los altos mandos e incluso los jefes del Gulag no tenían idea de adonde iba a ir cada cual. No habían cristalizado todavía los procedimientos penitenciarios, como ocurriría en los años cincuenta, y no había instrucciones escritas en cuanto a itinerarios ni destinos; en todo caso, sólo recomendaciones de servicio: «¡Estricta vigilancia!», «¡Destinar exclusivamente a trabajos comunes!». Los sargentos a cargo de las escoltas llevaban los rimeros de expedientes penitenciarios —unas carpetas reventadas, atadas de cualquier manera con un bramante deshilachado o su sucedáneo, un cordón de papel trenzado— hasta un edificio de madera separado de la prisión donde estaban las oficinas, y allí los tiraban en cualquier repisa, sobre las mesas, bajo las mesas, debajo de las sillas o sencillamente en el suelo del pasillo (exactamente igual a como se amontonaban sus titulares en las celdas). Y una vez allí, los cordeles acababan desatándose, se desparramaba el contenido y todo se mezclaba. Había una, dos y hasta tres habitaciones atiborradas de expedientes revueltos. Las secretarias de la oficina de la cárcel —mujeres en libertad, perezosas y bien comidas, con vestidos de vivos colores— sudaban de tanto calor, ocupaban el tiempo en abanicarse y pelar la pava con los oficiales de la cárcel y de la escolta. Ninguna de ellas quería meterse en aquel caos, ni tenía fuerzas bastantes para ello. ¡Pero había que dar salida a los trenes, un convoy de vagones rojos varias veces por semana! Y también había que expedir cada día un centenar de hombres en camiones a los campos vecinos. Y cada zek tenía que ser enviado junto con su expediente.¿Quién iba a ocuparse de aquel barullo? ¿Quién iba a clasificar los expedientes y seleccionar los presos para cada traslado?
Se confiaba este trabajo a varios capataces, que eran perroso aguachirris [285] 59 escogidos entre los enchufados. Estos recorrían con libertad los pasillos de la cárcel o el edificio de oficinas, y de ellos dependía poner tu carpeta en un mal traslado o estarse un rato más con la espalda doblada y rebuscar hasta conseguirte uno bueno. (Los novatos no se equivocaban al suponer que había campos mortales, pero sí andaban errados al creer que posiblemente los hubiera buenos. Lo que podía ser «bueno» no eran los campos, sino algunas de las tareas, y eso era algo que había que trabajárselo sobre el terreno.) Que tu futuro dependiera de otro preso, con el que quizás hasta había que buscar la manera de hablar (aunque fuera a través del bañero) y al que quizá se debiera untar la pata(aunque fuera a través de un almacenero), resultaba peor que si tu suerte la decidieran ciegamente los dados. Esta posibilidad invisible y ya perdida de antemano —la de ir a Nalchik en lugar de a Norilsk a cambio de una cazadora de cuero, o a Serebriany Bor en lugar de a Taishet por un kilo de tocino (o quizá la oportunidad de perder la cazadora y el tocino a cambio de nada)— no hacía sino aguijonear y agitar a aquellas almas abatidas. Es posible que alguno lo consiguiera, es posible que alguien se colocara de esta manera. Sin embargo, dichosos aquellos que no tenían nada que ofrecer o quienes sabían guardarse de semejante ansiedad.
La sumisión al destino, la renuncia absoluta a toda veleidad de organizar la propia existencia, la conciencia de que no nos es dado adivinar qué será mejor o peor, pero de que es fácil dar un paso del que algún día haya que arrepentirse, todo esto libera de modo parcial al preso de su yugo, le confiere serenidad e incluso cierta nobleza.
Así pues, los presos yacían apilados unos sobre otros en las celdas, sus destinos se amontonaban por las habitaciones del bloque administrativo en fajos imposibles de revolver y los capataces tomaban las carpetas del rincón más accesible. Y así ocurría que unos zeks tenían que marchitarse dos o tres meses en aquella maldita Presnia, mientras que otros pasaban por ella con velocidad meteórica. En Presnia (lo mismo que en otras prisiones de tránsito), el hacinamiento, la prisa y la confusión daban lugar a veces a una permuta de condenas.Los del Artículo 58 no corrían ese peligro, pues sus plazos de reclusión, por emplear la expresión de Gorki, eran Condenas con «C» mayúscula, concebidas con tanta envergadura que, si alguna vez llegaba a parecer que se acercaba su final, éste de todos modos nunca llegaba. En cambio, para los grandes ladrones y para los asesinos sí tenía sentido cambiarse de condena con algún delincuente común de poca monta. El cofrade se ponía en contacto con la víctima personalmente o a través de uno de sus sicarios y, muy solícito, se interesaba por él. Y éste, sin saber que un preso condenado a reclusión menor no debe hacer confidencias en una prisión de tránsito, contaba con toda inocencia que se llamaba, supongamos, Vasili Parfiónich Evrashkin, nacido en 1913, y que vivía en Semidub, su lugar de nacimiento; que su pena era de un año, que lo habían condenado por negligencia en el trabajo, con arreglo al Artículo 109. Luego, esc tal Evrashkin estaría durmiendo —o puede que permaneciera despierto, pero que en la celda hubiera barullo y muchos presos agolpados junto a la rendija por donde meten la comida— y no tendría forma de abrirse paso hasta la puerta y oír qué nombres estaban susurrando en el pasillo, la lista de los que iban de traslado. Después aún gritarían una vez más algunos de los apellidos desde la puerta para que se oyeran al fondo de la celda, pero no el de Evrashkin, porque apenas su nombre había sonado en el pasillo un cofrade, muy servicial (como que no saben serlo cuando es preciso), había metido los morros por la ventanilla y había respondido rápidamente en voz baja: «Vasili Parfiónich, 1913, aldea Semidub, Artículo 109, un año», y había corrido por sus cosas. Mientras, el auténtico Evrashkin bostezaba, se tendía en el catre y esperaba resignado a que lo llamaran al día siguiente, la semana siguiente, el mes siguiente, hasta que al final se atrevía a importunar al jefe de bloque: ¿Y a mí por qué no me trasladan? (Durante todo este tiempo han estado llamando cada día a un tal Zviaga por todas las celdas.) Y cuando al cabo de un mes, o de medio año, tienen a bien pasar lista por expedientes, resulta que hay un historial de más: el de un tal Zviaga, reincidente, doble asesinato, robo en un almacén, diez años. Y sobra también un tímido preso que se hace llamar Evrashkin, pero como la fotografía es un tanto borrosa, hará las veces de Zviaga y habrá que encerrarlo en el campo disciplinario de Ivdel-lag, de otro modo habría que reconocer que en la prisión de tránsito han cometido un error. (Ahora ya no había modo de saber adonde se habían llevado al otro Evrashkin, pues las listas acompañan al convoy. Con una pena de un año, es probable que fuera a parar a un campo de trabajos agrícolas, donde trabajaría sin vigilancia y le descontarían tres días de condena por cada día trabajado, o se habría evadido y llevaría ya tiempo en casa, o —esto es más seguro— en la cárcel con una nueva condena.) Había también tipos extravagantes con penas cortas que las vendían por uno o dos kilos de tocino. Se hacían el cálculo de que luego habría una comprobación y se establecería su verdadera identidad. En parte no les faltaba razón. [286] 60
