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El entenado

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El entenado
Название: El entenado
Автор: Saer Juan Jos?
Дата добавления: 16 январь 2020
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El entenado - читать бесплатно онлайн , автор Saer Juan Jos?

El entenado narra la desventurada expedici?n espa?ola que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antrop?fagos en los playones del R?o de la Plata. El grumete de la tripulaci?n, ?nico sobreviviente, incursionar? en el ?mbito arcaico de los colastin? y se convertir? en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado r?o abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 a?os atr?s ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensaci?n de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces m?s aut?nticas de la literatura argentina, fallecido en Par?s en 2005, sosten?a que `el lenguaje nunca alcanzar?a para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman`. El Entenado, m?s all? de ser una novela hist?rica o cr?nica de las primeras traves?as de ultramar que propiciaron el establecimiento del r?gimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. `Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo`, afirmar? el entenado porque sabe que detr?s de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, s?lo hay silencio recorriendo las f?stulas del tiempo. Estas l?neas resumen el argumento de `El entenado`, la ?ltima obra del argentino -aunque residente en Par?s- Juan Jos? Saer (Santa F?, 1937), considerado un?nimemente por la cr?tica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad

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Era un hombre erudito, e incluso sabio. Todo lo que puede ser enseñado lo aprendí de él. Tuve, por fin, un padre, que me fue sacando, despacio, de mi abismo gris, hasta hacerme obtener, por etapas, lo máximo que puede acordarnos este mundo: un estado neutro, continuo, monocorde, equidistante del entusiasmo y de la indiferencia y que, de tanto en tanto, por alguna exaltación modesta, se justifica. No fue fácil; más que el latín, el griego, el hebreo y las ciencias que me enseñó, fue dificultoso inculcarme su valor y su necesidad. Para él, eran como tenazas destinadas a manipular la incandescencia de lo sensible; para mí, que estaba fascinado por el poder de la contingencia, era como salir a cazar una fiera que ya me había devorado. Y, sin embargo, me mejoró. Le llevó años, y fue el amor a su paciencia y a su simplicidad, más que al conocimiento, lo que sostuvo mis esfuerzos. Después, mucho más tarde, cuando ya había muerto desde hacía años, comprendí que si el padre Quesada no me hubiese enseñado a leer y escribir, el único acto que podía justificar mi vida hubiese estado fuera de mi alcance.

Me acuerdo que, en los primeros días, no volví a encontrarlo, y después supe que se había ido a Córdoba y a Sevilla a discutir con amigos y a buscar unos tratados. Su saber le daba libertades que los otros miembros de la comunidad consideraban excesivas, pero como no pocas autoridades venían a consultarlo, no les quedaba más remedio que tolerarlo.

En el caballo me había parecido grande, pero cuando lo volví a ver, a pie y en una de las galerías del convento, comprobé que era de baja estatura. Era, sin embargo, la pequeñez de su cuerpo lo que parecía irradiar, multiplicándola y reconcentrándola, su fuerza. Pero se trataba de una fuerza discreta, ajena a toda ostentación y, desde luego, a toda violencia. Era, tal vez, no tanto una fuerza como una firmeza, una cualidad que, a pesar de su modestia o incluso de sus arranques de orgullo, usaba menos para convencer o para transformar que para mantenerse impasible. Tenía una forma particular de humildad, consistente en ridiculizarse a sí mismo con expresiones pensativas y zumbonas, lo que era festejado no tanto por los que lo querían como por los que lo detestaban, deseosos, sin duda, de confirmar sus calumnias en la realidad. La risa excesiva y vulgar con que recibían la caricatura que el padre hacía de sí mismo era como la prueba audible, a causa de su desmesura, de esa esperanza. Y el padre, que se daba cuenta, insistía en ponerse en ridículo, por pura caridad. Los pocos qué lo querían en el convento se apesadumbraban, y él simulaba ignorarlo, como si exigiese de ellos la misma humildad. Yo, que no me hubiese atrevido a hacerle ninguna objeción, percibía, un poco a distancia, por ser recién llegado, la situación, y no lograba saber si había o no algún cálculo en su actitud porque, al ir conociendo poco a poco a los otros religiosos, me daba cuenta de que, bajo su aspecto piadoso y bonachón, muchos de ellos, por tener la autoridad de su parte, eran capaces de cometer los delitos más grandes. Sin duda el padre Quesada deponía su orgullo para no herirlos, ya que eran ignorantes, supersticiosos, mezquinos, acomodaticios, leguleyos y pueriles, pero también para protegerse, porque, a pesar de sus aires mansos y mesurados, eran capaces de mandar a un hombre a la hoguera. El padre Quesada tenía, sin duda, desde el punto de vista de la religión, algunos defectos; pero los otros religiosos los tenían también, sin poseer, en cambio, ninguna de sus virtudes. Se murmuraba que, en Córdoba y en Sevilla, adonde iba con frecuencia, el padre tenía concubinas, cosa que, aparte de serme completamente indiferente, nunca se me dio por comprobar. Lo que es seguro era su amor desmedido por el vino, pero esto, me parece, en vez de corromperlo lo mejoraba. Las cualidades que cuando estaba fresco disimulaba por humildad, cuando había tomado un poco de vino en compañía de sus amigos salían a la luz del día, y, sin que él mismo lo advirtiese, lo mostraban todavía más digno de amor. Durante noches enteras nos maravillaba y nos hacía reír, y todos los temas de conversación le eran familiares. Era un filósofo fino y abierto, un razonador paciente y exacto, pero la vida de todos los días le interesaba tanto como la física o la teología. Al final, cuando ya había tomado demasiado, se ponía triste, pero de una tristeza generosa, por los destinos ajenos, ya que del suyo propio ni una sola vez en siete años lo oí quejarse. Ya en las madrugadas que no refrescaban, un poco sudoroso a causa del vino, se quedaba silencioso, mirando el vacío sin parpadear, y de pronto, sacudiendo la cabeza, empezaba a hablar, por ejemplo, de Simón Cireneo, compadeciéndolo por ese azar que lo había puesto en el camino de la cruz transformándolo en instrumento del calvario, o de San Pedro que, después de haber negado tres veces a Jesucristo, se había echado a llorar. A esa altura, sus amigos se dirigían sonrisas disimuladas y empezaban a despedirse, seguros de que cinco minutos más tarde el padre ya estaría roncando en su sillón. Yo lo incitaba a levantarse, y él, dócil y distraído, se dejaba acompañar, apoyándose contra mi hombro, hasta su celda, y antes de que yo hubiese cerrado la puerta detrás de mí, dejándolo estirado sobre su cama, ya se había dormido. Ese gusto por el vino fue creciendo con los años y las reuniones con los amigos, que en los primeros meses de mi estancia en el convento se hacían una vez por mes, o una vez cada quince días, en los últimos tiempos tenían lugar una vez por semana e incluso hasta dos o tres. El padre decía que sentía dolores fuertes en la espalda, y que únicamente el vino se los hacía pasar. En los últimos meses de su vida, sin embargo, no tomaba más nada, y todavía hoy me pregunto si no fue eso lo que lo mató. Lo cierto es que una mañana salió temprano a caballo, y que unas horas más tarde el animal volvió solo al establo; cuando lo encontramos, al anochecer, en la sierra solitaria, estaba muerto, sin herida visible, a no ser un poco de sangre que le había salido por la nariz y que ya se había secado sobre su barba blanquecina, pero nunca supimos si fue la caída o un ataque lo que lo mató. Como era pleno verano, ha de haberse ido muriendo, bajo el cielo abierto, de cara a la misma luz intensa e indescifrable que había enfrentado su inteligencia en los días de su vida.

Si se ocupó de mí, fue por compasión, no por curiosidad, aunque a medida que fue conociéndome, mi caso, como a veces se le decía a mi situación peculiar, empezó a interesarle más y más. Debo decir que la muerte del capitán y de mis compañeros, que había tenido lugar ante los ojos mismos de la gran mayoría de la tripulación que había quedado en los barcos y que observaba la escena desde la borda, cuando esos barcos regresaron a sus puertos de partida, se había difundido por todas las grandes ciudades y durante muchos meses había sido discutida, amplificada, tergiversada, y llevada y vuelta a traer sin descanso de los puertos a las cortes y de las cortes a los centros comerciales. Varios casos semejantes habían ocurrido en otros puntos del África o las Indias. En uno de ellos, unos indios habían secuestrado a un grupo de marineros y el resto de la tripulación, en vez de retirarse, decidió, después de largas deliberaciones, acudir en su rescate, pero cuando la tripulación llegó al caserío de los indios fue para descubrir que los indios se habían comido crudos a sus prisioneros y apenas si quedaban de ellos algunos huesos filamentosos y algunos cráneos pelados. La condición misma de los indios era objeto de discusión. Para algunos, no eran hombres; para otros, eran hombres pero no cristianos, y para muchos no eran hombres porque no eran cristianos. El padre Quesada me hacía, de tanto en tanto, durante las lecciones, preguntas que a veces me desconcertaban, pero cuyas respuestas él anotaba, haciéndomelas repetir para obtener detalles suplementarios. ¿Tenían gobierno? ¿Propiedades? ¿Cómo defecaban? ¿Trocaban objetos que fabricaban ellos con otros fabricados por tribus vecinas? ¿Eran músicos? ¿Tenían religión? ¿Llevaban adornos en los brazos, en la nariz, en el cuello, en las orejas o en cualquier otra parte del cuerpo? ¿Con qué mano comían? Con los datos que fue recogiendo, el padre escribió un tratado muy breve, al que llamó Relación de abandonado y en el que contaba nuestros diálogos. Pero debo decir que, en esa época, yo estaba todavía aturdido por los acontecimientos, y que mi respeto por el padre era tan grande que, intimidado, no me atrevía a hablarle de tantas cosas esenciales que no evocaban sus preguntas.

Una vez, en una de las reuniones con los amigos, le oí decir, con una sonrisa, sacudiendo un poco la cabeza, que los indios eran hijos de Adán, putativos sin duda, pero hijos de Adán, lo cual significaba para él que eran hombres. Yo, silencioso, pensé esa noche, me acuerdo bien ahora, que para mí no había más hombres sobre esta tierra que esos indios y que, desde el día en que me habían mandado de vuelta yo no había encontrado, aparte del padre Quesada, otra cosa que seres extraños y problemáticos a los cuales únicamente por costumbre o convención la palabra hombres podía aplicárseles.

El convento, que hubiese debido ser un lugar de retiro, era un ir y venir interminable. Los religiosos de buena familia tenían sus propios servidores, y los extraños entraban y salían a toda hora: eran parientes, visitas, campesinos, artesanos, vendedores y muchos religiosos de paso por la región que pernoctaban en el convento. Cada fraile recibía a sus amigos, a sus protectores, y más de uno a sus queridas. Los novicios eran los mandaderos de los que ya habían sido ordenados, y las fiestas religiosas, que empezaban a la mañana temprano con la misa, se prolongaban un día o dos en diversiones y comilonas. De vez en cuando, el superior reunía a los padres y los exhortaba a la discreción. Pero él mismo, que tenía muchas relaciones entre gente de posición, se lo pasaba recibiendo a artistas y principales y organizando procesiones y justas poéticas en honor de tal o cual santo y de las que exigía que superasen en brillo a las que tenían lugar en los conventos de las inmediaciones. Una vez, un pintor de la corte vino a instalarse entre nosotros para pintar una Cena destinada al refectorio. Permaneció casi un ano en el convento, produciendo un gran revuelo con sus preparativos; nos observaba con atención, de frente, de perfil, nos hacía mostrarle las manos y asumir las poses más extrañas, nos vestía de muchos modos diferentes. Por fin eligió sus modelos y empezó a pintar. El convento entero tenía que estar a su disposición y le daba órdenes a todo el mundo, incluso al superior, que se mostraba con él sumiso y reverencioso, pero parecía sentir un gran placer por tenerlo en el convento y le concedía hasta lo menores caprichos. Ese pintor siempre estaba pidiendo cosas que había que procurarle en el acto, e incluso mientras pintaba se lo oía hablar en voz alta si uno pasaba frente a la puerta de la habitación en la que trabajaba. Pero a veces, cuando terminaba el día y empezaba a faltarle luz, despedía con aire cansado y distraído a sus modelos, y después de ordenar con minucia y precaución sus materiales, llevando un poco de vino bajo la capa, se dirigía a la celda del padre Quesada y se quedaba conversando con él, entre los muros cubiertos de libros, discreto y apacible, hasta mucho después de medianoche.

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