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El nombre de los nuestros

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El nombre de los nuestros
Название: El nombre de los nuestros
Автор: Silva Lorenzo
Дата добавления: 16 январь 2020
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El nombre de los nuestros - читать бесплатно онлайн , автор Silva Lorenzo

El nombre de los nuestros es la historia de una tr?gica equivocaci?n: la de la pol?tica colonial de Espa?a en el protectorado de Marruecos. La novela se inspira, advierte el autor, "en los avatares reales vividos entre junio y julio de 1921 por los soldados espa?oles […] que defend?an las posiciones avanzadas de Sidi Dris, Talilit y Afrau, en Marruecos". Dos soldados de leva, Andreu -un anarquista barcelon?s- y Amador -un madrile?o empleado de seguros, adscrito a la UGT-, y el sargento Molina, con la colaboraci?n de Hadd?, un singular polic?a ind?gena, protagonizan un relato en el que se describen, no ya los horrores de la guerra, sino el horror del hombre ante un destino irracionalmente impuesto por eso que llaman «raz?n de Estado».

Ante ellos, la harka, el conjunto de tropas irregulares marroqu?es que el torpe mando militar espa?ol menosprecia desde sus despachos. Un enemigo invisible en un paraje en el que aparentemente no sucede nada, pero que se prepara l?gubre e inexorablemente para la masacre. El nombre de los nuestros se plantea como la novela ?pica de unos personajes condenados al hero?smo, aunque no crean en ?l o a sabiendas de su inutilidad. Ampar?ndose en la cr?nica de unos hechos que a?n hoy no gusta recordar, Lorenzo Silva construye la par?bola desmitificadora de los restos de un imperio de cart?n piedra, y nos engancha magistralmente a unos personajes de carne y hueso: responsables, imperfectos, reconocibles, carne de ca??n…

La ?pica de unos personajes condenados al hero?smo en una magistral novela sobre eso que se llama «raz?n de Estado».

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– Lo dejo a tu criterio, siempre que estés seguro del terreno que pisas.

– Está bastante antes de llegar al río, mi general. -De acuerdo. ¿Qué más se te ocurre?

El Comandante General puso su dedo sobre otro punto, a medio camino entre Sidi Dris y el campamento general. Y dijo:

– Aquí hay un aduar que se llama Talilit. Sobre esta elevación podríamos establecer una posición que enlazara Sidi Dris con el campamento general. El ataque ha demostrado que el enemigo puede incomunicar Sidi Dris con cierta facilidad. Una posición en Talilit fortalecería mucho la línea.

– ¿Qué puede costarnos?

– Poco. Está dentro de nuestra actual área de influencia. -Pues adelante con ello. Pero ni un paso más. -Bien -asintió el Comandante General, con el ceño fruncido.

El Alto Comisario se apartó del mapa. Paseó arriba y abajo de la pequeña cámara, con la vista clavada en el suelo. Tras ir y venir cuatro o cinco veces, se detuvo y enfrentó la mirada del Comandante General.

– Manolo -dijo, tratando de resultar conciliador-. Esta noche tengo que telegrafiar al ministro el estado actual de la situación. Voy a taparte. Seguiré presentando lo de Sidi Dris como un incidente sin demasiada importancia. Al fin y al cabo, podría haber acabado peor. Voy a decirles que aquí todo está en orden, que estás tomando las medidas necesarias y que no hay mayor peligro. Dime si crees que puedo dar ese informe.

– Desde luego.

– Hablo muy en serio. Piénsalo.

– No me tiembla el pulso por comprometerme a eso.

– Eso es lo que estás haciendo, comprometerte. Y si fallas me comprometes también a mí. Así que quiero estar al tanto en todo momento.

– Como ordenes.

Cuando los dos generales salieron de la cámara, sus ayudantes y los marinos enmudecieron inmediatamente. Todos habían oído las voces, y aunque no lo hubieran hecho, el gesto de los dos jefes excusaba cualquier esfuerzo de imaginación. La despedida fue incómoda y envarada. El Alto Comisario sólo aflojó el gesto para decirle al coronel Morán:

– Sigue haciendo esos informes. Valen su peso en oro.

El comentario no era lo más oportuno para amansar al Comandante General, y el coronel, que le conocía lo suficiente como para saberlo, recibió el elogio lo más comedidamente posible. Embarcó con su superior en el bote y éste puso proa a tierra en la calurosa tarde Africana. Veiga, de nuevo al mando de la embarcación, procuraba pasar más bien inadvertido. Esta vez el silencio era aún más opresivo que durante el trayecto de ida.

Al llegar a tierra, el Comandante General abandonó el bote sin despedirse de los marineros, y pasó junto a Veiga sin contestar tampoco a su saludo. Lo mismo hizo su ayudante, que bajó antes que el coronel Morán. Por el contrario, el coronel se detuvo a devolverle a Veiga el saludo y dijo con deferencia:

– Gracias por todo, alférez.

– De nada, mi coronel.

Ya en el bote, mientras navegaban hacia el Laya, Veiga se quedó observando la figura del coronel que quedaba atrás, en la playa, mezclada con las de los otros. A medida que se empequeñecía, el alférez tuvo una extraña sensación. El coronel no era un oficial y mucho menos un jefe como los demás. Su temperamento encerraba algo que Veiga discernía confusamente. Algo que le abocaba a la desdicha y la incomprensión.

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