Las Aventuras Del Bar?n De M?nchhausen
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Aventuras del bar?n de M?nchhausen es el relato de las haza?as del mayor embustero de la literatura, alguien capaz de izarse a s? mismo (?y a su caballo!) tirando, fuertemente de su propia cabellera, y constituye el mayor triunfo de la imaginaci?n en la historia de la literatura.
August Gottfried B?rger nos ofrece una historia a medio camino entre lo grotesco y lo maravilloso, con un esperp?ntico protagonista que provoca una y otra vez las risas del lector, sin darle un respiro. Como anot? Gautier en el pr?logo rescatado para esta edici?n, `entramos en un mundo extra?o, burlesco, fant?stico, quim?ricamente original, de que no ten?amos ninguna idea. Es la l?gica del absurdo llevada al extremo y sin temor a nada. Detalles de sorprendente verdad, razones de sutil ingenio, afirmaciones expuestas con la mayor seriedad sirven para hacer probable lo imposible`. Porque es un estilo arrollador lo que nos atrapa y nos transporta a un mundo de ilusi?n en el que todo lo aceptamos como veros?mil, donde la veracidad no reside en los hechos sino en la magia de las palabras, en definitiva, en el arte de narrar.
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CAPITULO XII
Después de haber referido la aventura que precede, se retiró el barón de Münchhausen dejando a la sociedad de buen humor. Al salir, prometió dar en la primera ocasión noticia de las aventuras de su padre, con otras anécdotas a cuál más maravillosas.
Cada cual hacía sus comentarios sobre las narraciones del barón. Una de las personas de la tertulia, que lo había acompañado a Turquía, refirió que había no lejos de Constantinopla una enorme pieza de artillería de que hace mención en sus Memorias el barón Tott.
He aquí, poco más o menos, lo que dijo, si no me es infiel la memoria:
Habían colocado los turcos un cañón en la ciudadela, no lejos de la ciudad, a la orilla del célebre río Simois. Era un formidable cañón de bronce, cuya ánima calzaba proyectiles de mil cien libras de peso, por lo menos. Tenía yo gran deseo de disparar este monstruoso cañón, para juzgar sus efectos. Todo el ejército temblaba a la idea de un acto tan audaz, pues se tenía por cierto que la conmoción derrumbaría la ciudadela y la ciudad entera.
Sin embargo, obtuve el permiso que había solicitado. Se necesitaron nada menos que trescientas treinta libras de pólvora para cargar la pieza, y la bala que se le echó pesaba, como he indicado más arriba, mil cien libras.
Al acercar el artillero la mecha al oído del monstruo, los curiosos que me rodeaban se retiraron a respetuosa distancia y me vi negro para persuadir al bajá, que asistía al experimento, de que no había nada que temer. El mismo artillero, que a una señal mía debía aplicar la mecha, estaba extremadamente pálido y temblón. Yo me puse en un reducto y di la señal, y al mismo tiempo sentí un sacudimiento igual al que produce un terremoto. A unas trescientas toesas estalló el proyectil en tres fragmentos, que volaron por encima del estrecho, impulsaron las aguas a la orilla y cubrieron de espuma el canal en toda su longitud.
Tales son, señores, si mi memoria me sirve bien, los pormenores que da el barón de Tott sobre el mayor cañón que ha habido en el mundo.
Cuando visité yo este país con el barón de Münchhausen, la historia del barón Tott era aún citada como un ejemplo inaudito de valor y serenidad.
Mi protector, que no podía llevar en calma que un francés hubiera hecho más que él, tomó el cañón al hombro, y después de ponerlo en equilibrio, saltó derecho a la mar y fue nadando con él hasta la orilla opuesta del canal.
Por desgracia, tuvo la mala idea de lanzar el cañón a la ciudadela por restituirlo a su lugar; digo por desgracia, porque en el momento de balancearlo como quien tirara a la barra, se le deslizó de la mano y cayó al canal, donde yace todavía y probablemente yacerá hasta el día del juicio final.
Este asunto fue el que indispuso al barón con el sultán. La historia del tesoro estaba ya olvidada, como quiera que el Gran Turco tenía bastantes rentas para llenar de nuevo sus arcas, y por invitación directa de él se hallaba otra vez en Turquía el barón. Allí estaría aún probablemente, si la pérdida de aquella enorme pieza de artillería no hubiera enojado al sultán hasta el punto de mandar que le cortaran la cabeza al barón.
Pero cierta sultana que tenía a mi amo en gran estima, le avisó esta sanguinaria resolución; más aún, lo tuvo oculto en su aposento, mientras el funcionario encargado de ejecutarlo lo buscaba por todas partes.
Bajo tan alta protección, la noche siguiente huimos a bordo de un barco que se de hacía a la vela para Venecia, y escapamos así dichosamente de tan inminente y terrible peligro.
El barón no gusta de recordar esta historia, porque esta vez no logró realizar lo que se había propuesto y también porque estuvo en riesgo de dejar la piel en la empresa.
Sin embargo, como no es en manera alguna ofensiva a su honor, tengo yo el gusto de contarla en cuanto él vuelve la espalda.
Ahora, señores, conocéis a fondo al barón Münchhausen, y creo que no tendréis ninguna duda sobre su veracidad; pero a fin de que no podáis dudar tampoco de la mía, es menester que os diga en pocas palabras quién soy yo.
Mi padre era originario de Berna, en Suiza, donde ejercía el empleo de inspector de calles, callejuelas, avenidas y puentes: estas funciones dan en esta ciudad el título… el título de barrendero.
Mi madre, natural de las montañas de Saboya, llevaba en el cuello una papera de un tamaño y belleza verdaderamente notables, lo que no es raro en las mujeres de aquel país. Desde muy joven abandonó a sus padres, y su buena estrella la llevó a la ciudad donde mi padre había nacido.
Anduvo algún tiempo vagabunda, y teniendo mi padre la misma afición natural, se encontraron un día en la casa de corrección.
Enamoráronse de buenas a primeras y luego se casaron. Pero esta unión no fue muy dichosa que digamos: mi padre no tardó mucho en separarse de mi madre, asignándole por toda pensión de alimentos la renta de una tienda de ropa vieja que le echó a la espalda.
La buena mujer se agregó luego a una compañía ambulante que hacía títeres con muñecos, hasta que la fortuna acabó por conducirla a Roma, donde se puso a vender ostras.
Sin duda habréis oído hablar del papa Ganganelli, conocido por el hombre de Clemente XIV, y sabréis cuánta afición tenía a las ostras. Un viernes que iba con gran solemnidad a decir misa a San Pedro, vio las ostras de mi madre, que eran, según me dijo muchas veces ella misma, hermosas y frescas, y no pudo menos de detenerse a probarlas.
Con esto, hizo detenerse a las quinientas personas que lo seguían y avisó a las que esperaban en la iglesia que no podía decir misa aquella mañana.
Bajó, pues, del caballo, porque los papas van a caballo en las solemnes ocasiones, entró en la tienda de mi madre y se comió todas las ostras que tenía dispuestas; pero como tenía más en el almacén, Su Santidad hizo entrar a su séquito, el cual acabó de agotar la provisión.
El papa y los suyos permanecieron allí hasta la noche, y antes de salir, colmaron de indulgencias a mi madre para todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.
Ahora, señores, me permitiréis no explicaros más claramente lo que tengo yo de común con esta historia de ostras: creo que me habréis comprendido bien para saber a qué ateneros sobre mi nacimiento.