El Club De Las Chicas Temerarias
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El club de las chicas temerarias est? formado por seis pr?speras mujeres latinas que se conocen desde que comenzaron la universidad. Provenientes de diferentes ambientes econ?micos, culturas y religiones, consolidan su inquebrantable amistad reuni?ndose cada seis meses, pase lo que pase, para cenar, cotillear, compartir sus ?xitos o ayudarse en los peores momentos de sus vidas.
Vicepresidenta de una importante compa??a, Usnavys es un divertido cicl?n negro, Sara es una mod?lica madre y la esposa de un abogado y respetado miembro de la comunidad jud?a, Elizabeth es copresentadora de un programa de televisi?n matutino y portavoz nacional de una organizaci?n cristiana, Rebecca es sencillamente perfecta, la creadora de Ella, la revista de la mujer hispana m?s popular del pa?s, Amber, cantante y guitarrista de rock, espera su gran oportunidad, y Lauren es la redactora m?s joven y la ?nica hispana del diario Gazette. ?Son las temerarias!
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– Rebecca -dice-. Ven aquí.
– Shhh -digo.Le recuesto sobre la cama. Todavía está vestido, tumbado boca arriba. Me arrodillo encima de él. Me gusta. En mi fantasía él siempre estaba vestido y yo no. Intenta incorporarse, pero lo empujo hacia atrás.
– Todavía no -digo-. Espera.
Se le ve divertido, y excitado. Noto su excitación debajo de mí.
Utilizo el dedo con el que me he tocado antes para dibujar sus labios, nariz y el contorno de sus bonitos ojos. Le meto el dedo en la boca, siento los dientes y la lengua. Entonces me inclino sobre él y le beso apasionadamente. Me acerca bruscamente hacia él, y me da la vuelta dejándome abajo. La cama cruje con el movimiento.
– Ahora te toca a ti -me dice entre besos.
Recorre mi cuello con sus labios lentamente, una mano en el pelo y la otra en mi pecho.
– He soñado con este momento -dice, mientras me desabrocha el sujetador-. Desde que te conocí llevo soñando con esto. Estoy loco por ti.
Mientras me besa los pechos, lo miro. Su oscura piel contrasta con la mía. Con Brad, era yo la que tenía la piel más oscura. Odiaba que Brad lo comentara y no quiero decirle nada a André. Recuerdo una frase que aprendí en la clase de historia del arte: «claroscuro». Luz contra la oscuridad. ¡Precioso!
Hago ruidos que nunca había oído. André juega con mis pezones como nadie lo ha hecho antes. Muerde, besa, acaricia, y los dibuja. Arqueo la espalda.
– Quítate la camisa -le digo.
Se pone de pie y se la quita. Me levanto también, y lo miro. Quiero sentir su pecho contra el mío. Me alegra ver que tiene poco pelo en el pecho, y ninguno en los brazos o en la espalda. Tiene los músculos bien definidos y fuertes. No tiene nada de grasa.
– Qué guapo eres -digo-. No me puedo creer lo guapo que eres.
– Gracias -dice.
Me encanta su acento, y su apunte de sonrisa. Me vuelve loca.
Estamos de pie abrazándonos, besándonos. Es cálido y fuerte, tal y como imaginaba. Empuja su pelvis contra mí, y para mi sorpresa yo también empujo. Le acaricio a través de los pantalones, y me alegra descubrir que es bastante potente, suficientemente grande para ser agradable pero no para hacer daño.
– Dios mío -digo.
Deja escapar un pequeño gemido. Me acaricia entre las piernas, y aparta el tanga. Sabe lo que está haciendo, no como Brad. Grito de placer. André se arrodilla, y me besa el vientre.
– Tienes un gran cuerpo -dice-. Eres increíble.
Me abre bien las piernas, y me besa. Sus dedos, su boca, concentrados en el mismo sitio. Casi no puedo soportarlo. Lo hace tan bien, que tengo miedo de acabar demasiado pronto. Lo detengo, me arrodillo a su lado, repito el favor mientras se tumba en el suelo. Se deshace de los pantalones sacudiendo una pierna, y allí está, desnudo. Es increíble en todos los aspectos.
– Quédate ahí -le ordeno.
Voy a buscar mi bolso al baño, saco un condón. Cuando vuelvo, se está acariciando, moviendo la mano a lo largo del pene. Se detiene al verme.
– No -digo-. Sigue. Quiero verte hacerlo.
Nunca he visto masturbarse a un hombre, aunque siempre he querido hacerlo. André accede, y me pide que haga lo mismo. Me siento, abro las piernas, cerca de él, y aparto el tanga hacia un lado con una mano, con la otra me acaricio. Me mira. Lo miro. Hasta que no podemos mirarnos más.
Le pongo el condón, le pido que se quede en el suelo. Entonces me subo encima y me monto despacio en él, dejando que me llene. Nos miramos a los ojos, y me siento tan bien que lloro.
– ¿Estás bien? -pregunta.
– Sí -digo.
Empieza a moverme. Sonrío. Nos cogemos de la mano.
– Más que bien. Esto es asombroso.
– Sí. Lo es.
Cambiamos de postura varias veces, por toda la habitación, y finalmente terminamos en la cama, estilo perro. A Brad esa postura no le gustaba, pero yo la encuentro embriagadora. Al final, grito. De mi boca salen años de frustración reprimida, y me corro durante una eternidad.
André me sostiene. Nos besamos dulcemente.
– Increíble -dice.
– ¿Tú crees?
– Sí.
Descansamos, dormimos un rato. Pedimos comida.
Después volvemos a hacerlo.
Pasan dos días hasta que nos las arreglamos para salir de allí y hacer la más mínima compra.
El vestido de dama de honor es una de las mayores conspiraciones contra solteras que se han inventado. El mío acaba de llegar por correo, diez días antes de que mi amiga Usnavys se case, y casi lo confundo con un vestido de baile de 1970. Gracias, Navi. Así seguro que vas a ser la más guapa de la boda.
De «Mi vida», de LAUREN FERNÁNDEZ
Capítulo 19. LAUREN
Amaury se acaricia los marcados abdominales, bajo las sábanas, a mi lado. Acabamos de hacer el amor con el canto matinal de los pájaros como banda sonora. Fatso está sentada en el marco de la ventana, molestándolos como si fueran a caerle en la boca, comida para llevar recién encargada. Nadie ha conseguido demostrar la inteligencia de esta gata. Amaury lleva un mes quedándose todas las noches y ya se ha acostumbrado a él. Yo también. No quiero que se vaya. Ni siquiera para ir a clase.
En los tres meses que llevamos juntos, he aprendido a querer a este hombre.
La ventana del dormitorio está abierta, y el increíble y salado aire primaveral de Boston acaricia nuestros cuerpos desnudos. Me siento libre, por primera vez en mi vida, realmente libre. Y feliz. Anoche, antes de quedarnos dormidos, me preguntó con una mirada asustada:
– ¿Te importaría oír algo que he escrito?
Era un pequeño cuento, a lo García Márquez. Me quedé de piedra. Mi español no es nada del otro mundo pero estar conAmaury me ha ayudado a pulirlo. Este chico sabe escribir. A pesar de ser un traficante. Hay música en sus palabras. Merengue. Y no merengue de Puerto Rico, que ahora lo distingo del dominicano. El merengue dominicano mola. ¿El puertorriqueño? No.
Las temerarias creen que estoy loca. Creen que un tipo tan guapo, con largas pestañas, que anda contoneándose, que huele a CK-1, que lleva un busca barato, al que le es indiferente llevar los cordones atados, que conduce pavoneándose por Centre Street y que conoce a cada personaje sospechoso… mierda, todas pensamos que un tipo así no puede ser bueno. Ni de casualidad. Se ríen de hombres como él. Y no sólo las temerarias. Cuando paseamos por Stop and Shop cogidos de la mano, todas las latinas de cierto nivel se ríen de nosotros. La gente de su clase también. Sus amigos creen que ha perdido el juicio por salir con una mujer independiente y educada como yo.
– Te quiero -le digo.
Se inclina sobre mí, me besa los párpados.
– Yo también te quiero.
– No vayas a clase. Quédate aquí todo el día. Vamos a jugar.
Amaury se ríe.
– Ojalá pudiera. Lo siento.
Sale de la cama y observo el corazón que tiene tatuado en la espalda. Está fuerte, hace pesas. Macizo.
– Voy a bañarme -dice en inglés-. ¿Vienes, mami?
– Quiero dormir -digo, soñolienta-. Unos minutitos más.
– Está bien -dice.
Cierro los ojos y floto de felicidad mientras el agua corre arriba.
No tenía previsto enamorarme de Amaury Pimentel, el camello. Admito que empecé a salir con él por despecho hacia ese engreído vaquero texicano. Pero después no. De repente, me vi mirando fijamente el cursor sin poder escribir ni una frase porque Amaury bailaba en mi cerebro. Un día Jovan vino a verme como suele, jugando con sus rastas, intentando coquetear. Y ya no me interesaba. Ni Jovan, ni Ed, ni nadie.
Sólo podía pensar en Amaury doblando cuidadosamente su ropa con las manos llenas de cicatrices. Sueño de día con la cicatriz de bala en su hombro y con su forma de llorar cuando oye una canción triste. Pienso en el collar de bolitas multicolores que lleva en el cuello, y en cómo lo coge con la mano como si fuera una única y flácida flor cuando se lo quita. Se santigua con él, se lo lleva a los labios con la cabeza inclinada en una oración por su salvación y seguridad en la calle, y por la salud y bienestar de su querida madre. Que Dios la bendiga, como dice siempre. Dios la bendice.