El senor de la medianoche
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Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.
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Al otro lado de un desfiladero, justo donde la fortificación de piedra iniciaba la curva para ascender por la colina vecina, divisó un caballo negro montado por un jinete que miraba hacia ellos. No era capaz de distinguir de quién se trataba. El rucio alcanzó el borde del desfiladero y disminuyó la velocidad para ascender por el cerro. Nervioso, Nemo trazó un círculo y miró hacia ella con la lengua fuera.
A Leigh se le encogió el corazón, presa de una súbita premonición y dejó que el inquieto rucio descendiese veloz por la ladera nevada.
Pensó que sin duda se trataba del Seigneur, que era él quien la observaba bajo el sombrero tricornio oscurecido por la humedad, aunque él no dio muestra alguna de reconocerla. El rucio ascendió nervioso por la colina frente a ella, se detuvo y juntó el hocico con el del caballo negro. Nemo se quedó al lado de Leigh y olisqueó el viento que soplaba en su contra, con la cola gacha ante la incertidumbre. Los caballos se pusieron a la misma altura, y el otro jinete controló su montura mientras el rucio hacía cabriolas, y soltaba vaho al respirar.
El caballo negro se puso de lado; el perfil de su silueta se recortó contra el oscuro cielo y, de súbito, Leigh se dio cuenta de que eran dos las personas que iban a lomos del animal. Tiró de las riendas de su montura entre titubeos al llegar al pie de la colina mientras su corazón latía con fuerza.
El jinete de delante pasó una pierna sobre las crines del caballo negro y desmontó, dejando al otro, que no era sino un bulto informe, encogido sobre la silla. De repente, Nemo se lanzó hacia delante y fue saltando de piedra en piedra para subir el lado más empinado del desfiladero. Al llegar a la cima, el lobo se abalanzó a saludar al hombre, y a Leigh ya no le quedó ninguna duda.
Se quedó sobre la silla, paralizada por una mezcla de alegría y furia; se sentía absurdamente frágil, como si el roce más ligero fuese suficiente para hacerla añicos.
El Seigneur cogió a Nemo entre sus brazos y dejó que le cubriese el rostro con sus lamidos antes de apartar de él al entusiasmado animal. Los grandes copos de nieve caían sobre ellos y el viento los hacía flotar en el aire. El hombre se quedó quieto y dirigió la mirada colina abajo hasta fijarla en Leigh.
Vivo. Estaba vivo.
Y seguro que tan irritante y tan satisfecho de sí mismo como siempre. El aire invernal le raspaba la garganta y hacía que le ardieran los ojos. Leigh apretó con fuerza los dientes.
El zaino la llevó cerro arriba con paso lento. Cuando llegaron a la altura del hombre, este, con las riendas de su caballo en la mano, levantó la mirada hacia ella sin decir nada.
– Buenas tardes -dijo Leigh con frialdad-. Qué placer encontrarte de nuevo.
Él mantuvo el rostro impasible. No hubo sonrisita burlona ni enarcó las orgullosas cejas con gesto de chulería.
– Sunshine -fue todo lo que dijo con una voz extraña e inexpresiva.
El tono apagado hizo que los dedos de la joven ciñesen con fuerza las riendas del zaino.
– ¿Qué sucede?
Él se quedó mirándola, pero a continuación bajó la vista.
– Tenía que haber supuesto que acabarías por lograrlo. -Rehuyó la mirada inquisitiva de la joven. Durante un momento apoyó el puño en el lomo del caballo negro, y después posó en él la frente, como si no quisiera mirarla a la cara.
– ¿Eres un amigo? -preguntó una voz femenina.
Leigh alzó la cabeza. La figura sentada sobre la silla apartó del rostro un oscuro velo; unos ojos azules, cansados y enrojecidos la contemplaron.
– ¿Y tú quién eres? -exigió saber Leigh.
– ¿Eres amiga del señor Bartlett? -preguntó de nuevo la joven-. ¿Puedes ayudarme? Nos hemos escapado, tengo frío y no sé adónde vamos. ¿Hay alguna casa por aquí cerca?
– ¿Qué ha sucedido? -insistió Leigh con rudeza.
La joven le dirigió una mirada furtiva.
– Nada -contestó-, no ha pasado nada. Buscamos refugio.
Leigh no le prestó atención. Se deslizó hasta el suelo, agarró a S.T. por el hombro y le obligó a alzar el rostro.
– Cuéntame qué ha pasado.
– No te oye -dijo la joven.
S.T. movió la mandíbula como si se dispusiera a hablar. Frunció el ceño con fiereza, pero en lugar de decir algo apartó de golpe la mano de Leigh y rodeó el caballo hasta situarse al otro lado. Sacó una cuerda de la alforja que colgaba de la silla, agarró al rucio y le rodeó el cuello con un improvisado lazo. De un salto, montó a pelo sobre el caballo negro y empezó a tirar del otro animal.
Leigh se subió a trompicones a lomos del zaino y lo obligó a ir tras ellos.
– ¿Qué es eso de que no oye?
– No puede. -La joven se situó con un movimiento en el centro de la silla y la miró por encima del hombro-. Es sordo.
Leigh tragó una bocanada de aire.
– ¿Totalmente?
La joven asintió.
– No fue culpa mía -aseguró.
– ¡Chilton lo hizo! -exclamó Leigh.
– Sí. -La joven se mordió el labio-. No fue culpa mía.
Leigh iba a matar a aquel animal. Iba a hacerlo pedazos, le arrancaría el corazón, asesinaría delante de sus ojos todo aquello que él amaba.
– Yo tenía suficiente fe -susurró la joven-. De verdad que sí. Pero el señor Jamie es un demonio. Me obligó a hacer cosas demoníacas, y el diablo convirtió el agua en ácido.
– Ácido -susurró Leigh, horrorizada-. ¿En el oído sano?
– Si lo hubiese sabido no lo habría hecho. Pero lo ignoraba. Creía que él era sabio y santo, y es el diablo.
– ¿Fuiste tú quien lo hizo? -gritó Leigh, que clavó los talones en el zaino y lo lanzó sobre la joven, al tiempo que la asía del pelo y tiraba de ella-. ¡Puta malnacida!
La joven pegó un alarido. Leigh se inclinó hacia ella y la golpeó con tal fuerza que se quedó con un mechón de pelo rubio en su mano enguantada. Oyó cómo S.T. alzaba la voz, pero no escuchó qué decía y con un nuevo revés abofeteó a la joven, que no dejaba de chillar.
– ¡Rata de cloaca! ¡Baja de su caballo! -Leigh no pudo evitar un sollozo furioso-. ¡Baja ahora mismo!
La joven ya se tambaleaba, y Leigh le pegó un empujón con ambas manos. Los caballos relincharon al oír el alarido que soltó. Aterrizó en el barro entre un revoltijo de velos negros y piernas blancas.
Leigh describió un círculo con el rucio y se apartó. Le habría gustado pasar con el caballo por encima de aquel despojo humano, pero, en lugar de hacerlo, sujetó al animal y escupió a la joven.
– Espero que te congeles.
La muchacha lloraba tendida en el lodo. Leigh hizo girar el caballo y lo dirigió hacia donde se encontraba el Seigneur. Cuando lo alcanzó, lo asió del brazo. Él la miró con expresión de alarma.
– Leigh -dijo, y sacudió la cabeza-. Estoy…
La joven se inclinó hacia él e interrumpió su confesión con los labios. Lo asió de los hombros con las manos y lo besó con fuerza, como si quisiese absorberlo hasta el interior de su cuerpo para hacer que volviese a ser el de antes.
Tenía la piel fría y la espalda rígida. Hizo un ademán como para apartarla de él, pero Leigh no se lo permitió; lo agarró de los brazos con fuerza y lo apretó contra ella todo lo que los caballos le permitieron.
– Estás vivo -susurró de nuevo, envuelta en su aliento cálido-. Eso es lo que de verdad importa.
Rodeó con las manos el rostro del hombre y lo besó de nuevo. Él hizo un ruidillo con la garganta, a medio camino entre el rechazo y la entrega. Dudó qué hacer con las manos y, al final, las posó en la cintura de Leigh.
El zaino se aproximó un poco más. El Seigneur entreabrió los labios y aceptó el ofrecimiento de ella. En respuesta, jugueteó con su lengua, la saboreó, mezcló el frío con el calor. Apretó el abrazo con el que le ceñía el cuerpo. El viento hizo ondear su capa sobre la muchacha; la humedad intensa de la prenda los rodeó a ambos bajo la nieve que no cesaba de caer.
S.T. se apartó un poco y la miró por debajo de sus pestañas de bordes dorados.
