El senor de la medianoche

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El senor de la medianoche
Название: El senor de la medianoche
Автор: Kinsale Laura
Дата добавления: 16 январь 2020
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El senor de la medianoche - читать бесплатно онлайн , автор Kinsale Laura

Una vez fue el Seigneur de Minuit, el se?or de la medianoche, un hombre al margen de la ley, un aventurero que impon?a su ley y su justicia en los caminos de Inglaterra. Una vida peligrosa y heroica de la que tuvo que alejarse por la traici?n de una mujer. Ahora S.T. Maitland vive exiliado en un castillo franc?s en ruinas, apartado de todo y de todos. Hace tres a?os que cerr? la puerta a un pasado que, sin embargo, la joven Leigh Strachan quiere hacerle revivir a su pesar. Por ella, que ha perdido todo cuanto amaba y solo piensa en vengarse, tal vez sea capaz de hacerlo.

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No había nada que pudiera decir, así que se limitó a dar un golpe al pequeño burro para que prosiguiera, e hizo un comentario intrascendente sobre el camino que todavía les quedaba por recorrer.

Sin preguntarle antes si quería, S.T. llevó agua a Leigh cuando pararon en el fondo de un precipicio de piedra caliza. El mistral rugía entre los arbustos que había sobre sus cabezas y arrancaba, flores silvestres que crecían en las grietas verticales de las alturas. Cuando S.T. se quitó el tricornio, el pelo golpeó su mejilla. Se arrodilló delante de ella, que estaba sentada en una roca, y le ofreció la copa.

– El viento te está quemando el rostro -dijo.

Ella lo miró con una expresión un tanto cínica.

– Da igual.

– ¿No prefieres taparte con un pañuelo?

Leigh se encogió de hombros y bebió. Él todavía ansiaba tocarla y recorrer con sus dedos la enrojecida piel, para aliviarla.

– ¿Estás cansada? -preguntó en su lugar-. Puedo llevar yo al burro si te agota mucho.

– No hace falta -contestó ella en un tono distante que indicó a S.T. que sabía muy bien en qué consistía ese juego y que no le iba a llevar a ninguna parte. Por tanto, decidió ser paciente. Sus propios motivos para lo que estaba haciendo eran un tanto confusos. Quería protegerla, consolarla, pero tampoco se trataba de un impulso del todo inocente. Quería por encima de todo abrazar su cuerpo.

Comieron en silencio.

– Debería terminar de contártelo todo -dijo Leigh de repente-, ya que veo que no te atreves a hacer más preguntas.

S.T. volvió a envolver con cuidado el pan que no se había comido dentro de la servilleta, que ató a continuación.

– Hay mucho tiempo para eso, si te apena recordarlo.

– No -dijo ella con suma frialdad-. Ya que insistes en tomar parte en esto, prefiero contártelo todo lo antes posible. Quizá así te replantees tu decisión.

Él la miró y negó con la cabeza. Leigh le devolvió la mirada durante un instante y después la apartó. Tenía las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y se dedicó a seguir las evoluciones de un pajarito gris y negro que saltaba entre las oscilantes ramas de un arbusto que había junto al camino. S.T., por su parte, arrancó una brizna de hierba y masticó uno de sus extremos. Vio que ella se balanceaba con un débil movimiento hacia delante y hacia atrás como los arbustos al viento, mientras mantenía los codos muy pegados al cuerpo como si quisiera hacerse lo más pequeña posible.

– Cuéntamelo -dijo S.T. con suavidad cuando le pareció que Leigh no conseguía reunir las fuerzas para hablar-. ¿Por qué crees que hizo eso a tus hermanas?

– No, no fue él -dijo ella rápidamente-. Yo no he dicho que lo hiciera él.

– Entonces es que tiene cómplices.

Leigh echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo.

– ¿Cómplices? -Respiró hondo y expulsó el aire con fuerza-. Toda la ciudad es su cómplice. Lo único que tuvo que hacer fue subirse al púlpito y decir: «Es una pérdida, su carne es débil y ha intentado seducirme a mí, a un hombre de Dios». Eso fue la condena de la pobre Emily. Todos le creen. Y los que no lo hacen, no se atreven a hablar. Mi madre sí se atrevió, y ya ves qué pasó. -Agachó la cabeza y se miró las manos-. Nos usó como ejemplo, y encima lloró. -Una mueca de ironía se dibujó en su rostro-. Esa mala bestia lloró ante la tumba de mi hermana.

S.T. arrancó otro tallo e hizo un nudo con él.

– ¿Y qué pasa con quien la mató? ¿No quieres que se haga justicia?

Ella se mordió el labio. Su rostro estaba muy tenso.

– No sé quién la mató -dijo-, y me da igual. Quienesquiera que fuesen, no eran ellos cuando lo hicieron. -Vaciló un instante y lo miró-. Eso debe de parecerte raro.

S.T. frunció el ceño mientras anudaba lentamente la siguiente brizna a la cadena de hierba que estaba haciendo.

– Tenía un amigo en París -dijo-, mi mejor amigo de los de la escuela. -Con meticulosa precisión rajó un tallo y le anudó otro-. Un día íbamos todos juntos y encontramos a un pájaro herido en la calle. Era una paloma con un ala rota; se movía por el suelo con aspecto de estar desconcertada y dolorida. Yo iba a cogerla, pero el mayor de todos nosotros empezó a darle patadas. Todos se echaron a reír y comenzaron a darle patadas también, y a pisarle las alas para que las sacudiera. -Sus manos pararon-. Incluido mi mejor amigo -añadió mientras extendía la cadena.

Leigh levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Y lo odiaste por ello?

– Me odié a mí mismo.

– Porque no dijiste nada.

S.T. asintió.

– Se habrían reído, y hasta puede que se hubieran vuelto contra mí. Me fui a casa y lloré en el regazo de mi madre. -Esbozó una ligera sonrisa-. Mi madre no era una gran erudita religiosa. Creo que tardó cuatro días en encontrar una Biblia, y otros tres para localizar la página que buscaba, pero al final la encontró. -Se colgó el aro de hierba verde de los dedos-. «Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.»

– Eso son solo palabras que no cambian nada -replicó ella con furia-. Mi padre siempre fue… -Se interrumpió con un escalofrío-. Pero eso no importa ahora. -Con un movimiento repentino se puso en pie-. Chilton llegó hace cuatro años y fundó una sociedad religiosa. Mi padre se había ordenado nada más salir de la universidad y era el párroco del lugar. Nunca había esperado heredar el título de conde de su familia pero, cuando lo hizo, continuó con su labor eclesiástica como si nada. No era una persona de carácter, era más bien tímido. Sus sermones dormían a todo el mundo, pero él disfrutaba escribiéndolos. Y entonces apareció Chilton en la vecindad y comenzó a celebrar reuniones evangélicas. También montó una escuela y un hogar para chicas pobres.

Se llevó una mano a la boca y comenzó a caminar. Sus delgadas y fuertes piernas salían y entraban del campo de visión de S.T. Era la primera noticia que tenía de que Leigh fuese hija de un conde. De forma intencionada no levantó la cabeza; la volvió para oír mejor, aunque fingía estar mirando una mata de lavanda silvestre que había más allá de ella.

– ¿A qué iglesia pertenece Chilton? -preguntó.

– La llama la Iglesia Libre. Ni siquiera sé si existe de verdad, pero lo dudo mucho. Nunca asistí a ningún servicio, pero creo que es todo invento suyo. Aseguraba que era igual que una sociedad metodista, pero hace años vino John Wesley a predicar a la ciudad y, según mi madre, lo de Chilton no tenía nada que ver. Aunque es cierto que, al igual que los metodistas, todos tienen que confesarse ante los demás, y después deciden juntos la penitencia que hay que imponer al pecador. -Se detuvo y miró directamente a S.T.-. Pero si alguien no se confiesa, le imponen un castigo de todos modos. Acoge a esas indigentes, les da cama y trabajo y les pide que no vayan con ningún hombre ni se casen. Dice que las mujeres no tienen alma, y que su única esperanza de volver a nacer como hombres es que se sometan a una autoridad superior en esta vida, igual que un caballo de tiro se somete a su amo. En mi pueblo hace casi dos años que no se celebra una boda. -Hizo una pausa. Tenía el rostro encendido-. A veces hay alguna cuando Chilton lo permite, una vez hechos todos los preparativos necesarios, para complacer a los hombres y para que las mujeres aprendan a obedecer.

– Sí, ya sé a qué te refieres -dijo S.T.

– Mi madre se enfrentó a él. Siempre había defendido la educación de las mujeres, y dijo que los puntos de vista de Chilton eran anticuados. Al principio se reía de él. Chilton fue a ver a mi padre en público para pedirle que la controlara y pusiese fin a esos «estudios malvados» que mi madre nos imponía a mis hermanas y a mí. -Leigh juntó las manos y se las llevó a la boca-. Nos enseñaba matemáticas, latín y física; eso es lo que Chilton consideraba tan malvado. También escribió panfletos en los que rebatía los sermones de mi padre. -Volvió a sentarse con un escalofrío en los hombros mientras se rodeaba el cuerpo con los brazos-. Comenzó a aparecer ante la puerta de casa con una multitud de sus seguidores para exigir que mi madre les entregase a sus hijas antes de que fuese demasiado tarde. No podíamos salir de casa libremente; nos convertimos en prisioneras en nuestro propio hogar. Mi padre… -se puso tensa y bajó la mirada- no hizo nada; tan solo rezó, nos hizo pequeños regalos y dijo que todo pasaría. Eso es lo que siempre hacía. Fue mi madre, quien siempre se encargó de verdad de nosotras, la que tomó cartas en el asunto. Era muy buena e inteligente. Todo el mundo la admiraba. Siempre sabía qué hacer dundo mi padre estaba en apuros.

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