Que dificil es ser Dios
Que dificil es ser Dios читать книгу онлайн
Aquellos fueron d?as en los que aprend? lo que es sufrir, lo que es sentir verg?enza, lo que es la desesperaci?n. PEDRO ABELARDO Debo advertirle lo siguiente: para cumplir esta misi?n ir? usted armado con el fin de infundir m?s respeto. Pero en ning?n caso se le permitir? hacer uso de sus armas, sean cuales sean las circunstancias. ?Ha comprendido? ERNEST HEMINGWAY
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Don Reba hizo una pequeña inclinación de reconocimiento.
— ¿Habéis estado alguna vez en Irukán?
— No.
— ¿Estáis seguro?
— Y vos también.
— ¡Queremos saber la verdad! — dijo Don Reba en tono sentencioso. El hermano Aba asintió con la cabeza -. ¡Tan solo la verdad!
— ¡Oh! — dijo Rumata -. Yo creía que… — y dejó la frase en suspenso.
— ¿Qué es lo que creíais?
— Que lo que estabais persiguiendo era echar mano de mis bienes patrimoniales. Aunque en realidad no comprendo cómo pensáis conseguirlo.
— ¡Por donación! — gritó el hermano Aba. Rumata se echó a reír de la forma más insolente que pudo.
— Sois estúpido, hermano Aba, o como demonios os llaméis… Se nota que sois tendero. ¿No sabéis acaso que el mayorazgo no puede pasar a manos ajenas? El hermano Aba se enfureció, pero se contuvo. — No deberíais hablar en ese tono — dijo Don Reba con benevolencia.
— ¿No queréis acaso saber la verdad? — replicó Rumata -. Pues ahí la tenéis: el hermano Aba es estúpido y tendero.
El hermano Aba ya se había repuesto. — Me parece que nos hemos desviado de nuestro objetivo — dijo con una sonrisa -. ¿No lo creéis así, Don Reba?
— Sí, lleváis razón, como siempre — respondió Don Reba -. ¿Y en Soán, habéis tenido ocasión de estar? — preguntó a Rumata.
— Sí, en Soán sí he estado. — ¿Con qué motivo? — Fui a visitar la Academia de Ciencias. — Una extraña conducta para un joven de vuestra posición.
— Fue un capricho.
— ¿Conocéis a Don Kondor, Juez General de Soán?
Rumata se puso en guardia.
— Sí. Es un viejo amigo de mi familia. — Y una persona nobilísima, ¿no es cierto?
— Sí; muy respetable.
— ¿Y sabéis que Don Kondor es uno de los que han tomado parte en la conspiración contra Su Majestad?
Rumata irguió la cabeza.
— No olvidéis, Don Reba — dijo con soberbia -, que para nosotros, es decir, para la primitiva aristocracia de la metrópoli, todos los soaneses e irukanos, al igual que los de Arkanar, no son más que vasallos de la Corona Imperial -. Rumata cruzó desdeñosamente las piernas y se giró hacia un lado.
Don Reba lo miró pensativo.
— ¿Sois rico?
— Podría comprar todo Arkanar, pero no me gustan los muladares.
Don Reba suspiró.
— Mi corazón sangra — dijo -, cuando pienso en la necesidad de cortar un brote tan magnífico de un linaje tan ilustre. Sería un crimen, si no estuviera dictado por razones de Estado.
— Sería mejor que pensarais menos en las razones de Estado — dijo Rumata — y más en vuestro propio pellejo.
— Lleváis razón — dijo Don Reba, e hizo chasquear los dedos.
Rumata tensó rápidamente los músculos, y volvió a relajarlos. Su cuerpo funcionaba. De detrás de las cortinas salieron otra vez los tres monjes y, con la misma diligencia y precisión que antes, que ponían de manifiesto su enorme preparación, se agruparon en torno al hermano Aba, que seguía sonriendo afablemente, lo sujetaron, y le retorcieron los brazos a la espalda.
— ¡Ay… ay! — gritó el hermano Aba, y su gruesa cara se desfiguró por el dolor y por el terror.
— ¡Vamos, aprisa, no os detengáis! — gritó Don Reba, con visible repugnancia.
El gordinflón resistió rabiosamente mientras lo arrastraban hasta las cortinas. Sus gritos se siguieron oyendo por unos momentos, luego se escuchó un horroroso alarido y todo volvió a quedar en silencio. Don Reba se puso en pie y descargó con cuidado la ballesta. Rumata lo seguía atentamente con los ojos.
Don Reba empezó a pasear por la habitación. Estaba pensativo, y de tanto en tanto se rascaba la espalda con la saeta.
— Está bien, está bien — murmuró con voz suave -. Magnífico… — Daba la impresión de haberse olvidado de Rumata. Sus pasos se fueron haciendo cada vez más rápidos, y al andar movía rítmicamente la flecha, como si fuera una batuta. Luego se detuvo de repente tras la mesa, arrojó la flecha a un lado, se sentó cuidadosamente y con rostro sonriente murmuró -: Cómo los he atrapado, ¿eh? Ni siquiera han podido abrir la boca. En vuestro país esto no hubiera sido posible…
Rumata no respondió.
— Sí… — dijo Don Reba pensativo -. Está bien. Ahora podremos seguir hablando, Don Rumata. ¿O puede que tal vez no seáis Don Rumata… que ni siquiera seáis Don?
Rumata permanecía en silencio, mirando a Don Reba con expresión interesada. Este estaba pálido, se le veían unas venillas rojas en la nariz, y temblaba de excitación. Se notaban sus deseos de dar un puñetazo contra la mesa y gritar: «¡Lo sé, lo sé todo!». ¿Pero qué sabes tú, hijo de perra? Si supieras algo no podríais ni creerlo. ¡Adelante, habla: te escucho!
— Seguid — dijo Rumata -. Os estoy escuchando.
— Vos no sois Don Rumata — declaró Don Reba -. Sois un impostor — y al decir eso lo miró severamente -. Rumata de Estoria murió hace cinco años, y está enterrado en su panteón familiar. Y los santos hace ya mucho tiempo que dieron reposo a su alma que, a decir verdad, no estaba muy limpia de pecados. Bien, ¿vais a confesar solo, o necesitáis que os ayude? — Yo mismo lo confesaré todo — dijo Rumata tranquilamente -. Me llamo Rumata de Estoria, y no permito que nadie dude de mi palabra.
Veamos cómo resulta un poco de irritación, pensó Rumata. Es una lástima que me duela el costado: de otro modo hubiera podido dar más energía a mis palabras.
— Está visto que tendremos que continuar nuestra conversación en otro sitio — dijo Don Reba enojadamente. Su rostro se transformó. Desapareció de él la sonrisita agradable, sus labios se apretaron formando una dura línea recta, y la piel de su frente empezó a latir de una manera extraña y siniestra. Sí, pensó Rumata, es capaz de asustar a cualquiera.
— ¿Es verdad que padecéis hemorroides? — preguntó Rumata, como preocupándose por su salud.
Un relámpago pasó por los ojos de Don Reba, pero la expresión de su rostro no varió. Hizo como si no hubiera oído a Rumata.
— Habéis empleado mal a Budaj — dijo éste último -. Budaj es un magnífico especialista… ¿O debería decir eral — añadió significativamente.
Por los descoloridos ojos de Don Reba volvió a cruzar un relámpago. Oh, pensó Rumata; Budaj está vivo.
— Entonces, ¿os negáis a confesar? — dijo Don Reba.
— ¿A confesar qué?