Olvidado Rey Gud?

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Olvidado Rey Gud?
Название: Olvidado Rey Gud?
Автор: Matute Ana Maria
Дата добавления: 16 январь 2020
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Olvidado Rey Gud? - читать бесплатно онлайн , автор Matute Ana Maria

Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.

El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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«¡Ven acá! -le gritó, angustiada-. Baja de ahí: ya no eres el Vigía.» Pero sí lo era, aunque la sabia Reina lo ignorara. Porque la sabia Ardid ignoraba muchas, muchas cosas.

Cuando se reunió al impaciente y selecto grupo de la más estricta Corte, Ardid apareció de nuevo serena. Pero al ver cómo se elevaba el puente y sentir algo como un resplandor en torno, no pudo evitar que sus manos temblaran. Pues, ¿qué había visto? ¿Tan neciamente fantasiosa se tornaba? ¿Acaso -y le dirigió una furtiva mirada de despecho, ligeramente punitiva- Almíbar la había trastornado con sus viejas historias de viejos seres de viejos mundos y muy barridas tinieblas?

Pero rápidamente se recompuso. Levantando la cabeza, miró a la Guardia con toda la severidad de que era capaz y, entonces, su sagaz mirada le desveló que aquellos hombres, tan rudos y fieros, sentían un gran pavor o dolor -no podía esclarecerlo por llevar a cabo, en la persona de la Princesa, el castigo que Gudú ordenara. Así fue como, súbitamente, recordó a aquel que, en los momentos de apuros, estimaba siempre como más útil, más fiel y más competente:

– Soldados -dijo-, ordenad al Hermano Protector de nuestro noble Señor y Rey Gudú, el Príncipe Predilecto, que cumpla las órdenes de mi hijo.

– Así se hará, Señora -respondió el Capitán de los soldados.

Y a las luces adivinó Ardid el alivio que tal encomienda les producía. Sin más, fue hacia las escaleras; pero aún se volvió para decir a aquellos hombres:

– Y no olvidéis decirle que, a su vez, recoja las cenizas de la que fue, por tan breve tiempo -y reprimió un inoportuno suspiro-, nuestra joven Reina. Luego, yo las entregaré sin dilación al Rey. Y decidle que todo debe ocurrir antes del amanecer. Y, al amanecer, advertid a Yahek de lo que el Rey ha ordenado: que aniquilen a la Guardia de la Princesa Tontina, de forma que no quede huella de cuanto ha ocurrido. Y sabed que vuestras vidas dependen del cumplimiento estricto de cuanto se os ordena y del secreto que respecto a todo ello sepáis guardar.

Presurosamente -demasiado presurosamente, dado su regio porte- se sumergió en las oscuras profundidades que le conducirían, de vuelta, a su cámara.

Y de nuevo el sueño la atrapó entre sus garras: y se vio a sí misma, inclinada sobre el lecho donde la Princesa parecía morir de alguna extraña dolencia; aquel en que una flor apareció en su pecho y la sanó. Y de nuevo la veía, como arrastrando un extraño trineo.

– ¿Qué arrastras, niña?

– .Mi trineo. Es mi trineo.

– Niña mía, estamos en primavera, abandona el trineo. No temas: la nieve está lejos.

– No temo a la nieve, madre, sólo temo a la primavera.

Ardid tomó su mano. Pero apenas la rozó, la soltó, como si hubiera atrapado una de aquellas codornices ensangrentadas y moribundas que sus hermanos solían traer, colgadas al cinturón, y que aún vivían, pero ya estaban temblando dentro de la muerte. Sintió entonces un frío muy grande, y contempló el rostro blanco, los párpados cerrados de Tontina. Y se estremeció de nuevo ante las delgadas, frágiles y sedosas trencitas que, paradójicamente, eran el peinado de un antiguo, rubio y muy temido guerrero. «La primavera», se repitió Ardid, sin conocer lo que decía, ni desear conocerlo. «Tan sólo a la primavera…»

«Es tan joven -resumió al fin, espantando como solía sus fantasmas-. Es aún tan joven… Tiempo vendrá donde no temerá ni al invierno, ni al sol, ni al hombre… Tiempo habrá aún, para no temer a nadie…» Y aunque una súbita idea -«… excepto a sí misma»- bullía en su mente, también la apartó en las grutas de la memoria. Seguramente, junto a otros muchos recuerdos, igualmente inoportunos y demoledores.

Hallábase aún Predilecto en el jardín cuando, como la repetición de un sueño o un recuerdo olvidado, llegaban ahora hasta él una escena y unas palabras:

– ¡Tenéis tanto sol! -decía Tontina, levantando la mano para protegerse-. ¡Vais tan deprisa!… Deprisa crecen las flores, deprisa el viento barre el polvo y las hojas secas y la hierba quemada…, pero allí, de donde yo vengo, el gran frío nos preserva de estas cosas, y estamos tan cerca de nuestros orígenes, que podemos recordar la vida de las estrellas.

– ¿Qué dices? -se extrañó Predilecto-. No te entiendo… Ella se reía como si hubiera oído una broma.

– ¡Tú no necesitas entender! -decía, tirándole graciosamente de la barba (cosa que le dejó muy confuso, pues tamaña falta de respeto no la hubiera perdonado sino a través de la sangre)-. Sabed que la nieve y los grandes hielos conservan las pisadas de los hombres, y sus llantos y sus risas, mucho más que el ardor y la viveza sureña… Sí, es cierto; allí de donde vengo, no crecen las flores que veremos el día en que tú y yo lleguemos a conocernos. Pero en cambio, cuando esas flores hayan muerto, tus pisadas y mis pisadas caminarán juntas por tundras donde el hielo permite eternas huellas humanas: bien poco es -suspiró-, pero más efímeras son las rosas o el aroma de las fresas.

Predilecto sintió que algo nacía y moría en su interior. Por un momento estuvo seguro de haber alcanzado, por fin, la respuesta a sus innumerables dudas: pero pesaban muchos soles y muchas espadas y muchos aventados amores u odios sobre él; y todo se redujo a polvo, y con el viento se dispersó. En cambio, en las eternas nieves de la princesa Tontina, las palabras imponían sus huellas y horadaban en el tiempo; y en él persistirían hasta que un sol definitivo devorase el mundo para siempre.

Las voces y pisadas de los soldados, y la luz de sus antorchas, interrumpieron sus cavilaciones. Y así, acudió a su encuentro, en demanda de lo que sucedía a tales horas, pues no parecía tratarse de cosa baladí.

– Señor -dijo el Capitán de la Guardia, con voz excesivamente vacilante- os traemos una grave encomienda.

Brevemente, expuso al Príncipe las órdenes del Rey, su hermano, y las de Ardid, la Reina. Y apenas hubieron comunicado tan ingrata orden al Príncipe, dejáronle solo, y en su mano depositaron las llaves de la mazmorra. Y lo hicieron con tal gesto que no parecía sino que tales llaves quemaban como hierro candente.

«¿Qué es lo que oigo? -se dijo el estupefacto Príncipe-. ¿Es cierto o es un sueño, que he de cumplir orden tan horrible, ni aun llegándome del Rey, mi hermano, a quien juré obedecer y proteger con mi vida?» Y era tal la confusión y dolor que aquello, le producía, que ni el horror de semejante orden podía sacarle de un enorme asombro e incredulidad. Pero allí estaban las llaves en su mano. Pesaban como las palabras de los soldados, y en ella se grababan como a punta de fuego.

Ondina se había ido, nadie estaba con él en aquel instante. La muchacha había retornado a la Corte Negra, inundada de pena, para no ver ni oír nada que a él pudiera recordarle. Y él echó de menos una presencia, alguien con quien compartir noticia tan cruel. Nueva que se negaba, desde lo más profundo de su ser, a aceptar.

– No la llevaré a cabo; una y mil veces, no -murmuró como última resolución…

Y comprendiendo que si no obraba con rapidez, el peligro que corría Tontina sería todavía mayor, se dirigió con toda premura a la mazmorra. Abrió aquella siniestra puerta y descubrió, sentada en el suelo, sobre la paja, a la reciente y muy joven Reina.

Ordenó a los soldados que la sacaran de allí. Y viéndola vestida con tan ligera ropa, quitóse a su vez el manto de terciopelo verde que Almíbar le regalara, y, sin mirarla, le ordenó que se abrigase con él. La dejó custodiada por sus hombres y volvió de nuevo al jardín. Una vez allí, les dijo a los soldados:

– Marchaos, y decid a la Reina que cumpliré prontamente sus órdenes.

– Si preciso fuera -dijo el Capitán que les mandaba, con voz trémula-, podéis llamarnos.

– Tengo a mis hombres conmigo -respondió Predilecto-. Y podéis observar que jamás reo alguno se prestó más dócilmente al sacrificio. Decid a la Reina que, una vez consumadas sus órdenes, entregaré las cenizas tal y como me ordenó.

Y una vez los soldados del Rey partieron, los hombres de Predilecto, visiblemente afectados, preguntaron si debían formar la pila de leña de la hoguera, y dónde.

– Aquí -dijo Predilecto-, junto al Árbol de los Juegos.

Y en tanto los hombres cortaban la leña, él ordenó enjaezar su caballo. Y una vez todo estuvo a punto, mandó traer a la Princesa. Y cuando sus hombres la traían y cruzaban el jardín, la luz de las antorchas temblaba en el viento, y el cabello de Tontina flotaba en la noche, como si de otra y más brillante hoguera se tratase. Entonces, el Capitán de sus hombres dijo, rodilla en tierra:

– Señor, os rogamos nos dispenséis de contemplar el sacrificio, pues aunque templados en las mayores atrocidades, ninguna como ésta nos ha llegado al corazón, y tememos rebelarnos ante semejante crueldad.

Y aunque temía las represalias que tan audaces palabras podrían suscitar en Predilecto, éste dijo:

– Ve con tus hombres, y permaneced en vuestros puestos, pues para tan sumiso reo sólo preciso de mi autoridad.

Los hombres partieron. Solos, a la luz de dos débiles antorchas, Predilecto y Tontina se miraban. Y aunque la Princesa se hallaba con ambas manos encadenadas, y creía llegada su última hora, tal era la expresión de sus ojos, que nadie diría sino que por primera vez conocía la felicidad.

Apenas los últimos hombres desaparecieron, y aunque Predilecto conocía la fidelidad de aquellos que de niños le habían acompañado desde las tierras cálidas del Sur hasta las frías tierras de su padre, y no dudaba que todos, hasta el último de ellos, adivinaba cuáles eran sus deseos e intenciones, no dio reposo a su inquietud hasta que sólo oyó el viento, que arrastraba quemados restos de algún último y fantasmal espectro de lo que tal vez fueron flores o tiernos tallos silvestres. Entonces, miró a Tontina. Y sintiendo estallar lo que por tanto tiempo guardaba -y no quería a sí mismo decirse-, con manos temblorosas desató sus cadenas, y oyó cómo ella decía:

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