Olvidado Rey Gud?
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Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
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Y mientras sus soldados reían -como tenían por costumbre cuantas chanzas se le ocurrieran a Gudú, Ondina sintió que su dolor se intensificaba ante la idea de verse privada -aunque sólo de mirarle se trataba- de la presencia de Predilecto. Por unos instantes, pensó en sumirse en el manantial y, siguiendo las profundidades del río -cuyas márgenes vigilaban los soldados- seguir a Predilecto, allí donde éste tuviera a bien dirigirse.
5
En el transcurso de aquel tiempo, muchas cosas habían cambiado, también, en Olar. Y si bien estas cosas, por pertenecer al reino de lo oculto -tanto de la humana naturaleza como de otra cualquiera- no parecían visibles, sí se dejaban sentir.
El primero de todos los cambios, por tratarse del más evidente, era el efectuado en la Princesa y futura Reina de Olar. A partir del día en que -por última vez- perdió su zapato, llorando y pidiendo a Predilecto que no la abandonase, su carácter antes expansivo y al parecer desprovisto de toda regla que no fuera seguir sus propios impulsos, tornóse serio, meditativo y altamente majestuoso. Ciertamente, en los últimos tiempos, los juegos con su curioso séquito no parecían atraerla tanto como antes, pero desde el citado día, los rechazó por completo. Y así, por vez primera, una hoja se cayó del Árbol, luego otra y otra, y Once y los muchachos las recogieron y guardaron en el cofre de Tontina, puesto que, se decían, seguramente el otoño había llegado.
Tontina dejó que Ardid ordenase su nuevo peinado; y la Camarera Mayor, Dolinda, lo trenzó, y curvó, y sujetó de mil formas y maneras, a cual más complicada y ornamental, en torno a su rostro, que -a decir verdad- iba adquiriendo mayor y más profunda belleza. Pues no sólo había crecido, sino que toda ella se había transformado de tal forma, que nadie -nadie que nunca se hubiera asomado antes y después al infinito túnel luminoso de sus ojos, transparente aún a través de la seriedad y grave compostura que la revestían- hubiera reconocido a la niña que, cubierta con una capa de piel blanca, había llegado por vez primera al Castillo de Olar. Ahora, ninguno de los muchachos de su séquito hubiera podido dar cariñosos tironcitos de las diminutas trenzas que, entonces, bailaban junto a sus sienes. Ni tampoco, por supuesto, nadie la contradecía ya, ni discutía, ni se enfadaba por cualquier otro motivo, ante tan imponente seriedad y digno porte. Tal y como no hubieran osado hacerlo con la propia Reina Madre Ardid.
Y cuando entraron en aquel invierno, cierto día, Tontina dijo a Ardid:
– Señora, bueno será que me instruyáis en mis deberes de Reina esposa, pues aunque mi Señor y Rey, Gudú, tarda en llegar, algún día lo hará y debo estar preparada para no aparecer ante él como niña de poco seso.
– Mucho me place, querida, cuanto dices -dijo Ardid, satisfecha-. Y créeme que desde hoy me ocuparé de ti.
Así pues, guardó pluma y pergaminos y se dispuso a llevar a cabo la instrucción de la Princesa. Pero atinó que, antes que en los detalles mismos de la noche nupcial -y su astuto instinto le decía que, para ello, mejor sería aguardar a la víspera misma del acontecimiento-, debía pensar en cuanto es pertinente y usual en el comportamiento de una Reina que, a todas luces, no tenía precedentes por aquellas tierras -ya que su propio caso, por supuesto, era en todo muy diferente y especial.
Así, consultó con sus habituales amigos. Y si bien Ardid no se había apercibido, también en ellos se había producido un cambio.
Cierto día, el Hechicero dijo:
– Querida niña, mi mazmorra es fría como un témpano: bueno sería trasladarme a algún lugar donde el fuego ardiera en buena chimenea. Sabes, como yo, que mis fuegos no despiden más calor que el de los descubrimientos -en caso de que se produzcan-. Y tengo para mí que, en los últimos tiempos, ando bastante torpe en estas cosas. Por tanto, me pregunto si mis miembros entumecidos no tendrán que ver en ello…
– Con gusto, querido mío -dijo la Reina, que, también en los últimos tiempos, familiarizaba bastante los tratamientos entre sus íntimos-. Sube a donde quieras cuando quieras: sabes que puedes andar a tu antojo en este Castillo.
Así lo hizo el anciano, y se instaló en una pequeña dependencia que antaño sirvió a Dolinda -antes de casarse- y ahora solía permanecer cerrada e inhabitada, muy cercana a la de la misma Reina.
Otro que, en verdad, había sufrido una transformación notable era el Trasgo. La última cosecha fue pródiga en sumo, y se acarrearon desde el Sur tantos odres como jamás en vida de Volodioso, ni de cualquiera antes, pudiera recordarse -aunque la gran sabiduría y sentido económico de Ardid no fue en absoluto ajeno en ello e incluso mandó incluir la mitad de lo que atañía a tierras de Predilecto, antes siempre respetada-. Así pues, el Trasgo recuperó su alegría de vivir, al tiempo que su contaminación alcanzaba extremos peligrosos. No sólo Almíbar podía por fin contemplarlo a placer, sino que casi todo ser humano, a poco soñador o sagaz que fuese, podría divisarlo. Tanto es así, que más de un susto se llevó, y Ardid le suplicó con mucho encarecimiento que no saliera de los subterráneos o, a lo sumo, del caño de las chimeneas. Y aunque el Trasgo así lo prometió, a veces rondaba por los bosques, totalmente ebrio, y en ocasiones incluso entabló conversación con algún muchachito de los que iban a por leña, si bien muy vagamente y de forma tan poco creíble, que éstos no tardaban en creer que se habían quedado dormidos, o que su propia hambre -que no solía faltar entre los humildes campesinos- les hacía desvariar y ver alucinaciones. Por lo que los parajes por el Trasgo visitados en sus locas correrías de borracho, no tardaron en despertar ciertas sospechas de brujería entre las gentes, y pronto fueron abandonados, por más y mejor leña que en ellos se encontrara.
Pero de todos los síntomas de contaminación que el Trasgo denotaba, tal vez el más grave lo constituían las extrañas confusiones que, si bien no frecuentes, a veces le hacían desvariar la memoria: así, en alguna ocasión creyó que Ardid aún no había rebasado los diez años, y en alguna otra pidió con insistencia a la Reina le dejase ver al pequeño Príncipe Gudú, por quien tanto se desvelaba y que permanecía tan desconsideradamente oculto a su vista, que ni horadando todos los subterráneos imaginables daba con él. Si bien estas cosas sólo ocurrían cuando probaba el mosto más añejo -aquel que celosamente se conservaba en el barril-madre-, por lo que Ardid lo tomaba como simples delirios de beodo y no les prestaba demasiada atención. A veces le reprochaba su afición, es cierto, pero con mucha menos preocupación e insistencia que antaño.
Tal como había decidido, Ardid llamó al Hechicero, y como en los últimos tiempos venía observando con demasiada frecuencia, tras llamar repetidas veces a su bien cerrada puerta, ésta la halló semiabierta, y a su amigo y Maestro durmiendo apaciblemente junto al fuego. A sus pies, como ya era también usual, divisó acurrucado al Trasgo, que parecía hallar buen acomodo -mejor aún que en las brasas- entre los pliegues de aquella venerable y muy vieja túnica.
– Queridos míos, os necesito -dijo Ardid, besándoles en la frente-. Debéis aconsejarme en todo lo que corresponde hacer con una Princesa de sangre purísima como nuestra Tontina. Ella misma me ha pedido la instruya en estas cosas. Y como sabéis, mis tareas están más cerca de las preocupaciones de un hombre que de las propiamente femeninas, y no atino a saber en qué se ha de fundamentar tal aleccionamiento. Presumo que mis tretas y ardides anteriores no sean del todo aconsejables a nuestra futura Reina.
– Así lo creo -dijo el Hechicero, disimulando su bostezo y restregándose los ojos-. Pensemos, pues… Trasgo querido, alcánzame El Libro de los Linajes, ya que tus ágiles y jóvenes piernas son más ligeras que las mías.
– A fe mía, no hace mucho me creíais más viejo que vos -dijo el Trasgo, con malicia-. Pero si os conviene… En fin, en seguida os alcanzo el libro; y presiento que mi memoria en estas cosas, irá más allá de lo que vuestro erudito libro pueda esclarecer.
Así lo hizo y, al fin, tras estudiar en él algunas cosas, llegaron a la conclusión de que la Princesa debía dedicar sus días a bordar en oro, seda y plata, hasta llegado el momento en que Gudú tuviera a bien conocerla.
– ¿Bordar? -preguntó Ardid, inquieta-. No nunca tal cosa, Maestro querido.
– En verdad, niña, que no se me ocurrió -dijo éste, perplejo.
– No hay que preocuparse -dijo el Trasgo-. Según tengo entendido, no es preciso bordar tanto ni tan escrupulosamente… de lo contrario, las ilustres y reales criaturas habrían cubierto el mundo de bordados. Con tal de que lo finja, y suspire de tanto en tanto, podrá ofrecer una imagen más o menos exacta de lo que debe ser o parecer una Princesa.
Así lo entendió Ardid, y ordenó trajesen dos bastidores, finas telas y no menos finas madejas de seda, oro y plata. Sentóse con Tontina frente a la ventana de su gabinete y así, ambas pinchaban y despinchaban aquí y allá, un poco por este lado y un poco por el otro: pues Tontina en todo imitaba a la Reina, y cuando ésta -ignorante de cuanto podía ser un bordado- sembraba pinchazo tras pinchazo, con suspiros de más o menos intensidad, a su vez ella empezó a hacer lo mismo. Poco tardaron en darse cuenta de que aquellas sesiones no eran en absoluto amenas. A poco, Ardid, nerviosa, se pinchaba repetidas veces en el dedo. Y ambas, pinchazo por un lado, suspiro por otro -bostezo sobre bostezo-, siguieron así días y días. De tarde en tarde, Tontina explicaba algunas cosas a Ardid, que ésta consideraba hasta cierto punto interesantes -todo nuevo conocimiento era útil para ella.
Pero un día quedó alarmada ante un comentario de Tontina. Repasando con el dedo índice el polvo acumulado al borde de la ventana, la Princesa dijo, pensativa:
