Olvidado Rey Gud?

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Olvidado Rey Gud?
Название: Olvidado Rey Gud?
Автор: Matute Ana Maria
Дата добавления: 16 январь 2020
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Olvidado Rey Gud? - читать бесплатно онлайн , автор Matute Ana Maria

Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.

El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.

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El entusiasmo con que estas palabras fueron recibidas impidieron ya hacer audible la voz de la Reina. Por mucho que ésta buscase desesperadamente el tono de la fementida Basilisa, nadie le hizo caso, y menos que nadie, Tontina. Ni sus ruegos ni sus amenazas eran atendidas, de forma que, al cabo de un rato, creyó haber perdido la voz o estar hablando con espectros.

Abandonó la habitación y se retiró a reflexionar, de muy mal talante.

Cuando, al parecer, todo el equipaje de la Princesa estaba cargado en el carrito y ésta, arrojando besos sin ton ni son con la punta de los dedos, se disponía a subir a la carroza, la Reina tuvo una súbita inspiración: prescindiendo de todo protocolo y ceremonia, bajó corriendo la escalera y, antes de que el cochero azuzara a los caballos, lanzóse a la carroza, abrió la puerta y, jadeando, dijo:

– Princesa, mucho me temo que cometéis un error. De ninguna manera devolveré a vuestro padre los cofres de vuestra dote. Tened por seguro que conmigo los guardaré, y no dudéis de que la ira de mi hijo y mi propio despecho os hallarán en parte cualquiera donde esté ese «Por ahí».

– Podéis quedaros con ellos, Señora: vuestros son -dijo Tontina con encantadora sonrisa-. Yo sólo me llevo mi íntimo y precioso tesoro secreto.

En efecto, sobre sus rodillas descansaba aquel cofrecillo menudo, el único que no había podido abrir Ardid. Los ojos de la Reina relampaguearon de tal forma que la Princesa y todos los componentes de su séquito -exceptuando, por supuesto, a los impávidos y mudos soldados- quedaron con la boca abierta de pasmo.

– Oh, Señora, qué bonito -dijo al fin Tontina-. Volvedlo a hacer, os lo ruego. Por ir detrás de todos, mi primo Once no ha visto cómo podéis lanzar relámpagos con la mirada.

En vista de que la Reina parecía petrificada, Tontina añadió:

– Señora, bendecidnos y besad a mis muñecos, pues no os habéis despedido de ellos y están muy desconsolados.

Eligió dos de aquellos que, en profusión, cubrían los almohadones de su carroza. Los aproximó a las mejillas de la Reina, al tiempo que, ella misma, fingía un beso con un suave chasquido de sus sonrosados labios.

– Adiós, adiós, queridos todos -dijo Tontina, volviéndose a saludar con la mano a los estupefactos y lívidos soldados del Castillo-. Adiós, hermanitos, que seáis muy felices, os caséis y tengáis muchos hijos.

Dicho lo cual, la comitiva partió. Y el puente levadizo se abrió por sí solo y la Princesa Tontina, sus muñecos, cachorros, palomas, perdices y codornices, sus ardillas, sus impávidos soldados y su tranquilo primo, el Príncipe Once, salieron del Castillo de Olar en dirección a un lugar tan peregrino como era «Por ahí».

Sólo entonces los entumecidos resortes de la Reina revivieron. Con la mayor rapidez mandó enjaezar su propio caballo y, con una pequeña escolta de soldados -bastante deslucida, en verdad-, emprendió su persecución. jamás hubiera imaginado que aquella extraña carroza, si bien no parecía perder la compostura en lo más mínimo, consiguiera alcanzar tamañas velocidades: así cruzó la ciudad, entre los vítores y la admiración del pueblo, a los que la Princesa, desde la ventanilla de su carruaje, correspondía enviando los acostumbrados besos con la punta de los dedos. jadeando, Ardid vio cómo, al paso de la extraña carroza de Tontina, los centinelas se convertían en impávidas estatuas y las puertas se abrían sin necesidad de resortes.

Al verles traspasar la muralla Este de la ciudad, espoleó su caballo y, seguida con dificultad por su achacosa Guardia, alcanzó a ver cómo la comitiva llegaba al Lago -al parecer con mucha parsimonia, pues sus siluetas, en tonos resplandecientes, de forma muy hermosa, se reflejaban en el agua.

Estaba ya a punto de alcanzarles y ordenar su arresto -si bien con inquietud, a la vista de una Guardia mucho más joven y nutrida que la suya-, cuando algo llenó de esperanza auténtica y gozo inenarrable su atribulado ánimo. Si su cansada vista no la engañaba -y confiaba en que así fuera-, apareció frente a la comitiva de Tontina, como un deseo hecho realidad, y en dirección opuesta -de forma que cortábales la retirada-, un grupo mucho más reconfortante: eran soldados de Olar, y a su frente iba el Príncipe Predilecto seguido -tal y como su corazón le indicó, más que sus mismos ojos- por un asnillo a cuyos lomos cabalgaba, torpe y cansinamente, su queridísimo Maestro.

– ¡Benditos seáis, por los siglos de los siglos! -murmuró Ardid. Y espoleando su montura, allí se dirigió, el peinado deshecho, las trenzas sueltas y al viento, tal como, hacía muchos años, el Trasgo y el Hechicero la vieran galopar por aquellas mismas colinas.

Sólo cuando todo aquello había pasado, mucho tiempo después, rememorando los hechos de aquella curiosa y extraordinaria tarde, Ardid sentía un estremecimiento de alivio y espanto a partes iguales. Y así, el escondido afecto que guardó siempre para el Príncipe Predilecto, reverdecía y se intensificaba en su corazón al evocar tan oportuna aparición y sus felices resultados.

Cuando rápidamente, informado de la situación por la Reina -y ayudado por sus propios ojos y la rapidez de su inteligencia-, Predilecto mandó rodear la carroza con sus guardias -que, si bien desenvainaron sus espadas, parecían tan impávidos y parsimoniosos como si de un juego se tratara-, el Príncipe Once se acercó a la carroza y, abriéndola, dijo con insólita alegría:

– ¡Qué divertido, Tontina! ¡Nos persiguen!

Un grito de alegría surgió de allí dentro, y Tontina saltó al suelo. Perdiendo el otro zapato, como tenía por costumbre, y riendo a grandes carcajadas, echó a correr por la suave pendiente, seguida en alborozada carrera de todos los demás muchachos, aves y animalillos. El sol brillaba de tal forma sobre el Lago, que los ojos de Predilecto sufrieron una repentina y deslumbrante ceguera: sin ver a la Princesa, sólo tuvo noticia de ella por aquella precipitada huida. A galope, se dispuso a seguirla, pues sólo su manto, blanco y luciente como si estuviera cubierto de la más reverberante nieve, flotaba entre la verdura intensa de aquella primavera ya madura. Iba a alcanzarla cuando la Princesa tropezó y rodó por el suelo hacia el Lago. Pero entonces, el Príncipe Once espoleó su montura y, espada en alto, se interpuso entre ellos. Con gran sorpresa, Predilecto vio a un jovencito, casi un niño, que llevaba una corona de oro sobre los rubios cabellos, y cuyos ojos brillaban tan alegremente como si todo aquello formara parte de un lance muy divertido. Quedó, pues, sorprendido, a su vez la espada en alto.

En aquel momento un pequeño grito de auténtica desolación surgió de la garganta de Tontina: en su rodar, se había detenido a causa de unos arbustos, allí donde empezaba a florecer la rosa salvaje. Muy satisfecha, contemplaba a los dos príncipes, cuando, aquel cofre, íntimo y precioso tesoro secreto, se deslizó de su falda y rodó, a su vez, en dirección a las aguas del Lago. Ardid, que todo lo contemplaba anhelante, espoleó su caballo hacia aquel cofrecillo, presa de gran excitación. El cofre, dando tumbos contra las piedras, se abrió; un sinnúmero de objetos que, a la distancia que la separaba de ellos, no podía distinguir, relucieron al sol, desparramándose sobre la hierba. La Reina detuvo su montura. Descabalgó, y con el pecho agitado y las mejillas rojas -como en un tiempo lejano que ahora, súbitamente, renacía en ella y en torno a ella-, se precipitó sobre aquellos relucientes objetos que, unos, se perdían entre la hierba y, otros, se hundían en el Lago. Mucho tiempo después, a veces -con lágrimas en el fondo de sus ojos- lo recordó: aquella tarde la empujaba más una curiosidad remota, gozosa y exaltada, que auténtica codicia.

Sólo cuando se agachó, y uno a uno, entre las tímidas flores silvestres, bajo las zarzas y las ortigas, recogió aquello que componía el íntimo y precioso tesoro secreto de Tontina, un suave abandono la hizo sentarse sobre la hierba. Y, con una decepción que, curiosamente, la llenaba de melancolía, alineó en su falda piedrecitas de río, cuentas de vidrio de tonos irisados, un diente infantil… Levantó los ojos y vio a Tontina como jamás la viera, ni jamás pudo suponerla: sentada, a su vez, bajo el arbusto, tapada la cara con las manos, sollozaba inconsolablemente.

Lentamente, Ardid se levantó y se acercó a la Princesa. La rodeó con sus brazos, la meció suavemente en ellos, le secó las lágrimas con su propio pañuelo y, mientras ordenaba sus revueltos cabellos y enjugaba sus lágrimas, la besó en las mejillas como no había hecho nunca, quizás -o tal vez sí lo hizo, en un tiempo perdido-. Y así, la iba consolando y llevándola con ella, mientras decía:

– No llores, hijita; volvamos a casa -dijo casa y no Olar por primera vez en su vida-, y te prometo que, si eres buena, recuperaremos el tesoro. Te aseguro que te daré muchas más cosas tan preciosas como éstas, y las podrás guardar ahí. Te juro, por mi honor, que nadie te las arrebatará.

– ¿Decís verdad, madre? -dijo Tontina, al parecer, consolada entre sus lágrimas. Y pensó Ardid que de nuevo la llamaba madre, en vez de Señora.

– Yo cumplo lo que prometo -dijo Ardid-. Tendréis prueba de ello.

Y mientras los muchachos recogían y guardaban, entre lloros y risas mezclados, lo que quedaba de aquel íntimo, precioso y ya no secreto tesoro, todos habían olvidado el viaje. Y mansamente regresaron al Castillo.

Sólo Predilecto, estupefacto y temeroso, se retrasó. No había contemplado el rostro de Tontina, pero sí oído su voz, lejana y rara: una voz que no era de muchacha, ni de muchacho, ni de niña ni de niño. Una voz honda y leve, estremecedora y ligera como la brisa que, súbitamente, agitaba la superficie de las aguas. Y antes de que el sol desapareciera en el Lago, algo brilló sobre la hierba. Predilecto se detuvo y, desmontando, se agachó para recogerlo. Aquél era el último vestigio del tesoro de Tontina. Al tenerlo en la palma de su mano, el corazón de Predilecto se estremeció, y un viento fino y oscuro se detuvo en él. Pues aquélla era la mitad exacta de la piedra azul, horadada en el centro, que cierto día le regalara -como también preciado tesoro- la Reina Ardid. Y conmocionado, se aprestó a devolverla al cofre secreto.

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