Olvidado Rey Gud?
Olvidado Rey Gud? читать книгу онлайн
Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Ante los atónitos ojos de Ardid, apareció el contenido lleno a rebosar de las piedras y perlas más refulgentes, grandes y extraordinarias. Había rubíes y esmeraldas como huevos de paloma, topacios y diamantes de tamaño jamás imaginado. Una exclamación de asombro -al tiempo que de envidia incontenible- salió de todos los pechos.
Ardid, entonces, reaccionó a toda aquella sugestión:
«No perdamos el control. No olvidemos que, según el Libro, esta Princesa, Princesa por excelencia, es una criatura rescatada al Tiempo y, en este caso, no al Tiempo Pasado, sino al Futuro. Así es que todas estas vestimentas y joyas, aún por nosotros desconocidas, no son más que leyenda, leyenda pura… Sí, todo parece envuelto en polvo de mariposas: aquel polvo de oro que cuando era niña dejaban sus alas en mis dedos, y desaparecían en un soplo… Porque están, pero ¿son o no son? Mientras mi deseo de ellos aliente, alentarán ellos: bien me lo advirtió el Trasgo. Y el Maestro dijo… ¿qué dijo? Sí: acaso con un solo parpadeo de indiferencia, o de contrariedad, ellos y todo el Tiempo regresado del Futuro desaparecerán como polvo de oro al soplo de una niña descuidada o maligna. Ay Ardid, Ardid, tal vez te estás enfrentando a algo que, por vez primera, no puedas controlar… Y el Futuro, tan inventado, acaso recordado premonitoriamente (porque sé que el recuerdo puede venir del Futuro), ¿qué nos acarreará?…»
Una palabra llegó hasta ella: una palabra que en momentos de melancolía había oído a su esposo Volodioso, una palabra que portadores de un cofre tomaba la forma de aquellos pájaros grises, sin nombre, que le habían coronado, y que ahora, con el peso levísimo de sus patitas y sus plumas grises, iban hundiendo, día a día, su estatua de piedra en el suelo barroso del Cementerio. Recordó aquella palabra, que más que palabra era un siniestro alarido, mudo, surgido de sus mismas entrañas, más aún, de las entrañas de su memoria: OLVIDO. «Del Oeste, el olvido», rememoró, casi como el eco de otra palabra pronunciada mucho, mucho antes.
Ardid se estremeció. Pero aún quedaba en ella el espíritu de una niña con ojos de ardilla, de corazón valiente y ambición desmedida. Ambición, sobre todo, de venganza. Venganza que la había llevado hasta allí, hasta aquel día, hasta aquel momento preciso.
«Somos un tropel estrafalario y engreído, disfrazado de Corte -se dijo la Reina, mortificada-. Pero somos la realidad, el presente, y hemos de poner fin a tales mamarrachadas en lo sucesivo. Pues, si es verdad lo que me cuentan mis emisarios, muchas riquezas ha conquistado mi bendito hijo en el País de los Desfiladeros.» Por lo que, componiendo su más lúcida y esplendorosa sonrisa -tan envidiada en la Corte, ya que no le faltaba ni uno solo de sus dientes, y éstos eran de blancura y fuerza tan singulares que podían partir en dos una nuez, muy limpiamente, no en vano en la niñez los había frotado con raíces que el Trasgo le procurara, y los enjuagaba a diario con el elixir de perla que su Maestro había preparado en un momento de frívolo capricho-, se apresuró a descender las escaleras, con los brazos amorosamente extendidos, hacia la carroza que en aquel instante se detenía en el centro del patio.
Un paje de singular gracilidad, se aprestó a abrir la portezuela, colocando antes en el suelo un cojín de tal suntuosidad, que bien lo hubieran deseado en Olar para reposar en él la corona. Una vez abierta esta puertecilla, saltó con gran presteza, salvando de un grácil salto que despertó un coro de risas frescas -diríase infantiles- en el séquito, una figura menuda, envuelta en un manto de blanquísimas pieles que la cubría enteramente, desde la capucha hasta el menudo pie calzado de piel blanca. Sin gran ceremonia y con paso verdaderamente gracioso -a su lado, el más insinuante correteo de las doncellas de Olar se hubiera semejado al balanceo de una vieja oca-, avanzó hacia la Reina. Pero, en vez de la delicadísima reverencia que todos esperaban ansiosos, a tenor de lo visto, para retenerla en sus mentes y ensayarla en el secreto de sus cámaras, la Princesa corrió hacia la Reina y se colgó de su cuello. Y vieron unos delgados y armoniosos brazos enfundados en brillante azul surgir del manto blanco; y oyeron una risa muy particular, que tuvo el don de despertar un suave escalofrío en todos los presentes. Y aún no había decidido Ardid -tan rápida para tales cosas como los destellos del sol en el agua- qué actitud debía tomar ante el insólito saludo, cuando la Princesa dejó caer el manto al suelo -al mismísimo suelo, y no en las manos del paje que la seguía-. Entonces apareció la criatura más extraña, y a un tiempo más bella, que ojos de Olar habían contemplado. Pues si su vestido era mucho más sencillo, y sin adorno alguno, que el que lucía la Reina, de tal forma sus pliegues se mecían al compás de sus movimientos, y era tal la gracia del cuerpo al que se ceñía, que no hubieran hecho otra cosa que estorbar en él frunces, galones, joyas, collares o aderezo alguno.
El aire de la mañana era tan brillante y tenue -como si se tratase del auténtico primer día de la primavera-, que los cabellos de la Princesa resplandecieron sobre su espalda y hombros -tal como se murmuraba- sin más complicación que un detalle en verdad curioso: junto a las sienes, y rozando sus mejillas, se agitaban dos delgadísimas trenzas, iguales a las que, en alguna ocasión, habían visto a los guerreros norteños. Eran hilos de luz, suaves y sedosos como el viento sobre el Lago. Aquellos cabellos eran de un color tan extraordinario que la Reina no pudo evitar decirse: «Yo creía que mis trenzas eran rubias como el oro. Así me lo decían todos y yo misma lo veía, pero al ver los cabellos de esta criatura, se me antojan los míos del más basto cañizo… Esta Princesa es la Princesa más rubia de todas las princesas rubias que en el mundo hayan existido. Esto es ser rubia, y lo demás, rastrojos de maíz».
La Princesa, en tanto, besó a la Reina -que recibió desprevenida tales efusiones, no usuales en aquella Corte, excepto en la más estricta intimidad-. Después, con una voz muy particular -una voz que no era de mujer, ni de muchacha, ni de niña; una voz suave pero oscura y brillante a un tiempo; una voz como llegada a través de muchas jornadas de niebla, atravesada por un sol naciente, como si rozase, estremeciéndola, la superficie del agua; una voz que, para decirlo de una vez, no había oído jamás nadie en ser humano alguno ni, pensó Ardid, en ser de especie alguna-, dijo:
– Buenos días, madre, deseo que hayáis dormido mucho y bien. Nunca había osado nadie decir tales palabras y menos que a nadie a la Reina Ardid -pues, entre otras cosas, se sospechaba que dormía con un ojo cerrado y otro abierto-, a más de que estaba ya muy avanzada la mañana y, en aquella Corte, según las severas costumbres de Ardid, la jornada comenzaba poco después de rayar el alba. Aún añadió la Princesa:
– Madre, tenemos hambre.
Dicho lo cual se volvió hacia los presentes, súbitamente seria. Todos pudieron apreciar entonces que aquella seriedad era también una seriedad muy extraordinaria: porque si bien parecía que hubieran muerto sin remisión, y para siempre, todas las sonrisas del mundo, no era en modo alguno triste ni hosca, ni severa, ni tan sólo impregnada de gravedad. Era simplemente la más cándida, concentrada, atónita y profunda seriedad del mundo. Les contempló a todos, lentamente, y al fin murmuró:
– Qué gente tan divertida.
Palabras que, a todas luces, contrastaban con la expresión de sus ojos. Y éstos, de pronto, aparecieron a todos los presentes como los más inquietantes que jamás sintieran sobre sí. Pues, aunque transparentes como la más lúcida piedra marina, eran a la vez capaces de penetrar hasta los entresijos más íntimos -y tal vez no muy limpios- de todos los ánimos. Unos ojos de un resplandor tal, que parecían poseer luz interna y rechazar toda otra luz, del sol, el cielo, la luna o las mismas estrellas. Y alguno se dijo para sí: «Tal vez esos ojos luzcan en la noche, con toda su pujanza». Pero no eran ojos nocturnos, ojos de ave o de felino que en la noche adquieren todo su significado. Eran ojos que, aun en la más espesa negrura, acaso, serían capaces de iluminar la tierra, como si la luz jamás pudiera abandonarles, o ellos mismos fueran parte de la luz.
Llegado este punto, la Reina recuperó su dominio y gravedad. Tomó entre las suyas las manos de la Princesa y comprobó con asombro que no llevaba guantes, ni anillo, ni brazalete alguno: sólo se enrollaba y desenrollaba, como jugando, un trozo de cinta azul en el índice, en actitud reflexiva. Pasó esto por alto, y dijo:
– Mi queridísima Princesa, os ruego tengáis a bien entrar en este Castillo, que os recibe como a quien iluminará, en su día (desde el punto y hora en que os unáis a mi hijo el Rey Gudú), en soberana y Señora muy amada de estas tierras.
Pero el final de estas frases, tan largamente elaboradas días antes por Ardid, se perdieron en la evidente distracción de la Princesa, que, en aquel instante, se detenía con gran curiosidad en las piedras que lucían en el broche que cerraba el cuello de la Reina madre:
– ¿Qué son esas piedritas? -dijo.
La Reina quedó petrificada de asombro.
– Querida hija -dijo al fin, juzgando que este tratamiento tal vez era más adecuado a tan curioso personaje-, mucho me maravilla lo que decís, porque las piedras preciosas que habéis tenido la gentileza de ofrecerme, así como las que adornan a vuestros servidores, son mucho más hermosas que éstas.
– ¿Qué? -respondió ella, con aire tan cándido e ignorante como sólo un niño podía expresar-. ¿Piedras preciosas? Ah, ya, ¿os referís a las de ese cofre y las que lucen mis amigos? -y estas palabras dejaron verdaderamente confusa a la concurrencia.
Dicho lo cual, hizo un gesto vago con hombros y cabeza -tan vago que nadie pudo interpretar si era de duda o de súbita revelación o de un gran desinterés-, y sin ningún protocolo echó a correr escaleras arriba con tal rapidez que ni siquiera el pequeño perrito a manchas negras y blancas que apareció entre los pliegues de su manto, pudo alcanzarla. Y mientras subía, la Reina y todos creyeron entender que murmuraba:
