La muerte como efecto secundario

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La muerte como efecto secundario
Название: La muerte como efecto secundario
Автор: Shua Ana Mar?a
Дата добавления: 16 январь 2020
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La muerte como efecto secundario - читать бесплатно онлайн , автор Shua Ana Mar?a

Un hijo, su padre y una mujer infiel.

Una historia de amor y tragedia en un Buenos Aires futuro, cercano y peligrosamente real.

La muerte como efecto secundario se desarrolla en una Argentina posible, en donde todo lo que pod?a ir mal, fue mal: es decir, un anticipo cruel de lo que nos est? pasando aqu? y ahora. Buenos Aires est? dividida en barrios tomados, barrios cerrados y tierra de nadie; el poder del Estado es pr?cticamente nulo, la polic?a existe pero no cuenta. La violencia es permanente: robos, asaltos, vandalismo. No se puede circular a pie por las calles, casi no hay transporte p?blico, los taxis son blindados y las grandes empresas mantienen peque?os ej?rcitos de seguridad. Las c?maras de televisi?n est?n en todas partes; la vida y la muerte son, ante todo, un espect?culo. Los geri?tricos -llamados "Casas de Recuperaci?n"- ahora son obligatorios: un rentable negocio privado en una sociedad en donde no cualquiera llega a viejo.

El protagonista de esta novela, Ernesto Kollody, ha vivido la mayor parte de su vida a la sombra de un padre terrible. Viejo y enfermo, su padre es internado en una Casa de Recuperaci?n, donde intentar?n prolongar sin piedad su agon?a. Pero Ernesto logra sacarlo de la Casa para ayudarlo -como le ha prometido- a morir en paz. A partir de all?, padre e hijo atravesar?n juntos las m?s incre?bles peripecias.

Ernesto le escribe lo que le pasa a su ex amante, una mujer casada de la que sigue enamorado. La historia de esta pasi?n clandestina se ir? entrelazando con los acontecimientos del presente.

En esta novela, Ana Mar?a Shua indaga los l?mites de una sociedad sometida a un sistema econ?mico despiadado. La manera en que conjuga los datos de la realidad con los de la ficci?n confirma un talento singular. A su implacable capacidad de observaci?n se le suman la prosa despojada y precisa, el ritmo sostenido del relato y una estructura perfecta. Sin lugar a dudas, La muerte como efecto secundario marcar? un hito en la literatura argentina y en la vida de cada uno de sus lectores.

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Dos

El teléfono me despertó como si gritara. Era mi padre. Era de noche. Llamé a un taxi. Hay varias cuadras peligrosas hasta su casa, pero en un auto blindado me siento seguro, los taxis son pequeñas fortalezas rodantes, una de las pocas instituciones confiables.

Hasta hace unos años todavía se podía caminar por la ciudad. Cuando empezamos a vernos me permitía imaginar que alguna vez caminaríamos juntos por la calle, que alguna vez no te iba a importar que te vieran conmigo. He llegado a alucinar tu mano en alguna caminata solitaria, acariciando tus dedos breves y finos, el óvalo sensible de las uñas. No te gustaban tus manos, te parecían chicas: extendías los dedos para mostrármelos, comparándolos con el largo de la palma, acusándolos de ser demasiado cortos. No te gustaban y para mí eran tan hermosas, tus manos de niña sobre mi pecho, mentirosas, conmovedoras y perfectas: tuyas.

Caminar juntos. Podríamos ahora, si quisieras.

No sólo en los centros de compras o en los barrios cerrados: hay muchos caminódromos en la ciudad, lugares protegidos que fingen ser un barrio cualquiera y en los que por una entrada módica es posible caminar hasta hartarse, recorriendo paisajes infinitos -o limitados- casi reales. Casi. Como cualquiera de esos sustitutos sintéticos que reemplazan a los alimentos naturales. Buenos para quienes no conocieron otra cosa y, para ellos, mejores incluso que la Cosa Misma.

Envejezco.

La voz de mi padre en el teléfono sonaba aterrada. Cómo saber si estaba fingiendo. Cuando lo veo casi siempre me doy cuenta, los años de convivencia me enseñaron a distinguir, pero su voz me confunde, es demasiado parecida a la mía. Mamá estaba allí, como siempre, y también su médico secreto, tan viejo y tan mala persona como él, pero por esa misma razón muy confiable en tanto sus intereses coincidan. Nunca creas en un hombre decente, me enseñaba mi padre: siempre estará dispuesto a traicionarte para quedar bien con su conciencia.

Cuando no manejo yo, el movimiento de los autos me adormece. Aun en ese breve trayecto me quedé dormido. Me despertó una frenada. Estábamos en el estudio de Goransky y ya nos apuntaba, desde una distancia prudente, el personal de seguridad. Atontado por el sueño, le había pedido al taxista que me llevara allí lo más rápido posible. Es la dirección que repito con más frecuencia -aparte de la mía- en cuanto me subo a un taxi, la de mi último lugar de trabajo. Desde afuera no se veían las enredaderas.

No podrías imaginarte en qué consiste mi trabajo con Goransky. Pensarías que me contrató como maquillador para su nuevo proyecto cinematográfico y tendrías razón, pero sólo en parte. Así empezó nuestra relación. Voy a sorprenderte: soy el nuevo -pero no el último- guionista de Goransky.

Al principio la oportunidad me resultaba inverosímil. Cada mañana me miraba en el espejo y pensaba que mi vida había vuelto a empezar: iba a trabajar en un guión de cine. Ese entusiasmo ingenuo, creo, fue lo que me sostuvo después. Vos sabes lo que significa el cine para mí. Cuántas veces nos contábamos argumentos de películas, felices de poder entretenernos con historias distintas de la nuestra, tan limitada, tan pobre.

Qué pretensión la mía. Que te acuerdes de mis palabras, de mis gestos, de mis entusiasmos con la misma fuerza con que yo me acuerdo del tono exacto de tus ojos, como de miel oscura, casi transparentes cuando mirabas al sol, casi negros cuando la media luz y el deseo té agrandaban las pupilas.

Ya lo sé, no es necesario que me interrumpas: estaba a punto de contarte lo que pasó anoche cuando mi padre me llamó por teléfono, aterrado o tal vez fingiéndose aterrado. Pero hay tantas horas de mi vida de las que nunca pude hablarte, que no me importa ahora ser arbitrario, digresivo, tironear del fino hilo del relato hasta abusar de su resistencia, de la tuya. Durante muchos años viví para contarte lo que vivía y cada acción o pensamiento se iba transformando, en el momento mismo en que sucedía, en las palabras con que te lo iba a describir, como si incluirte así, aunque fuera como oyente, en mi historia, hiciera de todo azar y confusión un orden coherente, le diera un sentido al caos de la realidad. Después, sin vos, durante años me entregué a ese caos, al fango de la historia, permití que se acumulara el material informe que constituye la vida o el recuerdo de la vida y que sólo el relato es capaz de organizar, eligiendo, ordenando, o introduciendo un desorden sabiamente cifrado cuyas claves se entregan al que escucha, al que lee. Ahora sé que querrías saber más y enseguida sobre esa llamada urgente de mi padre, pero no voy a contarte nada todavía. Ésta es una digresión anunciada.

¿Por qué Goransky me había elegido como guionista? Al principio no lo entendía. Él es un personaje, aquí se lo reverencia como a un cineasta internacional, aunque nunca haya llegado a filmar más que esa breve y famosa secuencia en la Antártida.

En el país se realizan sólo comerciales publicitarios. Así como en algún momento dejaron de fabricarse paraguas, ya no se hacen películas. Por supuesto seguimos teniendo nuestros directores, nuestros artistas, nuestros proyectos, nuestro talento de siempre, el que no pueda plasmarse en una realización concreta es nada más que circunstancial, como dicen todos los que están relacionados de un modo u otro con el mundo del cine. A los que no están relacionados con el mundo del cine, toda la cuestión les importa un comino.

Goransky podría pagarse sus sueños. Su desaforada fortuna personal empezó a condensarse un par de generaciones antes que él. Pero aun con toda su pasión por el cine, mi director se sentiría menos que un hombre si usara su propio dinero para producir su propio film. Conseguir inversores dispuestos a apostar por su talento es una cuestión en la que se juega su prestigio personal.

Se comprende que estuviera tan entusiasmado cuando me llamó Goransky: el privilegio de tener trabajo en primer lugar, y en un guión de cine, y con el gran director. Me veía en los hoteles de los festivales internacionales, escondido en un rincón de la sala en Berlín, en Biarritz, escuchando en éxtasis las risas y las ovaciones del público. No importaba que Goransky nunca hubiera conseguido terminar una película: juntos lo íbamos a lograr. No importaba que toda mi experiencia como escritor profesional hubiera sido, alguna vez, la redacción de prospectos medicinales: Goransky se había dado cuenta de mi secreto talento y yo no lo iba a decepcionar.

Cuando me citó, pensé que querría conocerme como maquillador. En ese momento Goransky creía tener un guión casi terminado y estaba conversando con cada uno de los profesionales que planeaba contratar. Después supe que esa etapa definitiva se había repetido varias veces.

Yo necesitaba el trabajo y expuse mis antecedentes sin esperar preguntas. Empecé por esa explicación vendedora que no te voy a repetir -la uso tan seguido-: el juego de la mirada sobre la cara de una persona, la percepción de los elementos estructurales, óseos, y cómo es posible, sin modificarlos, hacerlos participar en un efecto óptico diferente a partir del trabajo sobre la superficie exterior. Hablé de mi experiencia con fotógrafos, con modelos, en varios rodajes de comerciales. Hablé mucho, hablé ingenuamente. No le conté, por ejemplo, hasta mucho tiempo después, lo que en verdad le podría haber interesado: cómo había llegado, pasando por tantos otros, a mi extraño oficio, y cómo, desde que empezaron los malos tiempos, fui aceptando poco a poco cualquier tipo de trabajo: cómo me dedicaba a maquillar a viejos para las fiestas de familia, a maquillar muñecas para niñas ricas y para hombres solitarios, y de vez en cuando, a maquillar cadáveres para las casas mortuorias.

A Goransky mis antecedentes como maquillador le importaban poco. Había leído ese cuento que publiqué hace años en una antología de Eudeba, el primer y último cuento que escribí en mi vida y que sucedía en la base militar de la Antártida. Ese detalle original, el hecho de acontecer entre los hielos del sur, hizo que el cuento se publicara y republicara en muchísimas antologías, incluso en el extranjero. Eran colecciones llamadas, en varios idiomas, Entre los hielos, Los cuentos más australes del mundo, Historias de lugares exóticos, La Patagonia y más allá, o tal vez Cuentos del fin del mundo. Cada vez que nos enterábamos de una nueva publicación, mi mujer volvía a insistir en mi vocación y me destruía el buen humor con su pesada, exigente confianza en mi inexistente talento literario.

El hombre, Goransky, estaba fascinado por la Antártida. Alguien le alcanzó mi cuento, lo leyó, me quiso conocer. Y si en un primer momento había pensado en mí como maquillador, algo en mi forma de expresarme lo hizo virar hacia una nueva propuesta: trabajar juntos en otro guión.

– El libro que tengo no me conforma. Quiero que mi próxima película transcurra en la Antártida -me dijo-. Y todas las demás también. Antártida y mucho relato en off: ésas son mis marcas de fábrica, el sello Goransky -definió, como si tuviera ya una vasta filmografía.

Lo curioso es que pudo haber sido un genio del cine, en otro lugar, en otro tiempo. Desde el primer día me enloqueció de entusiasmo su capacidad de creación. Yo disparaba una punta del ovillo, una tontería cualquiera, y él empezaba a tirar convirtiéndola en el eje de un relato cinematográfico. Su cerebro era una loca cantera de imágenes. Un hombre enorme, pesado, con los ojos más vivos que puedas haber imaginado nunca, movedizo, un hipopótamo drogado con anfetaminas, un oso al que un hipnotizador le hubiera hecho creer que era una ardilla. Mientras trabajábamos y yo escribía, Goransky daba vueltas por el estudio, con sus grandes manos rompía escarbadientes, deshacía ganchitos de metal, corría de lugar las sillas y los adornos, subía y bajaba los escalones que llevaban a la terraza.

El estudio era un lugar enorme, defendido como un acorazado, con puertas blindadas y gruesos barrotes protegiendo todas las entradas posibles, especialmente la terraza, además de los guardias de seguridad, contratados para vigilancia de día y de noche. A un costado, como si estuvieran arrumbados descuidadamente, pero en cuidadosa exhibición, estaban todos los premios que había ganado con su famoso corto sobre la Antártida. Tal vez no fuéramos tan distintos.

En la gran sala donde íbamos a trabajar, las enredaderas crecían desaforadamente alrededor de las vigas. Era invierno, las ramas caían peladas y, sin embargo, parecían contener una potencia vital tan agresiva que me sorprendí deseando terminar con el guión antes de la primavera.

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