Jinetes Del Mundo Incognito
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Novela de ciencia ficci?n acerca de la aparici?n sobre la Tierra de misteriosas “nubes” rosadas, que resultan ser visitantes inteligentes del espacio c?smico. Los miembros de una expedici?n ant?rtica sovi?tica son los primeros en tener contacto con ellas en una serie de aventuras inexplicables.
Las “nubes” remueven la capa de hielo de la Ant?rtica y la env?an al espacio. Son capaces de reproducir cualquier tipo de estructura at?mica, incluyendo al hombre. Los h?roes de la historia encuentran a sus “dobles”, ven aviones duplicados y viven muchas aventuras en una ciudad copiada. Incluso combaten contra agentes de la Gestapo reproducidos del pasado por las misteriosas “nubes”.
Los cient?ficos no pueden explicarse con que objeto se duplica la vida terrestre. Todos los intentos por lograr tener contactos con los visitantes del espacio c?smico terminan en un fracaso. Sin embargo, los cient?ficos sovi?ticos -h?roes de la novela- llegan a desentra?ar el enigma de las “nubes” rosadas y establecer contacto con una civilizaci?n superdesarrollada existente fuera de nuestra galaxia
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– No -respondió sonriéndose-. Lo que ocurre es que ninguna persona puede recordar las situaciones con toda la exactitud y con todos sus detalles. Etienne trata de recordarlos. Lange, por otra parte, sólo tiene visiones discontinuas y no piensa en los detalles.
Yo seguía sin comprenderla. Más bien, discernía de su pensamiento pequeñas ideas, aunque no completas.
– Esto parece un sueño -afirmó Martin confuso.
– Están trabajando las células de la memoria de dos personas. -Yo trataba de encontrarle alguna explicación-: Las representaciones de esas dos personas se materializan, entran en conflicto y se suprimen una a otra.
– Eso es un buen embrollo -manifestó él.
Entramos en el bar. Este se encontraba separado de la sala por una cortina de bambú colgada del techo. Los oficiales alemanes, de pie ante la barra, bebían sombríamente. No había sillas. Unas parejas se besaban en el largo diván junto a la pared. Pensé que Lange debió de recordar muy bien esta escena. Ninguno de sus personajes nos miró. Irina le susurró unas palabras al camarero y desapareció tras el alféizar en donde se notaba una escalera que ascendía al otro piso. El camarero, en silencio, colocó ante nosotros dos copas de coñac y se alejó. Martin probó el coñac.
– Es real -dijo y se lamió los labios.
– Shh… -le susurré-, no eres norteamericano, sino, francés.
– "Me duele la garganta y no puedo hablar" -repitió él y me guiñó un ojo.
Pero nadie nos escuchaba. Miré mi reloj: Lange debía aparecer dentro de quince minutos.
De pronto, en mi mente surgió una idea: si Lange no llegara a la habitación superior y el zapador no lograra desarmar la bomba, entonces el general Baer y su camarilla volarían en pedazos a la hora destinada. ¡Qué interesante! Lange vendrá con un soldado y un zapador. Es probable que el zapador llegue desarmado y que el soldado se coloque en el alféizar de la puerta que conduce a la escalera. ¡Hay posibilidades!
Le susurré a Martin mi plan. Este asintió. No existía ningún peligro de que los oficiales del bar intervinieran en la lucha, porque éstos apenas se podían mantener en pie. Algunos roncaban ya en el diván. Las parejas de enamorados habían desaparecido. En una palabra, la situación era óptima.
Transcurrieron diez minutos más. Un minuto, dos minutos, tres… Quedaban sólo segundos. En ese momento apareció Lange, pero éste no era aquel Lange que conocíamos, sino el Lange de un tiempo anterior, sin ser ascendido aún a sturmbahnführer. Deduje que si él recordaba este episodio, significaba que nosotros no habíamos participado en él, por lo que estábamos fuera de peligro. Sus actos estaban programados por la memoria: desarmar la bomba y prevenir la catástrofe. Él llegó acompañado de un soldado de edad avanzada que usaba lentes y por un joven miembro de la Gestapo armado con un automático. Entró rápido, sin detenerse, miró mordazmente a los oficiales soñolientos que miraban meditabundos el coñac y empezó a subir apresurado por la escalera junto con el zapador. El soldado, tal como nos lo habíamos imaginado, se situó en la puerta que conducía a la escalera. En ese segundo Martin dio unos pasos hacia él y, sin agitar el brazo, le pegó un golpe en el entrecejo y lo derribó, quitándole el automático antes de que éste tuviese tiempo de caer al suelo. Yo, sosteniendo la pistola browning en el puño, corrí por la escalera hacia arriba en pos de Lange, que se dio la vuelta.
– ¡Al suelo, Yuri! -gritó Martin a mi espalda.
Me tiré al suelo y sentí las balas cruzar sobre mí y cortar los cuerpos de Lange y del zapador. Todo ocurrió en fracciones de segundo. Desde el bar no apareció nadie.
"Irina", en cambio, se presentó en lo alto de la escalera, miró hacia abajo y, después de unos segundos, empezó a descender la escalera cruzando por entre los cadáveres de los alemanes.
– ¿No oyó nadie los disparos? -la interrogué, señalando hacia arriba.
– Nadie, excepto yo. Ellos están tan ensimismados en el juego, que no oyen ni las explosiones. -Ella tembló de repente y se llevó las manos a la cara-: ¡Dios mío! ¡No desarmaron la bomba!
– Tanto mejor -afirmé-. Deja que vuelen todos al infierno. Huyamos.
Ella seguía sin comprender:
– Pero, es que no fue eso lo que ocurrió en realidad.
– Así será ahora. -La agarré por el brazo e inquirí-: ¿Hay otra salida?
– Sí.
– Entonces, señálanos el camino.
Moviéndose como una sonámbula, nos condujo a una calle oscura. Martin, empleando el mismo método, puso fuera de combate al soldado de la puerta.
– Este es el cuarto -dijo-, y ni siquiera utilizamos la granada.
– Este es el quinto -le corregí-. La cuenta tuya empezó en la Antártida.
– Ahora las "nubes" tendrán que comenzar a crear un paraíso para las copias.
Cambiábamos palabras corriendo. Huíamos en la oscuridad por el medio de la calle con rumbo desconocido. Se oyó una explosión a nuestras espaldas y un haz de chispas se dispersó por el cielo. Por un instante los enormes ojos de "Irina" brillaron frente a mí. Sólo ahora me di cuenta de que esta "Irina" no usaba espejuelos.
Una sirena aulló a distancia. Cerca de nosotros se oyó el motor de un camión. Luego otro. Las llamas del incendio iluminaban levemente la calle.
– ¿Cómo es posible? -interrogó ella-. Entonces, ¿yo estoy viva? ¿Es ésta otra vida y no aquélla?
– Sí, ahora esta vida se desarrolla independientemente y de acuerdo con las leyes del tiempo, porque nosotros la hemos cambiado -le respondí y, con goce maligno, le propuse-: Ya puedes saldar cuentas con Etienne.
La sirena aullaba con más fuerza. Los camiones oíanse ya cerca de nosotros. Miré a mi alrededor: Martin no estaba.
– ¡Don! -llamé-. ¡Martin!
Nadie respondió. Entramos en el patio de una iglesia por una portezuela que estaba abierta. Tras la portezuela, la oscuridad se escondía temerosa, no herida aún por las luces del incendio.
– ¡Ven! -susurró "Irina", mientras me agarraba por la mano. La seguí y, de pronto, la oscuridad comenzó a disiparse, descendiendo lentamente por una escalera que apareció frente a nosotros. Alguien estaba sentado en su escalón superior.
Capítulo 22 – La isla de la salvación
Al observar con más atención a ese alguien reconocí a Zernov.
– Boris Arkádievich, ¿es usted? El se dio la vuelta:
– ¿Anojin? ¿De dónde viene usted?
Me llegó a la memoria la canción de Martin:
– "El Yanqui Doodle, en el infierno… exclamó: ¡Qué frío!". Pero, ¿dónde está Martin?
– Lo ignoro -respondió Zernov-. Estoy solo.
– ¿Y dónde estamos ahora?
Él se sonrió:
– ¿No reconoces el interior? Nos encontramos en el hotel "Au Monde", en el segundo piso. Vine a parar a este lugar cuando el furgón carcelero nos lanzó al aire. A propósito ¿qué sucedió allí?
– Parece que alguien tiró una bomba por debajo de las ruedas.
– Tenemos mucha suerte -afirmó Zernov-. No en vano dudaba de que la horca de la Gestapo fuese resistente. Aunque, hablando con sinceridad, no debemos jugar de nuevo con el destino. Por eso estoy sentado aquí desde aquel momento y temo moverme del sitio; es como la isla de la salvación. A nuestro alrededor impera un ambiente familiar, y no hay fantasmas. Así que siéntese y cuénteme sus aventuras-. Se echó a un lado cediéndome sitio.
Mi relato, pese a los acontecimientos inesperados, no produjo en Zernov gran impresión. Me escuchó en silencio, sin preguntar nada. Entonces, inquirí:
– ¿Vio usted la película de Fellini "Julieta y los espectros"?
A pesar de que mi pregunta encerraba ciertos argumentos e ideas debatibles, Zernov no se sorprendió de ella, ni expresó nada. Permaneció en silencio esperando que yo continuara. Y tuve que continuar:
– A mi juicio, las "nubes" y Fellini tienen una visión análoga del mundo: una pesadilla surrealista. Todo está dirigido al interior. Toda la realidad es sólo la proyección de los pensamientos de alguien, de la memoria de alguien. ¡Qué lástima que no haya visto aquel casino de St. Dizier! Las cosas estaban disgregadas, rotas en fragmentos, deformadas. Los detalles se veían nítidamente, mas las proporciones estaban distorsionadas. ¿Recuerda usted, cómo en el mundo real de Fellini se entrometía el mundo incoherente de lo subconsciente? Estoy buscando la lógica de todo esto, pero no la encuentro.