Guianeya
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La aparici?n cerca de la Tierra de dos enigm?ticos sat?lites invisibles provoc? inquietud entre los cient?ficos. Fracasaron los intentos de acercarse a estos sat?lites, pues ?stos escaparon de toda persecuci?n. A poco tiempo otro enigma emocion? al mundo: en el observatorio c?smico ubicado en uno de los sater?ides apareci? una muchacha de otro mundo. Se podia suponer que Guianeya ayudar?a a descubrir el enigma de los misteriosos sat?lites, pero callaba aunque sabia que los sat?lites amenazaban la vida de la Humanidad. Adem?s se revel? que Guianeya conoc?a el espa?ol, pero se empe?aba en ocultarlo…
La nueva novela de ficci?n de Mart?nov, de trama amena y sugestiva, trata acerca del humanismo y del triunfo del intelecto de las personas del futuro.
Georgui Martinov naci? en 1906. A los catorce a?os empez? a trabajar en una f?brica como aprendiz de electricista. Luego termin? por correspondencia una escuela superior para alcanzar el t?tulo de ingeniero.
En 1953 apareci? el primer libro de Mart?nov «220 d?as en una astronave» Despu?s public? las novelas «Caliste», «La hermana de la tierra», «Encuentro a trav?s de los siglos», «Los calistianos» y «Guianeya», en las que desarrolla la idea sobre el posible encuentro de los habitantes de la Tierra con los representantes de civilizaciones de otros mundos del futuro.
La presente obra fue editada en espa?ol dos veces y obtuvo gran popularidad.
Cumpliendo numerosas peticiones del lector latinoamericano la editorial Mir la ha reeditado este a?o.
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El dibujo estaba hecho con mano maestra. Murátov reconoció los rasgos de su cara que se veían a través del «cristal» del casco.
«Tiene una memoria admirable — pensó Murátov — ya que ha pasado año y medio desde entonces».
Estaba claro que Guianeya lo había dibujado recientemente, con probabilidad hoy mismo. Esto significaba que pensaba en él, que esperaba su llegada. Y era casi seguro que hubiera dejado a propósito el álbum abierto por esta página, para que lo viera.
«Pienso en usted y le quiero ver» — así se podía interpretar esto si se tratara de una mujer de la Tierra. Pero Guianeya tenía otras ideas, otras costumbres. Los motivos de sus actos no siempre eran comprensibles.
«Quién la comprende — pensó Murátov —. Es posible que esto signifique lo contrario:
«No le quiero ver, no he olvidado la ofensa». O alguna otra cosa, que no era posible averiguar.
Con indecisión mantenía el álbum en las manos. Si Guianeya había dibujado de memoria este episodio, entonces podía recordar y grabar otros. Más de la mitad del álbum estaba lleno. ¿Y si ella hubiera dibujado una vista de su patria?
A Murátov le temblaban las manos. No había más que volver una página y era posible que viera lo que nunca había visto el ojo humano.
Marina decía que Guianeya dibujaba con frecuencia pero que nunca mostraba sus dibujos.
La tentación era grande…
Pero a pesar de todo Murátov venció la curiosidad apremiante y dejó el álbum en su sitio.
El abusar de la confianza de la huésped sería una acción indigna. Probablemente estaba convencida de que nadie sin su permiso miraría el álbum. Guianeya ya conocía a las personas de la Tierra y creía en ellas.
«Era posible que ella misma mostrara los dibujos si se le pidiera».
Pero la esperanza tímida carecía claramente de fundamento. Una vez Marina se lo pidió, pero ni tan siquiera obtuvo una negativa cortés. Guianeya ni le contestó.
Murátov se dirigió lentamente hacia la puerta.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no retroceder. Volver violando todas las leyes de la moral, honradez y hospitalidad ¡y después toda la vida renegando de sí mismo!
Salió y cerró la puefta con violencia.
La Sexta expedición debía de aterrizar a las siete de la tarde. Ahora sólo eran las dos.
¿Qué iba a hacer durante estas cinco horas?
¿Ir a Selena e intentar encontrar en la enorme ciudad a Marina y a su acompañante?
Esto no sería tan difícil. Donde apareciera Guianeya inmediatamente lo notarían.
Cualquier persona le indicaría dónde buscarla. ¿Pero estaba bien mostrar tan a las claras su impaciencia? ¿No sería mejor verse en el cohetódromo como lo había indicado Marina en la nota?
Murátov entró en un comedor y encargó una comida de cuatro platos para alargar el tiempo.
Mientras le servían abrió una revista con fecha de ayer. Como suponía en una de las páginas se encontraba el retrato de Guianeya. Estaba al pie de un monumento al lado de Marina. Su rostro reflejaba animación y en sus labios se esbozaba una sonrisa.
¡Qué contraste entre esta Guianeya y la que recordaba Murátov! ¡Cómo había cambiado! No quedaba ni rastro de aquellos rasgos rígidos que le daban a su cara un aspecto de máscara. Ahora sabía con firmeza que entonces la cara de Guianeya, en el camino a la Tierra, era una máscara, la máscara trágica de la persona convencida de que lo que le espera puede ser triste y posiblemente terrible. ¡Este algo era desconocido para las personas de la Tierra, pero próximo y real para Guianeya!
Si no fuera por la forma de los ojos y el matiz de la piel, Guianeya podía pasar por la hermana de Marina, pues era muy grande el parecido entre ellas. Ambas tenían los cabellos negros, ambas iban vestidas de blanco, ambas esbeltas y altas. Guianeya le llevaba media cabeza a Marina y parecía la mayor. Pero en realidad cuántos años tenía, ningún terrestre lo sabía todavía.
Pronto se encontrarían. Ahora Murátov podía hablar con la huésped. Esto cambiaba en mucho sus futuras relaciones, ya que no le pasaría lo que antes cuando tuvo que explicar todo con gestos.
«Si no me vuelve la espalda como a Bolótnikov — pensó Murátov —. Y esto puede suceder si se ha ofendido por mi falta de atención.»
Pero en lo profundo del alma no creía que esto pudiera ocurrir así. Le parecía que Guianeya lo había dibujado en el álbum porque pensaba y quería esta entrevista.
«¡Es interesante cuál será la reacción de Guianeya cuando sepa que soy hermano de Marina!»
Rogó a su hermana que no dijera nada de esto, y estaba convencido de que su ruego había sido cumplido. Guianeya todavía no sabía nada de su parentesco.
Los pensamientos de Murátov fueron interrumpidos por la aparición del «camarero». Las manos mecánicas servían rápida y hábilmente la mesa. Un sonido silbante apenas perceptible acompañaba cada movimiento. Era de una construcción antigua, los modelos de última producción no emitían sonidos.
– ¡Gracias! — dijo maquinalmente Murátov cuando los platos fueron puestos.
El robot «inclinó la cabeza» y se marchó.
Murátov se sonrió. Los constructores habían incluso previsto esto.
Comió de prisa. Cada minuto aumentaba su impaciencia. Quiería con insistencia encontrarse lo antes posible con Guianeya, aclarar la duda más importante: ¡cómo lo trataría? Si los peores temores se confirmaban, éste sería un golpe terrible.
Demasiadas esperanzas habían sido puestas en la renovación de la vieja amistad, muchas e importantes cosas quería saber utilizando la antigua simpatía de Guianeya.
No cabía la menor duda de que Guianeya lo trataba con simpatía. Para esto era suficiente recordar el momento de su separación. Entró entonces para despedirse de ella.
Por medio de señas le explicó que se marchaba. Guianeya fue la primera en tender la mano, lo que antes nunca había hecho. Vio la tristeza reflejada en sus ojos.
Era muy grande el parecido de esta muchacha de otro mundo con las personas terrestres. La diferencia era insignificante. Y no se podían interpretar sus gestos y expresiones de los ojos de otra forma que «como los de la Tierra».
¡Y los innumerables ruegos de Guianeya de que Murátov viniera a visitarla! Esto también hablaba de su simpatía.
La comida fue en exceso abundante. Murátov no había comido nada hoy, pero no pudo comer más que la mitad.
Después de haber apretado el botón que daba la señal para retirar la mesa, salió a la calle.
Había «matado» sólo media hora. Quedaban cuatro y media.
«Voy a Selena — decidió Murátov —. A propósito, nunca he estado allí. Pasearé, veré la ciudad».
Volando se podía estar allí en cinco minutos. Pero con el fin de alargar el tiempo Murátov no subió a una de las numerosas estaciones de comunicaciones aéreas locales que estaban cerca, y eligió el transporte más lento: un vechebús urbano.
Pronto tuvo que lamentar su decisión. La máquina se detenía con una frecuencia insoportable, entraban y salían los pasajeros. Como regla, el vechebús urbano se utilizaba sólo para cortas distancias y Murátov tuvo que atravesar toda la ciudad que se extendía a muchas decenas de kilómetros, pasar la vasta región entre Poltava y Selena, llena de fábricas automáticas, y sólo entonces se encontraría en el lugar a donde se dirigía, pero en su rincón más apartado.
– ¿Cuánto se tarda en llegar al cohetódromo? — preguntó Murátov.
— Hora y media — le respondió la voz metálica del conductor automático.
Dio un suspiro de resignación y se arrellanó en el blando sillón.
Varias personas miraron con asombro a Murátov.
¡Que se asombren de su tontería! Ellas no pueden comprender que se encuentra en la absurda situación de la persona que no sabe en qué emplear el tiempo. Esto era la primera vez que le ocurría en la vida.
Por fin Poltava quedó atrás. Se extendían interminablemente los edificios uniformes de las fábricas. Ni un matorral verde, ni macizos de flores, nada en que pudiera detenerse la vista. Muros ciegos, sin ventanas.