Las Cosmicomicas
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La memoria colectiva guarda un pu?ado de historias que forman los cimientos de su acervo cultural, independientemente del marco geogr?fico o cultural al que nos estemos refiriendo. Estas historias `mitos- tratan unos pocos temas recurrentes, y en base a ellos, inconscientemente, todos los narradores crean sus historias, o mejor dicho, las refunden. Tras Titanic est? West Side Story, detr?s Romeo y Julieta, y m?s all? Trist?n e Isolda. Tras El mago de Oz, Jas?n y los Argonautas y, al final, La Il?ada. No hay nada nuevo bajo el sol, que se suele decir.
Sin embargo, Italo Calvino, en lo que se puede denominar, sin rubor alguno, un aut?ntico festival de la imaginaci?n, da un paso m?s all?. Sin olvidar el aspecto humano de los mitos, crea unas entidades superiores -en concreto la del narrador-, y partiendo de axiomas de la ciencia (la nueva religi?n en la que el hombre es sacerdote y divinidad a la vez) crea unas narraciones que formar?n parte de esta nueva mitolog?a, la mitolog?a de los dioses.
Porque el narrador, el ubicuo Qfwfq, no nos quepa ninguna duda, es un dios, si como tal entendemos un ser que tiene la edad del universo o m?s incluso. Qfwfq ha vivido en el punto primigenio que fue origen del cosmos, en un tiempo en que el tiempo no exist?a, ha vivido la formaci?n de la materia, de las galaxias, de los planetas, ha sido uno de los primeros invertebrados, de los primeros animales en abandonar los oc?anos, de los ?ltimos dinosaurios -y es capaz de acordarse de sus m?ltiples correr?as con cualquier antiguo conocido en una cafeter?a de cualquier esquina de Roma-, ha corrido por una Tierra sin colores y ha saltado de la Tierra a la Luna en pos del… amor. Ah, el amor, ni siquiera los dioses son inmunes: un gran acto de amor, generoso y puro, est? detr?s de ese Big Bang, seg?n nos cuenta en `Todo en un punto`.
Pues el amor y muchas otras cosas se encuentran reflejados en el juguet?n torrente verbal que Calvino pone en boca de Qfwfq. Tras la l?gica delirante y el tono familiar con que Qfwfq nos narra sus vivencias, el lector es capaz de apreciar la sutil iron?a que impregna las peripecias y los pensamientos de tan impronunciable protagonista. Porque, no nos olvidemos, Qfwfq (o, lo que es lo mismo, Calvino) se dirige a nosotros, lectores humanos que somos tambi?n hijos de las estrellas, para desglosarnos todos los temas que forman parte de los mitos, desde una ?ptica nueva, brillante (tanto en imaginaci?n como en composici?n verbal) y, sin lugar a dudas, divertida. Quiz? haya conceptos que puedan parecernos chocantes o ininteligibles (como la definici?n filos?fica del signo que Qfwfq crea, signo que le servir? como indicador de revoluciones de la galaxia, pero a la vez, por ser el primer signo creado, continente y esencia de todos los signos y del propio ser conocido como Qfwfq), pero qu? bien nos lo explica, c?mo juega, disfruta y nos hace disfrutar con ello. Porque Italo Calvino era un narrador nato, un mago de las palabras, un comunicador excepcional.
Sin embargo, otros nos son presentados con gran elegancia. El universo de Calvino -nuestro universo- est? poblado de seres riqu?simos en matices. El amor y el deseo, que desencadena celos y envidias, caridad y furia, miedo -pero miedo al otro, o a lo desconocido, o a la soledad- y solidaridad. Inteligencia y estupidez. Y vuelta a empezar, y el universo sigue dando vueltas y m?s vueltas y, en un punto azul en un extremo de una galaxia mediocre, estamos nosotros y nuestra carga de humanidad. Y de alguna forma lo tenemos que explicar, para despu?s recordar.
Para eso est?n los mitos.
Las cosmic?micas son, en definitiva. una lente en el que mirarnos y reconocernos desde un punto de vista radicalmente diferente, a la par que divertido. El humanismo del autor supura y desborda en cada una de las doce narraciones breves que componen este libro. Y, adem?s, disfrut? escribi?ndolas y nosotros las disfrutaremos ley?ndolas. Una aut?ntica delicia.
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Miro a mi alrededor ¿y a quién busco? Siempre a ella, la busco enamorado desde hace quinientos millones de años y veo en la playa a una bañista holandesa a la que un bañero con cadenita de oro muestra para asustarla el enjambre de abejas en el cielo, y la reconozco, es ella, la reconozco por el modo inconfundible de alzar el hombro basta tocarse casi una mejilla, estoy casi seguro, hasta diría absolutamente seguro si no fuera por cierta semejanza que encuentro también en la hija del guardián del observatorio astronómico, y en la fotografía de la actriz caracterizada de Cleopatra tal como era realmente, por aquello de la verdadera Cleopatra que según dicen continúa en cada representación de Cleopatra, o en la reina de las abejas que vuela a la cabeza del enjambre por el impulso inflexible con que avanza, o era la mujer de papel recortado y pegado en el parabrisas de plástico del triciclo de los helados, con un traje de baño igual al de la bañista en la playa que ahora escucha por una radio de transistores una voz de mujer que canta, la misma voz que escucha por su radio el camionero de la enciclopedia, y también la misma que ahora estoy seguro de haber escuchado durante quinientos millones de años, es segurarnente la que escucho cantar y de la que busco una imagen y no veo más que gaviotas planeando sobre la superficie del mar donde aflora el centelleo de un cardumen de anchoas y por un momento estoy convencido de reconocerla en una gaviota y un momento después dudo de que en cambio sea una anchoa, pero podría ser igualmente una reina cualquiera o una esclava nombrada por Heródoto o solamente aludida en las páginas del volumen que ha puesto para señalar su asiento el lector que ha salido al pasillo del tren para trabar conversación con las turistas holandesas, o cualquiera de las turistas holandesas, de cada una de ellas puedo decirme enamorado y al mismo tiempo estoy seguro de estar siempre enamorado solamente de ella.
Y cuanto más enloquezco de amor por cada una de ellas, menos me decido a decirles: "¡Soy yo!" temiendo equivocarme y más aún temiendo que sea ella la que se equivoque, me tome por algún otro, por alguno que a juzgar por lo que ella sabe de mí podría también ser intercambiado conmigo, por ejemplo, el bañero de la cadenita de oro, o el director del observatorio astronómico, o una gaviota macho, o una anchoa macho, o el lector de Heródoto, o Heródoto en persona, o el heladero ciclista que ahora ha bajado a la playa por un caminito polvoriento en medio de los higos chumbos y está rodeado por las turistas holandesas en traje de baño, o Spinoza, o el camionero que lleva en su carga la vida y las obras de Spinoza resumidas y repetidas dos mil veces, o uno de los zánganos que agonizan en el fondo de la colmena después de haber cumplido su acto de continuación de la especie.)
III
…Esto no quita que la concha fuera sobre todo concha, con su forma particular que no podía ser diferente porque era exactamente la forma que yo le había dado, es decir, la única que yo sabía y quería darle. Al tener la concha una forma, también la forma del mundo había cambiado, en el sentido de que ahora comprendía la forma del mundo tal como era sin la concha más la forma de la concha.
Y esto tenía grandes consecuencias: porque las vibraciones ondulatorias de la luz, al golpear los cuerpos, les extraen particulares efectos, el color sobre todo, es decir, aquella materia que usaba para hacer las rayas y que vibraba de otra manera que el resto, pero también el hecho de que un volumen traba una relación especial de volúmenes con los otros volúmenes, todos fenómenos de los cuales yo no podía darme cuenta y que sin embargo existían.
La concha también estaba en condiciones de producir imágenes visuales de conchas, que son cosas muy similares -a juzgar por lo que se sabe- a la concha misma, sólo que mientras la concha está aquí ellas se forman en otra parte, posiblemente en una retina. Una imagen presuponía, pues, una retina, la cual a su vez presupone un sistema complicado que remata en un encéfalo. Es decir, yo al producir la concha producía también la imagen -y no una, sino muchísimas, porque con una concha sola se pueden hacer todas las imágenes de concha que se quiera-, pero sólo imágenes potenciales porque para formar una imagen se precisa todo lo necesario, como decía antes: un encéfalo con sus respectivos ganglios ópticos, y un nervio óptico que lleve las vibraciones de afuera hasta adentro, cuyo nervio óptico en la otra punta termina en algo hecho a propósito para ver lo que hay afuera, que sería el ojo. Ahora es ridículo pensar que teniendo el encéfalo uno mande un nervio como si fuera un sedal lanzado a la oscuridad y mientras no le despuntan los ojos no pueda saber si afuera hay algo que ver o no. Yo de este material no tenía nada; por lo tanto, era el menos autorizado para hablar de él; pero me había hecho una idea personal, esto es, que lo importante era constituir imágenes visuales y después los ojos vendrían como consecuencia. Por lo tanto, me concentraba para hacer de manera que lo que de mí estaba afuera (y también lo que de mí en el interior condicionaba lo exterior) pudiera dar lugar a una imagen, es más, a la que posteriormente se hubiera considerado una bella imagen (comparándola con otras imágenes definidas menos bellas, feúchas, o feas de dar miedo).
Un cuerpo que consigue emitir o reflejar vibraciones luminosas en un orden distinto y reconocible -pensaba yo-, ¿qué hace con esas vibraciones? ¿Se las mete en el bolsillo? No, las descarga en el primero que pasa cerca. ¿Y cómo se comportará éste frente a vibraciones que no puede utilizar y que tomadas así quizás fastidian un poco? ¿Esconderá la cabeza en un agujero? No, las proyectará en aquella dirección hasta que el punto más expuesto a las vibraciones ópticas se sensibilice y desarrolle el dispositivo para disfrutar de ellas en forma de imágenes. En una palabra, el enlace ojo-encéfalo yo lo pensaba como un túnel excavado desde afuera, por la fuerza de lo que estaba listo para convertirse en imagen, más que desde adentro, o sea desde la intención de captar una imagen cualquiera.
Y no me equivocaba: todavía hoy estoy seguro de que el esquema -en sus grandes líneas- era justo. Pero mi error estaba en pensar que la vista nos vendría a nosotros, es decir, a ella y a mí. Elaboraba una imagen de mí armoniosa y coloreada para poder entrar en la receptividad visual de ella, ocupar su centro, establecerme allí, para que ella pudiera disfrutar de mí continuamente, con el sueño y con el recuerdo y con la idea, además de con la vista. Y yo sentía que al mismo tiempo ella irradiaba una imagen de sí misma tan perfecta que se impondría a mis sentidos brumosos y lentos, desarrollando en mí un campo visual interno donde definitivamente fulguraría.
Así nuestros esfuerzos nos llevaban a convertirnos en esos perfectos objetos de un sentido que no se sabía bien aún qué era y que después llegó a ser perfecto justamente en función de la perfección de su objeto que éramos justamente nosotros. Digo la vista, digo los ojos; una sola cosa no había previsto: los ojos que finalmente se abrieron para vernos eran, no nuestros, sino de otros.
Seres informes, incoloros, sacos de vísceras puestas como cayeran, poblaban el ambiente que nos rodeaba, sin tener la más mínima idea de lo que harían de sí mismos, de cómo expresarse y representarse en una forma estable y acabada y tal que enriqueciera las posibilidades visuales del que la viese. Van, vienen, se hunden un poco, emergen un poco en aquel espacio entre aire y agua y escollo, giran distraídos, dan vuelta; y, entretanto, nosotros yo y ella y todos los que nos empeñábamos en expresar una forma de nosotros mismos, estamos allí atareados en nuestra oscura faena. Por mérito nuestro, aquel espacio mal diferenciado se convierte en un campo visual, ¿y quién aprovecha? Los intrusos, los que nunca habían pensado en la posibilidad de la vista (porque, como eran feos, nada hubieran ganado viéndose entre ellos), los que habían sido más sordos a la vocación de la forma. Mientras nosotros agobiados cargábamos con el trabajo pesado, es decir, hacer que hubiera algo que ver, ellos bien calladitos se quedaban con la parte más cómoda: adaptar sus perezosos, embrionarios órganos receptivos a lo que había que recibir, es decir, nuestras imágenes. Y no me vengan con que fue una brega laboriosa también la de ellos: de aquella papilla mucilaginosa que les llenaba la cabeza podía salir todo, y no hace falta mucho para sacar un dispositivo fotosensible. Pero para perfeccionarlo, ¡te quiero ver! ¿Cómo hacer si no tienes objetos visibles que ver, y vistosos, y que se impongan a la vista? En una palabra se hicieron los ojos a costa nuestra.