Olvidado Rey Gud?
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Olvidado rey Gud? narra el nacimiento y expansi?n del Reino de Olar, en una historia donde se habla de la p?rdida de la inocencia, la atracci?n y el miedo hacia lo desconocido, el placer de la conquista, el amor, el dolor, la memoria, y sobre todo, el olvido.
El universo fant?stico de Matute nos introduce en una historia largu?sima sobre traiciones, hijos ileg?timos, desamores y pasiones desconocidas. Un rey incapaz de amar es el centro de esta saga dram?tica, con pocas concesiones a la ternura o la esperanza. He ah? la mayor baza de la novela, la forma en que retrata la educaci?n y la falta de afecto hacia los hijos. Un relato cruel con parricidios, asesinatos y huidas, todo entremezclado en una narraci?n densa a la vez que f?cil de seguir, hasta el obligado e inexorable final.
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– Aquí tenéis, pueblo temeroso y estúpido, a esos que llamáis los diablos del fin del mundo. Se corrompen y hieden de igual manera que las cabezas de los ladrones y los criminales: pues de la misma sustancia están hechos. Como las vuestras…, y la mía.
Y con su propia espada cortó las negras trenzas de aquellos desdichados guerreros -ya en verdad indiferentes a toda ocurrencia- y las arrojó al pueblo, que, primero, retrocedió asustado. Luego, súbitamente, se enardeció. Y la plaza, y las piedras, y las murallas todas de Olar se invadieron de un rojo resplandor; y un viento caliente de sangre se pudo aspirar en el aire, y encendía las miradas, penetraba por oídos y bocas, y arrancaba gritos de violencia, de toda la antigua y soterrada crueldad que se agazapa en el corazón de los hombres. Hasta el punto de que aquel olor podía percibirse también con ojos y oídos. Entonces, el Rey se volvió a sus soldados y dijo:
– Traed a mi hijo primogénito, el Príncipe Gudulín.
A poco llegaron los soldados, y entre ellos un espantado corcel negro, de blanca crin y ojos de miel, temblaba, no se sabía si de placer o terror; y sobre él se erguía un niño pálido, de enmarañado cabello y grandes ojos negros. Había desenvainado su daga, y llevaba a la espalda un carcaj, provisto de arco y flechas. Al verle, Gudú sonrió, complacido, y ante la entusiasta plebe -que rugía de un placer sanguinario que les impelía a azotarse unos a otros con mechones de trenza muerta-, dijo:
– Ved lo que hará el Príncipe Heredero, vuestro futuro Rey, con el gran misterio de la estepa.
Entonces, ordenó que de una parihuela sobre la que habían montado un dosel cubierto de seda roja y polvorienta, descendiera una mujer encadenada. Y tal era su aspecto, que los gritos enfebrecidos del pueblo cesaron al verla, pues jamás guerrero alguno ascendió los peldaños del extraño patíbulo con mayor altivez y despectiva sonrisa. Sus agudos y blanquísimos colmillos de chacal brillaban tanto como sus oscuros ojos, semicerrados de odio. Y como las negras trenzas -que casi rozaban sus talones brillaban como jamás cabello de mujer de Olar lograra, ni aun a fuerza de vaciar en ellos el aceite de los candiles, Gudú avanzó y, tomándola de ambas trenzas, con extraña furia, hasta el momento retenida, gritó a su hijo:
– Príncipe, corta estas trenzas, y arrójalas al pueblo, para que sepan de qué materia está hecho el misterio de la estepa, y cuán vulnerable es al fuego y al escarnio.
Así lo hizo, con evidente gozo, Gudulín: saltó del caballo, trepó al tarimado, y con su afilada daga cortó las dos trenzas de la Reina Urdska y las arrojó al pueblo. Antes, con un fulgor por vez primera jubiloso en sus enormes ojos de terciopelo, arrancó un mechón y lo mordió con sus blancos y afilados dientes de lobezno.
El pueblo celebró la hazaña con tales aullidos, que en el Castillo temblaron todos, desde el digno Barón Presidente de la Asamblea, hasta el último pinche de cocina. Sólo Gudulina parecía ajena a aquel clamor; una especie de música dulce parecida a un licor antiguo y peligroso, la llenaba, y penetraba. Y sólo amor veía en la creciente noche de Olar, allí donde estaban, como únicas estrellas, el odio, la venganza y la soberbia.
Gudulina mantenía las manos fuertemente enlazadas; y el temblor de sus labios no podía permanecer oculto a nadie. Por lo que la Reina Ardid fue quien, asidos de ambas manos, tuvo que mantener, a su derecha, a Raigo, y a su izquierda, a Raiga. Y ambos niños miraban a todos con grave asombro, y los entreabiertos labios exhalaban preguntas que iban desde la admirada expectación ante el humano acontecer, hasta el burlón regocijo que produce el espectáculo más grotesco de la tierra: esto es, una reunión de adultos que espera celebrar, solemnemente, la más triste exhibición de su humana naturaleza. Todos permanecían atentos, excepto el Trasgo, que escondido en los pliegues del ya muy raído manto de Ardid – la Reina no renovaba su vestuario desde las campañas de las estepas-, esperaba ver a su amado Gudulín.
El Rey no mandó degollar a Urdska como esperaban todos, y mientras la obligaba a descender de nuevo, jamás le miró nadie como ella lo hizo. Bajo aquella mirada, sintió como si todo el frío del invierno llegara hasta él. Ordenó que la condujeran a la Corte Negra, y una vez allí, permaneciese encadenada, hasta que él decidiera lo que debía hacerse con la soberbia y humillada Reina esteparia.
Luego, cuando se encaminó al Castillo, observó por primera vez a Gudulín. Y aunque no podía especificar por qué razón, lo cierto era que su heredero no le placía. Sus manos eran grandes y fuertes, pero todo él, pese a su delgadez, le pareció un niño blando y oscuro. Miró sus ojos, y le parecieron como nacidos de una antigua y feroz noche, que le traía a la memoria el viscoso trepar de ciertas criaturas húmedas, en los oscuros pasillos de su infancia. Porque Gudú no podía ver la sed, si la sed provenía del deseo de amor: y este deseo, aun sin luz, aun en la tiniebla, estaba allí, en la sombra de su mirada, en la lastimosa e indefensa inactividad de sus manos de niño; a pesar de su estatura, superior a la de los niños de su edad -en lo que no desmerecía la raza de Volodioso-, al fin y al cabo Gudulín aún no había cumplido ocho años. Por primera vez, Gudú pensó algo que le estremeció. Mirando a su hijo aún niño con una hostilidad que no podía comprender, se dijo a un tiempo, y sin saber tampoco por qué razón, que la vejez debía ser algo triste e intolerable. Pero, como todos los pensamientos importunos, los alejó de sí, como puede alejarse de un manotazo un insecto molesto.
El primer encuentro -después de casi cinco años- con Gudulina no fue tan magnífico como aquel otro en que, precisamente, se engendraron los gemelos de rubios cabellos que le miraban con ojos agrandados de terror, admiración o quién sabe qué -en verdad esto era ajeno a su interés.
Ardid estaba allí, y su orgullo creció al observar que, si bien la Reina Madre declinaba con los años, no era ni mucho menos una mujer carente de atractivo y belleza: sus cabellos se entretejían de oro y plata, y su arrogancia se había vuelto más frágil y delicada. Pero sus ojos oscuros de ardilla relucían aún; y sus labios aún frescos dejaban entrever el blanquísimo brillo de su envidiable dentadura, dientes de niña crecida entre los campos. «La mejor amazona, la mejor Reina, la mejor madre», pensó Gudú, envanecido.
Y aquel par de extrañas criaturas que eran sus hijos, tenían también cierto parecido a dos nerviosas ardillas. Por un momento pensó, desconcertado: «¿Quién es el niño? ¿Quién la niña?», y antes de descifrarlo, dedicó su atención a la madre de tan raras como insignificantes criaturas. Y al verla, un leve disgusto le ensombreció: Gudulina se había vuelto fofa, sus mejillas le parecieron demasiado redondas e hinchadas. Y aquellos ojos que antaño, en aquel mismo lugar, parecían retener toda la luz del sol sobre el Lago, tenían ahora una desapacible similitud con los ojos de Gudulín. «Es blando como ella: mi hijo es igual que su madre, sin lozanía como ella, como agostado ya desde la cuna», se dijo, con hastío.
Cuando Gudulina le abrazó, sintió un raro vértigo. De nuevo estaban impregnados sus cabellos del agreste perfume del brezo y la hierba del sueño; y su cuerpo era firme y dulce, y sus labios tenían la suave y tristísima embriaguez -de pronto, así le pareció, aun por peregrino que pareciese- de la decepción tras la gloria. Porque la gloria -y aún besaba a Gudulina cuando lo pensaba- del triunfo era aún el sabor del triunfo. Y sintió sed, una abrasadora sed de estepa, de ilimitados horizontes, de sangre y polvo. Y tuvo conciencia de todas las cicatrices de su cuerpo, y aún más, todas las cicatrices y todas las heridas y aún todas las muertes de sus hombres, en su propio cuerpo. Apretó contra él a Gudulina, haciéndola gemir. Y se dijo: «No he logrado nada. Nada ha empezado todavía: aún queda tanto, tanto por…».
Pero la Corte le aguardaba, jubilosa: el Rey había vencido a las Hordas. Y las Hordas, en años y años, no volverían a osar adentrarse, en sus rapiñas sanguinarias, por tierras del invencible Rey Gudú.
Pasaron algunos días en los cuales Gudulina creyó recuperar su viejo amor perdido. Pero estas cosas, sabido es que no son fáciles en la humana naturaleza. La vasija del amor se rompió, y su contenido se había desparramado por la corteza del mundo, y la pobre Gudulina, de rodillas y suplicante como mendiga, iba rastreando el surco de aquel río perdido entre inútiles praderas. En los primeros días, Gudú halló un placentero sabor en la blanda y redondeada Gudulina, su perfumado cabello y su cuerpo limpio. Estaba cansado de la fibrosa angulosidad de las esteparias. Gudulina había aprendido en la Isla de Leonia lecciones de aseo que las mujeres de Olar distaban mucho de practicar, y ahora a Gudú le desquitaba del olor a cabra, polvo, sangre y cuero. Día llegó en que aquellos olores embargaron su olfato y su sensualidad; y con violencia terrible e irremediable, sintió la sed que le inspiraba la Reina Urdska, cuyas manos debían permanecer atadas a la espalda, si quería yacer con ella. Y como jamás había recibido de ella un beso, sino feroces dentelladas -en las que poco a poco iba hallando un oscuro sentimiento placentero, que creía nuevo y era tan viejo como el mundo-, sin aguardar al amanecer, saltó del lecho conyugal y, desnudo aún, y dormida Gudulina, mal que enfundó su coraza de cuero y metal, envainó su espada y, saltando sobre su caballo galopó bosque adentro, rondando la Corte Negra.
Estaba el otoño avanzado, pero el viento aún era tibio durante el día, y en la noche, fresco y saturado de raíces perfumadas. Y así, vio tras las murallas del recinto negro los resplandores rojos de las hogueras, los gritos de los centinelas, y sintió arder su sangre. Y entró al galope, en el recinto gritó más que ordenó que elevaran el puente y, Rey Negro de nuevo, entró en su verdadero Reino: el único que sentía propio, entre todos los reinos de la tierra.
