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Las Cosmicomicas

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Las Cosmicomicas
Название: Las Cosmicomicas
Автор: Calvino Italo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Las Cosmicomicas - читать бесплатно онлайн , автор Calvino Italo

La memoria colectiva guarda un pu?ado de historias que forman los cimientos de su acervo cultural, independientemente del marco geogr?fico o cultural al que nos estemos refiriendo. Estas historias `mitos- tratan unos pocos temas recurrentes, y en base a ellos, inconscientemente, todos los narradores crean sus historias, o mejor dicho, las refunden. Tras Titanic est? West Side Story, detr?s Romeo y Julieta, y m?s all? Trist?n e Isolda. Tras El mago de Oz, Jas?n y los Argonautas y, al final, La Il?ada. No hay nada nuevo bajo el sol, que se suele decir.

Sin embargo, Italo Calvino, en lo que se puede denominar, sin rubor alguno, un aut?ntico festival de la imaginaci?n, da un paso m?s all?. Sin olvidar el aspecto humano de los mitos, crea unas entidades superiores -en concreto la del narrador-, y partiendo de axiomas de la ciencia (la nueva religi?n en la que el hombre es sacerdote y divinidad a la vez) crea unas narraciones que formar?n parte de esta nueva mitolog?a, la mitolog?a de los dioses.

Porque el narrador, el ubicuo Qfwfq, no nos quepa ninguna duda, es un dios, si como tal entendemos un ser que tiene la edad del universo o m?s incluso. Qfwfq ha vivido en el punto primigenio que fue origen del cosmos, en un tiempo en que el tiempo no exist?a, ha vivido la formaci?n de la materia, de las galaxias, de los planetas, ha sido uno de los primeros invertebrados, de los primeros animales en abandonar los oc?anos, de los ?ltimos dinosaurios -y es capaz de acordarse de sus m?ltiples correr?as con cualquier antiguo conocido en una cafeter?a de cualquier esquina de Roma-, ha corrido por una Tierra sin colores y ha saltado de la Tierra a la Luna en pos del… amor. Ah, el amor, ni siquiera los dioses son inmunes: un gran acto de amor, generoso y puro, est? detr?s de ese Big Bang, seg?n nos cuenta en `Todo en un punto`.

Pues el amor y muchas otras cosas se encuentran reflejados en el juguet?n torrente verbal que Calvino pone en boca de Qfwfq. Tras la l?gica delirante y el tono familiar con que Qfwfq nos narra sus vivencias, el lector es capaz de apreciar la sutil iron?a que impregna las peripecias y los pensamientos de tan impronunciable protagonista. Porque, no nos olvidemos, Qfwfq (o, lo que es lo mismo, Calvino) se dirige a nosotros, lectores humanos que somos tambi?n hijos de las estrellas, para desglosarnos todos los temas que forman parte de los mitos, desde una ?ptica nueva, brillante (tanto en imaginaci?n como en composici?n verbal) y, sin lugar a dudas, divertida. Quiz? haya conceptos que puedan parecernos chocantes o ininteligibles (como la definici?n filos?fica del signo que Qfwfq crea, signo que le servir? como indicador de revoluciones de la galaxia, pero a la vez, por ser el primer signo creado, continente y esencia de todos los signos y del propio ser conocido como Qfwfq), pero qu? bien nos lo explica, c?mo juega, disfruta y nos hace disfrutar con ello. Porque Italo Calvino era un narrador nato, un mago de las palabras, un comunicador excepcional.

Sin embargo, otros nos son presentados con gran elegancia. El universo de Calvino -nuestro universo- est? poblado de seres riqu?simos en matices. El amor y el deseo, que desencadena celos y envidias, caridad y furia, miedo -pero miedo al otro, o a lo desconocido, o a la soledad- y solidaridad. Inteligencia y estupidez. Y vuelta a empezar, y el universo sigue dando vueltas y m?s vueltas y, en un punto azul en un extremo de una galaxia mediocre, estamos nosotros y nuestra carga de humanidad. Y de alguna forma lo tenemos que explicar, para despu?s recordar.

Para eso est?n los mitos.

Las cosmic?micas son, en definitiva. una lente en el que mirarnos y reconocernos desde un punto de vista radicalmente diferente, a la par que divertido. El humanismo del autor supura y desborda en cada una de las doce narraciones breves que componen este libro. Y, adem?s, disfrut? escribi?ndolas y nosotros las disfrutaremos ley?ndolas. Una aut?ntica delicia.

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Me metí en un desierto de arena; avanzaba hundiéndome entre dunas siempre de algún modo diversas y, sin embargo, casi iguales. Según el punto desde el que se las mirara, las crestas de las dunas eran como relieves de cuerpos acostados. Allá parecía modelarse un brazo cerrándose sobre un tierno seno, con la palma tendida bajo una mejilla inclinada; más acá, asomar un pie joven de pulgar esbelto. Allí parado, observando aquellas posibles analogías, dejé transcurrir un buen minuto antes de darme cuenta de que bajo mis ojos no había una cresta de arena, sino el objeto de mi persecución.

Yacía, incolora, vencida por el sueño, en la arena incolora. Me senté al lado. Era la estación -ahora lo sé- en que la era ultravioleta llegaba a su término para nuestro planeta; un modo de ser que estaba por terminar desplegaba su extrema culminación de belleza. Jamás nada tan bello había recorrido la tierra como el ser que tenía ante mi vista.

Ayl abrió los ojos. Me vio. Creo que primero no me distinguió -como me había sucedido a mí- del resto de aquel mundo arenoso; que después reconoció en mí la presencia desconocida que la había seguido y se asustó. Pero al final pareció comprender nuestra común sustancia y hubo un temblor entre tímido y risueño en su mirada que me hizo lanzar, de felicidad, un gañido silencioso.

Me puse a conversar, todo con gestos. -Arena. No arena -dije, señalando primero en torno y luego nosotros dos.

Hizo una señal de que sí, había entendido.

– Roca. No roca -dije, por seguir desarrollando el tema. Era una época en que no disponíamos de muchos conceptos: designar, por ejemplo, lo que éramos nosotros dos, lo que teníamos de común y de diverso, no era empresa fácil.

– Yo. Tú no yo -traté de explicarle con gestos.

Se contrarió.

– Sí. Tú como yo, pero más o menos -corregí.

Se había tranquilizado un poco, pero desconfiaba todavía.

– Yo, tú, juntos, corre, corre -traté de decir.

Lanzó una carcajada y escapó.

Corríamos por la cresta de los volcanes. En el gris meridiano el vuelo de los cabellos de Ayl y las lenguas de fuego que se alzaban de los cráteres se confundían en un batir de alas pálido e idéntico.

– Fuego. Pelo -le dije-. Fuego igual pelo.

Parecía convencida.

– ¿No es cierto que es lindo? -pregunté.

– Lindo -contestó.

El Sol ya se hundía en un crepúsculo blanquecino. Sobre un despeñadero de piedras opacas, los rayos pegando al sesgo hacían brillar algunas.

– Piedras allá nada iguales. Lindas, ¿eh? -dije.

– No -contestó, y desvió la mirada.

– Piedras allá lindas, ¿eh? -insistí, señalando el gris brillante de la piedra.

– No.

Se negaba a mirar.

– ¡A ti, yo, piedras allá -le ofrecí.

– ¡No, piedras aquí! -respondió Ayl y tomó un puñado de las opacas. Pero yo ya había corrido adelante.

Volví con las piedras brillantes que había recogido, pero tuve que forzarla para que las tomase.

– ¡Lindo! -trataba de convencerla.

– ¡No! -protestaba, pero después las miró; lejos del reflejo solar, eran piedras opacas como las otras; y sólo entonces dijo-: ¡Lindo!

Cayó la noche, la primera que pasé abrazado no a una roca, y por eso quizás me pareció cruelmente corta. Si la luz tendía a cada momento a borrar a Ayl, a poner en duda su presencia, la oscuridad me devolvía la certeza de que estaba.

Volvió el día a teñir de gris la Tierra, y mi mirada giraba en torno y no la veía. Lancé un grito mudo: -¡Ayl! ¿Por qué te has escapado? -Pero ella estaba delante de mí y también me buscaba y no me veía y silenciosamente gritó-: ¡Qfwfq! ¿Dónde estás?-. Hasta que nuestra vista se acostumbró a escrutar aquella luminosidad caliginosa y a reconocer el relieve de una ceja, de un codo, de una cadera.

Entonces hubiera querido colmar a Ayl de regalos, pero nada me parecía digno de ella. Buscaba todo lo que de algún modo se destacara de la uniforme superficie del mundo, todo lo que indicase un jaspeado, una mancha. Pero pronto hube de reconocer que Ayl y yo teníamos gustos diferentes, si no directamente opuestos: yo buscaba un mundo diverso más allá de la pátina desvaída que aprisionaba las cosas, y espiaba cualquier señal, cualquier indicio (en realidad algo estaba empezando a cambiar, en ciertos puntos la ausencia de color parecía recorrida por vislumbres tornasoladas); en vez, Ayl era una habitante feliz del silencio que reina allí donde toda vibración está excluida; para ella todo lo que apuntaba a romper una absoluta neutralidad visual era un desafinar estridente; para ella allí donde el gris había apagado cualquier deseo, por remoto que fuera, de ser algo distinto del gris, sólo allí empezaba la belleza.

¿Cómo podíamos entendernos? Ninguna cosa del mundo tal como se presentaba a nuestra mirada bastaba para expresar lo que sentíamos el uno por el otro, pero mientras yo me afanaba por arrancar a las cosas vibraciones desconocidas, ella quería reducir toda cosa al más allá incoloro de su última sustancia.

Un meteorito atravesó el cielo, en una trayectoria que pasó delante del Sol; su envoltura fluida e incendiada hizo por un instante de filtro a los rayos solares, y de improviso el mundo quedó inmerso en una luz jamás vista. Abismos morados se abrían al pie de peñascos anaranjados y mis manos violetas señalaban el bólido verde flameante mientras un pensamiento para el que no existían todavía palabras trataba de prorrumpir de mi garganta:

– ¡Esto para ti! ¡De mí esto para ti ahora, sí sí, es lindo!

Y al mismo tiempo giraba de repente sobre mí mismo ansioso por ver de qué modo nuevo resplandecía Ayl en la transfiguración general; y no la vi, como si en aquel repentino desmenuzarse del barniz incoloro hubiera encontrado la manera de esconderse y escurrirse entre las junturas del mosaico.

– ¡Ayl! ¡No te asustes, Ayl! ¡Sal y mira!

Pero el arco del meteorito ya se había alejado del Sol, y la Tierra había sido reconquistada por el gris de siempre, aun más gris para mis ojos deslumbrados, e indistinto, y opaco, y Ayl no estaba.

Había desaparecido de veras. La busqué durante un largo pulsar de días y de noches. Era la época en que el mundo estaba probando la forma que adoptaría después: la probaba con el material que tenía a su disposición, aunque no fuera el más adecuado, quedando entendido que no había nada definitivo. Arboles de lava color humo extendían retorcidas ramificaciones de las cuales colgaban finas hojas de pizarra. Mariposas de ceniza sobrevolando prados de arcilla se cernían sobre opacas margaritas de cristal. Ayl podía ser la sombra incolora que se mecía en una rama de la incolora floresta, o que se inclinaba a recoger bajo grises matas grises hongos. Cien veces creí haberla percibido y cien veces perderla de nuevo. De las landas desiertas pasé a las comarcas habitadas. En aquel tiempo, en el presagio de las mutaciones que advendrían, oscuros constructores modelaban imágenes prematuras de un remoto posible futuro. Atravesé una metrópoli nurágica toda torres de piedra; franqueé una montaña perforada de galerías subterráneas como una tebaida; llegué a un puerto que se abría sobre un mar de fango; entré en un jardín en cuyos canteros de arena se elevaban al cielo altos menhires.

La piedra gris de los menhires era recorrida por un dibujo de apenas insinuadas vetas grises. Me detuve. En medio de aquel parque Ayl jugaba con sus amigas. Lanzaban en alto una bola de cuarzo y la cogían al vuelo.

En un tiro demasiado fuerte la bola se puso al alcance de mis manos y la atrapé. Las amigas se dispersaron en su busca; cuando vi a Ayl sola, lancé la bola al aire y la cogí al vuelo. Ayl se acercó; yo, escondiéndome, lanzaba la bola de cuarzo atrayendo a Ayl a lugares cada vez más alejados. Después aparecí; me gritó; después se echó a reír; y así seguimos jugando por regiones desconocidas.

En aquel tiempo los estratos del planeta fatigosamente buscaban un equilibrio a fuerza de terremotos. Cada tanto una sacudida levantaba el suelo, entre Ayl y yo se abrían grietas a través de las cuales seguíamos lanzando la bola de cuarzo. En esos abismos los elementos comprimidos en el corazón de la Tierra encontraban la vía para liberarse y veíamos emerger espolones de roca, exhalando fluidas nubes, brotar chorros hirvientes.

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