Neuromante
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«El cielo sobre el puerto era del color de la televisi?n, sintonizada en un canal muerto.» El primer enunciado de la novela de Gibson establece el tono de esta historia ultramoderna de gente que se mueve en un paisaje electr?nico. Siguiendo las huellas de Alfred Bester, William Burroughs y (tal vez) Samuel R. Delany, pero inspir?ndose en los sue?os del Silicon Valley, el autor ha creado un thriller rom?ntico y triste, tan actual como los juegos de video, los trasplantes de ?rganos y la investigaci?n sobre inteligencia artificial, todo lo cual tiene su papel en la narraci?n. Es un libro ?gil, s?lidamente escrito, ingeniosamente inventivo, ocasionalmente divertido y siempre po?tico, a veces desconcertante y tan bien ajustado como un circuito de microchip. Tiene algunos de los defectos previsibles en un primer libro: efectos algo forzados y una complejidad excesiva que una y otra vez entorpece la l?nea narrativa. Pero son defectos propios de una ambici?n aut?ntica y de un talento exuberante. El h?roe, Case, es un vaquero computarizado, con cultura callejera. Gracias a la utilizaci?n de su sofisticado equipo electr?nico del mundo del siglo XXI, es capaz de entrar en el «ciberespacio», un ?rea donde la informaci?n acumulada de los circuitos de ordenadores del planeta adquiere una realidad aparentemente tridimensional. Movi?ndose en el ciberespacio, puede alterar los programas de computaci?n y penetrar en la memoria de los bancos comerciales para robar valiosos datos.
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– Lo siento -dijo Riviera, y las pústulas titilaron y desaparecieron.
Case despertó, ya avanzado el período de descanso, y advirtió la presencia de Molly, que estaba acurrucada junto a él sobre la espuma. Podía sentir la tensión de ella. Permaneció acostado, confundido. Cuando Molly se movió, la mera velocidad con que lo hizo lo dejó atónito. Se había levantado saliendo de la sábana de plástico amarillo antes de que él se diera cuenta de que la había abierto.
– No te muevas, amigo.
Case se volvió y metió la cabeza en la abertura del plástico.
– ¿Qué…?
– Ciérrala.
– Tú eres el hombre -dijo una voz sionita-. Ojo de Gato y Navaja Andante, dijeron que se llamaban. Yo Maelcum, cariño. Los hermanos quieren conversar contigo y con el vaquero.
– ¿Qué hermanos?
– Los fundadores. Los Ancianos de Sión, sabes…
– Si abrimos esa escotilla, la luz despertará al jefe -susurró Case.
– Pondremos todo muy a oscuras, ahora -dijo el hombre-. Venid. Yo y yo iremos a ver a los Fundadores.
– ¿Sabes lo rápido que puedo cortarte, amigo?
– No te quedes ahí hablando, hermana. Vamos.
Los dos Fundadores de Sión que aún sobrevivían eran ancianos; ancianos por el acelerado envejecimiento de quienes pasan demasiados años fuera del abrazo de la gravedad. Las piernas morenas, debilitadas por el calcio perdido, parecían frágiles bajo la áspera luz solar reflejada. Flotaban en el centro de una selva multicolor, un mural comunitario de colores chillones que cubría por completo el casco de la sala esférica. El aire era espeso por el humo resinoso.
– Navaja Andante -dijo uno, cuando Molly entró flotando en la sala-. Como hacia un poste de castigo.
– Es una historia que tenemos, hermana -dijo el otro-, una historia religiosa. Nos alegra que hayas venido con Maelcum.
– ¿Por qué no hablan en dialecto? -preguntó Molly.
– Yo soy de Los Ángeles -dijo el anciano. Sus rizos eran como un árbol espeso con ramas de lana de acero-. Hace mucho tiempo, fuera del pozo de gravedad y de Babilonia. Para conducir a las Tribus a casa. Ahora mi hermano te compara con Navaja Andante.
Molly extendió la mano derecha y las hojillas destellaron en el aire humoso.
El otro Fundador se rió echando la cabeza hacia atrás. -Pronto llegarán los Últimos Días… Voces. Voces que gritan en el desierto, que profetizan la ruina de Babilonia…
– Voces. -El Fundador de Los Ángeles miraba fijamente a Case.- Controlamos muchas frecuencias. Siempre escuchamos. Vino una voz, de entre el Babel de lenguas, hablándonos. Nos impresionó mucho.
– Llámalo Winter Mute, invierno mudo -dijo el otro, dividiendo la palabra.
Case sintió que se le erizaba la piel de los brazos.
– El Mute nos habló -dijo el primer Fundador-. El Mute dijo que tenemos que ayudarte.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Case.
– Treinta horas antes de vuestra llegada a Sión.
– ¿Habían oído esa voz antes?
– No -dijo el hombre de Los Ángeles-, y no estamos seguros de lo que significa. Si éstos son los últimos Días, habrá falsos profetas…
– Escuche -dijo Case-, es una IA, ¿sabe? Inteligencia artificial. La música que ustedes oyeron probablemente se metió en los bancos de aquí y cocinó lo que pensaba que les gustaría…
– Babilonia -intervino el otro Fundador- es la madre de muchos demonios, yo y yo lo sabemos. ¡Hordas multitudinarias!
– ¿Cómo fue que me llamaste, viejo? -preguntó Molly.
– Navaja Andante. Y tú traes una peste a Babilonia, hermana, a su más oscuro corazón…
– ¿Qué tipo de mensaje transmitió la voz? -preguntó Case.
– Nos pidió que os ayudáramos -dijo el otro-, que tal vez sirváis como instrumento de los últimos Días. -El rostro cubierto de arrugas parecía perturbado. – Se nos pidió que enviásemos a Maelcum con vosotros, a bordo del remolque Garvey , al puerto babilónico de Freeside. Y eso haremos.
– Maelcum es un muchacho rudo -dijo el otro-, y un excelente piloto de remolque.
– Pero hemos decidido que Aerol vaya también, en el Babylon Rocker , para vigilar el Garvey .
Un incómodo silencio llenó la cúpula.
– ¿Y eso es todo? -preguntó Case-. ¿Ustedes trabajan para Armitage o qué?
– Nosotros les alquilamos espacio -dijo el Fundador de Los Ángeles-. Tenemos cierta relación con diversos tráficos, aquí, y ningún respeto por la ley de Babilonia. Nuestra ley es la palabra de Jah. Pero es posible que esta vez hayamos cometido un error.
– Mide dos veces, corta una -dijo el otro, con voz suave.
– Vamos, Case -dijo Molly-. Regresemos antes de que el hombre piense que no estamos.
– Maelcum os llevará. El amor de Jah, hermana.
9
EL REMOLQUE MARCUS GARVEY , una cáscara de acero de nueve metros de longitud y dos de diámetro, crujía y se estremecía mientras Maelcum tecleaba el rumbo de navegación. Estirado en su red elástica de gravedad, Case contemplaba la musculosa espalda del sionita a través de una bruma de escopolamina. Había tomado la droga para evitar la náusea del mareo, pero los estimulantes que el fabricante incluía para contrarrestar el fármaco no actuaban sobre su alterado sistema.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar a Freeside? -preguntó Molly desde su red, junto al módulo de pilotaje de Maelcum.
– Ya falta poco, creo.
– ¿Nunca pensáis en horas?
– Hermana, el tiempo es tiempo, ¿sabes? Da miedo -y sacudió sus rizos- en los controles, y yo y yo llegaremos a Freeside cuando yo y yo lleguemos…
– Case -dijo ella-, ¿habrás hecho algo para entrar en contacto con nuestro amigo de Berna? Lo digo por todo el tiempo que pasaste en Sión, enchufado y moviendo los labios.
– Con el amigo -dijo Case-, ya. No. No lo hice. Pero tengo un cuento parecido, que pasó en Estambul. -Le contó lo de los teléfonos en el Hilton.
– Jesús -dijo ella-. Se nos fue una oportunidad. ¿Por qué colgaste?
– Podría haber sido cualquiera -mintió él-. Sólo un chip… No sé… -Se encogió de hombros.
– No sólo porque tuvieras miedo, ¿eh?
Case volvió a encogerse de hombros.
– Hazlo ahora.
– ¿Qué?
– Ahora. De todos modos, coméntalo con el Flatline.
– Estoy dopado -protestó, pero extendió la mano hacia los trodos. La consola y el Hosaka habían sido instalados detrás del módulo de Maelcum, junto a un monitor Cray de muy alta resolución.
Ajustó los trodos. El Marcus Garvey había sido armado alrededor de un antiguo y enorme limpiador de aire ruso, un aparato rectangular pintado con símbolos rastafaris, Leones de Sión y Cruceros de la Estrella Negra, los rojos y los verdes cubriendo elocuentes autoadhesivos en cirílico. Alguien había pintado el equipo de pilotaje de Maelcum con un aerosol rosado, caliente y tropical, y había raspado el exceso de pintura de las pantallas y los monitores con una navaja. Las juntas que sellaban la esclusa de aire estaban adornadas con burbujas semirrígidas y con cintas de arcilla traslucida, como hebras de algas artificiales. Case miró por encima del hombro de Maelcum hacia la pantalla central y vio la imagen del acoplamiento: la trayectoria del remolque era una línea de puntos rojos, y Freeside un círculo verde y segmentado. Observó cómo la línea se extendía y generaba un nuevo punto.
Conectó.
– ¿Dixie?
– Sí.
– ¿Has intentado alguna vez meterte en una IA?
– Seguro. Fue cuando me anularon. La primera vez. Estaba jugando, trabajando a lo loco, cerca del sector comercial pesado de Río. Negocios de los grandes, multinacionales, el gobierno brasileño iluminado como un árbol de Navidad. Sólo jugaba, ¿sabes? Y entonces empecé a conectar con un cubo que estaba tal vez a tres niveles por encima. Subí y traté de entrar.
– ¿A qué se parecía la imagen?
– A un cubo blanco.
– ¿Cómo sabías que era una IA?
– ¿Que cómo lo supe? ¡Jesús! Nunca había visto hielo tan denso. ¿Qué más podía ser? Los militares de allá no tienen nada parecido. De todos modos, me salí y le dije a mi ordenador que lo investigara.
– ¿Y?
– Estaba en el Registro Turing. IA. La estructura en Río era de una compañía franchuta.
Case se mordió el labio y miró hacia afuera, por encima de las plataformas del Centro de Fisión de la Costa Este, hacia el infinito vacío neuroelectrónico de la matriz.
– ¿Tessier-Ashpool, Dixie?
– Sí, Tessier.
– ¿Y regresaste?
– Claro. Estaba enloquecido. Decidí tratar de cortarlo. Llegué a los primeros estratos y allí me quedé. Mi aprendiz sintió el olor a piel achicharrada y me sacó los trodos. Una mierda, ese hielo.
– ¿Y tu electroencefalograma quedó plano?
– Bueno,' así es como nacen las leyendas, ¿verdad?
Case desconectó. -Mierda -dijo-. ¿Cómo crees que Dixie quedó anulado, eh? Tratando de meterse en una IA. Estupendo…
– Sigue -dijo Molly-. Se supone que juntos sois dinamita, ¿verdad?
– Dix -dijo Case-, quiero echarle un vistazo a una IA en Berna. ¿Se te ocurre alguna razón para no hacerlo?
– A menos que tengas un miedo morboso a la muerte, no, ninguna.
Case tecleó las coordenadas del sector bancario suizo, sintiendo una ola de euforia a medida que el ciberespacio temblaba, se desdibujaba, se solidificaba. El Centro de Fisión de la Costa Este desapareció para dejar paso a la fría y geométrica complejidad del sistema bancario comercial de Zurich. Volvió a teclear, buscando Berna.
– Sube -dijo la estructura-. Tiene que estar más arriba.
Ascendieron por reticulados de luz en un parpadeo de niveles. Un destello azul.
Tiene que ser eso, pensó Case.
Wintermute era un sencillo cubo de luz blanca; sencillez que sugería una complejidad extrema.
– No parece gran cosa, ¿verdad? -dijo el Flatline-. Pero intenta tocarla.
– Voy a intentar meterme, Dixie.
– Adelante.
Case tecleó hasta que estuvo a cuatro puntos de retícula del cubo. La ciega fachada, ahora enorme frente a él, comenzó a moverse con tenues sombras interiores, como si mil bailarines giraran detrás de una vasta lámina de vidrio escarchado.
– Sabe que estamos aquí -apuntó el Flatline.
Case volvió a teclear, una vez: saltaron un punto reticular hacia adelante.
Un círculo gris y punteado apareció sobre la cara del cubo.
– Dixie…
– Vuelve, rápido.