Anaconda
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La trayectoria de escritor de Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1879 -Buenos Aires 1937) se desenvolvi? arm?nicamente desde la publicaci?n de su primer libro de poemas, pasando por el periodismo y el magisterio y la novel?stica, hasta alcanzar su m?s personal forma de expresi?n, el cuento, g?nero en el cual descoll? y que, en definitiva, hace perdurable su bien merecida fama, hasta llegar a llam?rsele el Kipling rioplatense, autor ?ste con quien comparte el amor por la selva y el acendrado sentido de la naturaleza. En Anaconda esa cosmovisi?n se acent?a notablemente y junto a los rudos y feroces paisajes misioneros, pululan los retratos de las fuertes personalidades que los pueblan, al tiempo que se insin?an y lo impregnan todas las leyendas y tradiciones con c?smico aliento.
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– Sí, ¡pato! En casa… ¡hame!
– ¡Ah, en tu casa! ¿Son muchos?
"El padre entonces intervino. Eran ocho criaturas, y a veces él estaba enfermo y no podía trabajar. Entonces… ¡mucha hambre!
– ¡Me lo figuro! -murmuró mi mujer mirándome. Dio al chico tasajo, galletitas, y a más dos latas de jamón del diablo que yo guardaba.
– ¡Eh, mi jamón! -le dije rápidamente cuando huía con su robo.
– ¿No es nada, verdad? -se rió-. ¡Supón la felicidad de esa pobre gente con esto!
"Al otro día volvió el indio con dos nuevos hijos, y como mi mujer no es capaz de resistir a una cara de hambre, todos comieron. Tan bien, que una semana después nuestra casa estaba convertida en un jardín de infantes. Los buenos peones traían cuanto hijo propio o ajeno les era dado tener. Y si a esto se agregan los muchos sujetos que comprendieron que nada disponía mejor nuestro corazón que la confesión llana y lisa de tener hambre y carecer al mismo tiempo de dinero, todo esto hizo que al fin de mes nuestro comercio cesara. Teníamos, claro es, un déficit bastante fuerte.
"Este fue mi segundo episodio comercial. No cuento el serio -el del algodón- porque éste estaba perdido desde el principio. Perdí allá cuanto tenía, y abandonando todo lo que habíamos construido en tierra arrendada, volvimos a Buenos Aires. Ahora -concluyó señalando con la cabeza sus mármoles- hago de nuevo esto.
– ¡Y aquí no cabe comercio! -exclamó con fugitiva sonrisa un oyente. Gómez Alcain lo miró como hombre que al hablar con tranquila seriedad se siente por encima de todas las ironías:
– Sí, cabe -repuso-. Pero no yo.