El Coraz?n Del T?rtaro

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El Coraz?n Del T?rtaro
Название: El Coraz?n Del T?rtaro
Автор: Montero Rosa
Дата добавления: 16 январь 2020
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El joven dio un respingo y la miró asustado, milagrosamente despejado de su atontamiento.

– Yo no sé nada contestó, -con voz mucho más clara.

– No tengas miedo. No soy policía. Yo…

– ¡Tú quieres arruinarme, yo no sé nada! -chilló el otro.

Y se puso en pie de un salto y salió disparado calle abajo, desapareciendo como una exhalación por la primera esquina. Zarza se quedó en el banco, boquiabierta, envuelta en un revuelo de aire frío.

Soy una imbécil, pensó, soy una imbécil. Estaba todavía aturdida, intentando digerir lo sucedido. Antes no me hubiera pasado, pensó; antes las cosas no eran así. Pero, claro, antes ella estaba dentro del mundo de la Reina y ahora no. Los súbditos de la Reina compartían una misma realidad; no es que hubiera entre ellos mucha complicidad, sino más bien un egoísmo ciego y embotado. Pero poseían un lenguaje común. Podían entenderse. Ahora Zarza había cruzado la frontera, ya no pertenecía al mundo de la calle, a la ciudad nocturna, y los súbditos de la Reina la rehuían. Pero Zarza tampoco pertenecía a la ciudad diurna, a la vida redonda y relativamente satisfecha, o cuando menos a la vida aburrida. Porque donde hay aburrimiento no existe el sufrimiento. Ella había intentado construir una imitación del tedio con su cotidianidad insulsa y sus pequeñas rutinas, pero nunca había conseguido integrarse del todo en la inofensiva vida boba. Zarza, ahora se daba cuenta, estaba flotando en medio del vacío, ni en un mundo ni en otro, en una neblinosa tierra de nadie. Se recostó en el gélido banco, sintiendo la dureza de las barras sobre el espinazo, y contempló con ojos de extranjera la ciudad de la Blanca, esa urbe mineral, mugrienta y babilónica que se apretaba en torno a ella, una especie de Calcuta con hamburgueserías. En algún lugar de ese oscuro y herido laberinto estaría Nicolás, su perseguidor, su hermano, su verdugo. Zarza se estremeció y recapacitó una vez más en la conveniencia de hacerse con un arma. Y entonces fue cuando pensó en Daniel.

Daniel era el barman del Desiré. O por lo menos lo era ocho años atrás, que fue cuando Zarza dejó de verle. El Desiré era el bar de alterne en donde trabajaban las mejores chicas de Caruso; también Zarza estuvo allí, al principio. Daniel era el alma del lugar. Las chicas se sentían seguras con él, y no porque le apoyara la fuerza bruta (cuando era necesario repartir mamporros avisaban a los matones de Caruso), sino porque conseguía diluir cualquier conato de agresividad con palabras sensatas y buen juicio. Era un tipo delgado y elegante; parecía un príncipe italiano, con su pelo lacio y negro, sus sobrias camisas de seda, sus pantalones de pinzas que disimulaban la excesiva anchura de las caderas. Provenía, sin embargo, de una familia suburbial embrutecida y rota. Desde muy pequeño se había tenido que hacer cargo de una horda de hermanos; apenas si había pisado un colegio, pero había aprendido por su cuenta a leer y a escribir, con unas letras laboriosas y apretadas que parecían insectos. Tenía además un instinto innato para la belleza; aun ignorándolo todo sobre épocas, estilos y maestros, le gustaba la pintura y la porcelana antigua, y era capaz de arreglar un jarrón con flores con más armonía que un maestro jardinero japonés. Era muy afeminado, pero distaba de comportarse con esa exuberancia jaranera que suelen mostrarlos camareros gays en los garitos nocturnos. En realidad, hablaba poco y era bastante reservado en la manifestación de sus emociones; pero sabía escuchar, o por lo menos sabía componer esa expresión entre neutra y atenta de quien está interesado en lo que el otro dice pero no manifiesta ningún juicio moral sobre lo que le cuentan. Así, combinando sabiamente la implicación y la distancia, esa fórmula infalible de los psicoanalistas, Daniel había conseguido convertirse en una especie de institución en la Torre y aledaños: todo el mundo le escogía para hacerle depositario de sus confidencias. Si todavía seguía trabajando en la barra, pensó Zarza, Daniel tenía que saber dónde encontrar una pistola.

Entonces, antes, en la otra vida, en la era de la Blanca, Daniel vivía por aquí, en la calle Trovadores, cerca del centro. Zarza miró el reloj; las 13:05. A estas horas estaría durmiendo todavía. Mejor, porque así lo encontraría en casa. Si no se había mudado en los últimos años.

Zarza no se acordaba del número, pero sí del portal, el segundo a la derecha después del semáforo. Además, la entrada al edificio seguía igual: tal vez algo más sucia, más roída por las humedades, más desconchada. Subió a pie, no había ascensor, hasta el cuarto y último piso. La puerta de Daniel estaba recién pintada con un esmalte plástico de color verde chillón. Zarza creyó ver en ello el entusiasmo renovador de unos nuevos inquilinos y se temió lo peor, pero de todas formas apretó el viejo timbre; y lo volvió a apretar, y lo pulsó de nuevo, campanillazos estridentes rebotando en el silencio de la casa. Ya se iba a marchar cuando escuchó un parsimonioso descorrer de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció Daniel, adormilado; llevaba una camiseta publicitaria, unos pantalones de pijama en tono lila que le quedaban cortos, un viejo albornoz sobre los hombros y los pies desnudos embutidos en unas botas bajas con la cremallera sin cerrar. El hombre se recostó en el quicio y levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la pregunta. Zarza sintió que un violento e insospechado rubor encendía sus mejillas. Carraspeó, incómoda, porque no había previsto que el encuentro pudiera turbarla.

– Hola, Daniel… ¿Te acuerdas de mí?

– Claro -gruñó él con la ronca voz lobuna de los recién levantados de la cama-. Claro. Cómo no me voy a acordar. Eres Zarza.

– Perdona que te moleste. Estabas durmiendo, claro. Pero quería pedirte un favor.

Daniel la miró sin pestañear, como calibrando el grado de complicación que Zarza podía introducir en su vida. Aunque tal vez simplemente estuviera luchando por despertarse. Al cabo se encogió de hombros.

– Bueno. Pasa.

Zarza siguió al hombre hacia el interior del piso, que estaba también recién pintado. Había alfombras de cuerda, cortinas de algodón de colores brillantes, reproducciones de cuadros de Velázquez arrancadas de alguna revista y sujetas con chinchetas a las paredes. Era un lugar modesto pero decente. Daniel chancleteó dentro de sus flojas botas hasta la nevera, sacó una cocacola y se dejó caer sobre una silla junto a la mesa camilla. Estaba más gordo, pensó Zarza. Bastante más grueso, y avejentado. Tenía las ojeras inflamadas por el sueño y el pelo despeinado y ralo, con la línea del cráneo dejándose traslucir bajo el acoso de la calvicie: qué había sido de aquel hermoso cabello lacio y negro, del pesado flequillo principesco. Los kilos sobrantes habían redondeado las caderas de Daniel, le habían dibujado una breve papada y se acumulaban en visibles lorzas debajo de la camiseta demasiado apretada. En el brazo derecho, sobre el hueso de la muñeca, lucía un pequeño tatuaje. Zarza se extrañó, porque el Daniel que ella recordaba no era muy partidario de ese tipo de adornos epidérmicos. Aguzando la vista, comprobó que se trataba de una diminuta rosa azul y roja orlada por un nombre de varón: "JAVIER". Lo cual le pareció todavía más raro, puesto que el discretísimo Daniel no hablaba jamás de sus amores. Claro que todo eso había sido antes, mucho antes, ocho años atrás. A saber qué habría sucedido en todo ese tiempo. Por lo pronto, Daniel se había convertido físicamente en otra persona. Seguía teniendo una buena cara y cierta distinción natural, pero ahora ya no parecía un príncipe toscano sino más bien una matrona romana. El tiempo no había sido piadoso con él. Zarza se preguntó hasta qué punto ella misma mostraría unos estragos semejantes. A fin de cuentas, debían de tener más o menos la misma edad; quizá Daniel le sacara dos o tres años, y eso le convertía en un cuarentón. También ella, Zarza, se acercaba peligrosamente a los cuarenta, cosa que no dejaba de sorprendería cuando lo pensaba: cómo había podido ser tan descuidada para vivir sin darse cuenta de que vivía, para extraviar con miserable desidia tantos años.

– Estás bien -dijo Daniel de pronto, como si le hubiera estado leyendo el pensamiento. Estás bastante bien. Tienes buen aspecto. No esperaba volver a verte. Pensé que te habías muerto.

– Tú… tú también estás bien mintió Zarza.

– Bah. Estoy hecho una foca.

Daniel apuró la cocacola e hizo chascar la lengua. Sus pantorrillas, blancas y lampiñas, asomaban blandamente bajo las cortas perneras lilas del pijama.

– Tú dirás.

– Necesito una pistola.

– ¿Necesitas una pistola?

– Mi hermano ha salido de la cárcel. ¿Te acuerdas de mi hermano? Nicolás, el gemelo. Ha salido de la cárcel y me amenaza.

– ¿Y por qué te amenaza?

Zarza respiró hondo:

– Porque yo le delaté a la policía.

– Uf… chica, qué asunto tan feo…

Zarza sintió el zarpazo de la sorna del hombre, el desdén zumbón y la distancia.

– No estoy orgullosa de lo que hice, Daniel, pero no he venido aquí para justificarme. Si quieres y puedes ayudarme, bien. Y si no, también. No te voy a contar mi vida. No soy uno de tus clientes del Desiré -dijo Zarza con cierta violencia.

– Ya no estoy en el Desiré -contestó Daniel plácidamente-. Me peleé con el hijo de puta de Caruso. Ahora estoy en el Hawai. Es un barucho nuevo, por aquí cerca. Un antro un poco peor. Todo es cada día un poco peor. Me estoy haciendo viejo.

– Lo siento.

– Bah.

– Además, tú también te has hecho mayor.

– Lo dices como si envejecer fuera sólo una cosa mía.

– No me refería a lo de la edad. Era por lo de haber dejado el Desiré y todo eso.

Fundamentalmente, Zarza lamentaba "todo eso". Lo siento, había dicho, y se refería al cuerpo ajamonado de Daniel, a los años perdidos, a las humillaciones y las derrotas, a las pequeñas cantidades de dinero que Zarza robó de la cartera de Daniel en los últimos días del Desiré, al proceso de demolición interior, al fin de la esperanza.

– Dejemos eso -dijo él-. ¿Así que ahora quieres pegarle un tiro a tu hermano?

– ¡No! Sólo quiero poder defenderme. Disuadirle. Quiero enseñarle la pistola, quiero que vea que estoy armada.

– Ya. ¿Y por qué vienes a mí? ¿Qué tengo yo que ver con todo eso?

– No tienes nada que ver. Pero no tengo a quién recurrir. Hace mucho que estoy fuera de la calle, no tengo contactos. A ti te cuentan todo. Estoy segura de que sabes dónde conseguir un arma.

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