Temor Frio
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El suicidio de un joven estudiante en una peque?a universidad sure?a de E.E.U.U. no tendr?a la mayor importancia si no fuera que a la hermana de la forense protagonista del libro no la hubieran atacado en el lugar donde fue hallado el cad?ver del estudiante. Cuando al poco tiempo se producen un par de suicidos m?s en la misma universidad todo parece indicar la existencia de un psic?pata. La investigaci?n revelar? que en la pac?fica localidad existe un turbio mar de fondo de secretos ocultos y envidias.
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– ¿A quién la vendías? -preguntó Jeffrey.
– A algunos chavales, tío -dijo Fletcher-. Sólo un poco cada vez para ir tirando, ¿sabe? Nada importante.
– ¿Chuck lo sabía?
– ¿Chuck? No, no. Claro que no. Tampoco es que controlara mucho, ¿sabe?, pero de haberse enterado de que yo…
– ¿Sabes que está muerto?
Fletcher palideció, se le quedó la boca abierta.
Jeffrey dejó pasar el tiempo hasta que Fletcher comenzó a agitarse, nervioso.
– ¿Estabas usurpándole el terreno a alguien? -preguntó Jeffrey.
– ¿Usurpándole? -repitió Fletcher, y Jeffrey estaba a punto de explicarle lo que significaba la palabra cuando Fletcher le dijo-: No, tío. No sé quién más trapicheaba, pero nadie me dijo nunca nada. Yo vendía muy poco, no creo que le robara el mercado a nadie. De verdad.
– ¿Nunca se te acercó nadie y te dijo que no le gustaba lo que hacías?
– Nunca -insistió Fletcher-. Yo iba con cuidado. Sólo le vendía a un puñado de chavales. No pretendía ganar mucho dinero, sólo para poder fumar un poco de hierba.
– ¿Sólo hierba?
– A veces alguna otra cosa -dijo Fletcher.
El tipo no era idiota del todo; sabía que la marihuana era un delito relativamente menor comparado con otros narcóticos más fuertes.
– ¿A quiénes la vendías?
– No a muchos, sólo tres o cuatro.
– William Dickson -preguntó Jeffrey -. ¿Scooter?
– Oh, no, a Scooter no. Está muerto. Yo no le vendí esa mierda. ¿Por eso me han llamado?
Se agitó, y Jeffrey le indicó que se calmara.
– Sabemos que Scooter traficaba. No te preocupes por Scooter.
– Oh, guau. -Fletcher se llevó la mano al pecho-. Por un momento me ha asustado.
Jeffrey decidió aventurarse.
– Sabemos que le vendías a Andy Rosen.
Fletcher movió la boca, pero no dijo nada. Miró a Frank, luego a Jeffrey, y luego otra vez a Frank.
– Ni hablar -dijo por fin-. Quiero un abogado.
– Un abogado cambiará el tono de esta entrevista, Ron. Si tú traes a tu abogado, yo traeré al mío.
– Ni hablar. Ni hablar.
– Si presento cargos, estás listo. Irás a la cárcel. Sin trato. Y pasarás una buena temporada a la sombra.
– Esto es falso. Es inducción a cometer un delito.
– No es inducción a nada -le corrigió Jeffrey. Técnicamente, puesto que Fletcher había pedido un abogado, se trataba de una simple violación de la ley Miranda, pues no le había leído sus derechos-. No queremos crucificarte, Ron. Sólo queremos saber qué le vendías a Andy Rosen.
– Ni hablar, tío -le desafió Fletcher-. Sé cómo funciona esto. Si se fumó un porro antes de saltar del puente, me cargarán el muerto a mí… quiero decir, a quien le vendiera la mierda.
Jeffrey se inclinó sobre la mesa.
– Andy no saltó. Le empujaron.
– ¿Me toma el pelo? -preguntó Fletcher, mirando a Jeffrey y luego a Frank-. Tío, eso está mal. Eso está muy mal. Andy era un buen chaval. Tenía problemas, pero… mierda. Era un buen chaval.
– ¿Qué clase de problemas tenía?
– No podía desengancharse -dijo Fletcher, levantando las manos-. Hay personas que quieren y no pueden.
– ¿Quería de verdad?
– Yo creía que sí -dijo Fletcher-. Bueno, ya saben. Yo pensaba que lo había dejado.
– ¿Hasta?
Fletcher hizo una mueca.
– Oh, no lo sé.
– ¿Hasta cuándo, Ron? ¿Intentó comprarte algo?
– No tenía dinero -dijo Fletcher-. Siempre estaba -encorvó la espalda y se frotó las manos-: «Dame un poco de crack y te lo pago el martes».
– ¿Y se lo vendías?
– Diablos, no, tío. Andy ya me había estafado antes. Intentaba timar a todo el mundo.
– ¿Tenía enemigos por culpa de eso?
Fletcher negó con la cabeza.
– No tenías más que empujarle y te pagaba. El chaval me daba un poco de lástima por eso. Era un tipo duro y toda esa mierda, pero todo lo que tenías que hacer era darle un empujón y ya se ponía: «Muy bien. Aquí tienes el dinero. No me hagas daño». -Fletcher se interrumpió, comprendiendo lo que había dicho-. No es que yo le hiciera daño. Ése no es mi juego, tío. A mí me va el buen rollo, explorar la, ya sabe, la… -Fletcher buscaba la palabra-. No, no es eso. Expandir. Hay que expandir la mente. Abrirse.
– Muy bien -dijo Jeffrey, pensando que si a Fletcher se le expandía más la mente acabaría babeando.
– Me daba pena. Había recibido una buena noticia. Iba a celebrar algo.
Jeffrey miró a Frank de forma significativa.
– ¿Qué iba a celebrar?
– No lo dijo -contestó Fletcher-. No lo dijo, y yo no pregunté. Así era Andy. Le gustaba tener secretos. Incluso cuando se iba al váter a cagar, todo era un secreto, como si fuera el jodido James Bond. -Fingió una carcajada-. Y no es que James Bond estuviera jodido.
– ¿Qué me dices de Chuck? -preguntó Jeffrey-. ¿Estaba metido en esto?
Fletcher se encogió de hombros.
– No quiero hablar mal de los…
– ¿Ron?
Soltó un gruñido, frotándose el estómago.
– Puede que se quedara con algo. Ya saben, por el alquiler y todo eso.
Jeffrey se reclinó en la silla, preguntándose cómo podía estar relacionado Chuck con los recientes asesinatos. Los traficantes de drogas sólo mataban a quienes se cruzaban en su camino, y lo hacían de manera espectacular, para que sirviera de advertencia a posibles rivales. Escenificar las muertes como si fueran suicidios sería algo contrario a su negocio.
El silencio de Jeffrey había puesto nervioso a Fletcher.
– ¿Necesito un abogado? -preguntó.
– No si cooperas. Jeffrey sacó un cuaderno y un bolígrafo. Los puso delante de Fletcher y le dijo-: Sé que éste es tu primer delito, Ron. Procuraremos evitar que vayas a la cárcel, pero tienes que decirnos lo que hay en tu apartamento. Si lo registro y encuentro algo que no me hayas mencionado, le diré al juez que te aplique la pena máxima.
– De acuerdo, tío -dijo Fletcher-. Vale. Meta. Tengo un poco de meta debajo del colchón.
Jeffrey le indicó el papel y el bolígrafo.
Fletcher comenzó a anotar una descripción completa de su casa.
– Hay un poco de hierba en la nevera, donde se pone la mantequilla. ¿Cómo llamáis a esa zona?
– ¿El compartimento para la mantequilla? -dijo Jeffrey.
– Eso, eso -asintió Fletcher, apuntando en su cuaderno.
Jeffrey se puso en pie, diciéndose que tenía cosas mejores que hacer que estar ahí. Dejó la puerta abierta para poder vigilar a Fletcher desde el pasillo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Frank.
Jeffrey bajó la voz.
– Voy a ir a hablar otra vez con Jill Rosen, a ver qué sabe.
– ¿Cómo le va a Lena?
Jeffrey se entristeció al pensar en ella.
– He hablado con Nan Thomas esta mañana. No sé. A lo mejor me paso para ver si quiere presentar cargos.
– No los presentará -dijo Frank, y Jeffrey sabía que tenía razón.
– Podrías hablar con ella -le pidió Jeffrey.
Frank reaccionó como si éste acabara de sugerirle que azotara a su madre con un trapo húmedo. Desde la agresión de Lena, Frank no sabía qué actitud tomar con su ex compañera. A veces Jeffrey comprendía la reacción de Frank, pero le parecía inconcebible que un agente abandonara a un compañero. Había policías en Birmingham, a los que Jeffrey no había visto en años, y que si le llamaban, fuera cuando fuese, él cogería el coche y en cuestión de segundos pondría rumbo a Alabama.
– No voy a ordenarte que vayas a verla, pero creo que si le echaras una mano…
Frank tosió en la mano. Jeffrey lo intentó otra vez.
– Lena confía en ti, Frank. Quizá podrías llevarla por el buen camino.
– Me parece que ya ha elegido el camino que quiere tomar.
Su mirada era dura, y Jeffrey recordó lo difícil que había sido separar a Frank de Ethan White el día anterior. De habérselo dejado a Frank, probablemente Ethan White estaría muerto.
– Lena te escuchará -dijo Jeffrey-. Puede que sea tu última oportunidad de aclarar las cosas con ella.
Frank hizo caso omiso de ese comentario tan sutilmente que Jeffrey se preguntó si había llegado a decirlo.