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La reina sin espejo

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La reina sin espejo
Название: La reina sin espejo
Автор: Silva Lorenzo
Дата добавления: 16 январь 2020
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La reina sin espejo - читать бесплатно онлайн , автор Silva Lorenzo

Esta es la cuarta entrega de la serie de novelas protagonizadas por la pareja de la Guardia Civil: el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro. Bevilacqua comienza a acusar el paso de los a?os, incluso tambi?n su ayudante la cabo Chamorro, han crecido ambos en dimensi?n personal y literaria pero contin?an siendo seres normales con sus virtudes y sus defectos pero bien alejados de los estereotipos habituales relacionados con la Guardia Civil.

La aparici?n de una mujer apu?alada en un pueblo de Zaragoza podr?a ser un trabajo m?s para el sargento Bevilacqua y la cabo Chamorro, pero ?ste es un caso fuera de lo com?n, la v?ctima es Neus Barutell, una c?lebre periodista casada con un consagrado escritor catal?n, lo que atrae a la prensa m?s sensacionalista y somete a los investigadores de la Guardia Civil a una dosis suplementaria de presi?n. En estas peculiares circunstancias, Bevilacqua y su compa?era deber?n remover con sigilo las entra?as de una vida p?blica m?s all? de las apariencias y sumergirse en las flaquezas e inseguridades que se escond?an tras la imagen solvente e impecable de la v?ctima. Tambi?n ser? necesario rastrear con detalle sus ?ltimos trabajos period?sticos. Las pesquisas llevan a nuestros protagonistas a Barcelona y las primeras pistas apuntan a un crimen pasional en un mundo de vanidades, lleno de tapujos y secretos y con ramificaciones hasta los s?rdidos bajos fondos de la ciudad.

Esta novela incorpora elementos fundamentales vinculados a una gran urbe como Barcelona: emerge con fuerza la sociedad de los ?ltimos a?os, con nuevos delitos como la prostituci?n nacida de la explotaci?n del inmigrante, y por supuesto con nuevos medios, como es el uso de los chats de Internet, y las muchas posibilidades que los m?viles han dado a la investigaci?n criminal. Hay una sensibilidad respecto a las nuevas realidades sociales que la Guardia Civil de 2005 tiene entre las manos, la cuesti?n catalana, y las rivalidades de Guardia Civil, Mossos d`Esquadra, polic?a nacional, etc., meti?ndose en la boca del lobo de la nueva situaci?n pol?tica, que ha tenido que lidiar muchas refriegas fronterizas porque las competencias cedidas han dibujado otro escenario para la propia Guardia Civil. La novela trata el asunto con cuidado exquisito, pero no deja nada sin decir respecto a todos los problemas de esta nueva situaci?n plagada de conflictos nuevos y de cambios.

La reina sin espejo nos sumerge en una indagaci?n compleja y fascinante en la que los guardias civiles deber?n, entre otras muchas cosas, dilucidar enigmas literarios de Alicia a trav?s del espejo, desentra?ar relaciones cibern?ticas y colaborar con la polic?a auton?mica catalana para llegar a la resoluci?n de un caso espinoso y dif?cil.

Lorenzo Silva trasciende con esta novela el g?nero polic?aco en un texto colmado de intrigas, bajas pasiones e iron?a y lo conjuga con su prosa m?s conseguida y acertada hasta el momento.

En palabras recogidas en una entrevista al autor:?Me gustar?a que esta historia, aparte de para entretener, sirviera para reflexionar sobre esta extra?a civilizaci?n que estamos construyendo en los albores del siglo XXI. Donde la gente, de puro hipercomunicada, est? m?s sola que nunca, y donde aquellos que consiguen sus metas se sienten a menudo fracasados?

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– Perdona, el tráfico, estaba fatal.

– Vale, no importa, ya lo imaginé.

Nos costó mucho menos entrar de nuevo en la ciudad. Tras un rato de serpentear por la estrecha carretera que conducía hasta el Tibidabo, aparcamos cerca de la cumbre, junto al parque de atracciones.

– Aquí está -dije-. Como ves la iglesia es un espantajo, y el parque de atracciones a mí siempre me recuerda esas películas de miedo donde un payaso sádico persigue a los niños para torturarlos y dejar luego sus cadáveres abandonados al pie de la noria. Pero ahí abajo está Barcelona, y es una ciudad que vale la pena mirar. Toda tuya.

– Cómo eres -dijo Chamorro-. Relájate, hombre. Será una horterada, será más original la vista del otro día, pero a mí me apetecía y has tenido el detalle de traerme. ¿Por qué no te olvidas de todas tus manías y disfrutas un poco del panorama, antes de que tengamos que salir de nuevo zumbando para no llegar demasiado tarde a la cena?

– De acuerdo. Lo retiro todo. Esto es precioso y voy a dejar que me fascine por una vez. Sabes por qué se llama Tibidabo, ¿no?

– Pues no.

– Coño, yo creía que eras católica. Por aquello de cuando el demonio tienta a Cristo en el desierto, y desde una atalaya le promete darle todo lo que ve si se pone a su servicio. Tibi dabo: te daré, en latín.

– Ah. Es que yo de latín, poco.

– Así va el mundo, con esa ignorancia de la cultura clásica y de la historia sagrada, incluso entre las chicas formales como tú.

– Ya ves -rió-. Es una vergüenza.

Contemplamos el paisaje. Para mi gusto, aquella vista era demasiado lejana. Se perdían los detalles de la ciudad y de los barrios, que se convertían en una mancha apenas matizada por la cuadrícula de las calles. Pero al anochecer resultaba más aparente. No hay ciudad que no se vea hermosa y limpia de noche, por sucia y ruin que sea de día.

– ¿Puedo decir algo? -preguntó Chamorro.

– Sería la primera vez que te lo impidiera.

– Te he visto un poco raro, desde que llegamos aquí.

– Soy un poco raro.

– Más de lo habitual.

– Esto ha sido duro. Ha habido que fajarse, para sacarlo adelante.

– Ya lo sé. Estaba allí, te recuerdo.

– Pues eso, sería el cansancio.

Chamorro guardó silencio, como para dejarme reflexionar mejor.

– ¿Está todo bien? -dijo.

– Claro. Más o menos. Como siempre.

– ¿También conmigo?

– Por supuesto. De ti no tengo queja. Todo lo contrario, lo que empiezo a tener es miedo de que asciendas y de no encontrar a nadie tan bueno para reemplazarte. Voy a echarte de menos, cuando te vayas.

– No voy a irme a ninguna parte, de momento.

– Tendrás que buscar tus oportunidades, como todo el mundo.

– Oye, Rubén.

– Dime -la invité, sin tenerlas todas conmigo.

– ¿Qué te pasó aquí? -me soltó, a quemarropa.

Me mantuve con la vista al frente, procurando parecer impertérrito.

– Te lo contaré algún día, Virginia. Pero ese día no va a ser hoy.

Mi compañera asintió, pensativa.

– Como quieras. No es por fisgar. Es porque me preocupo por ti.

– Así lo entiendo. Pero hoy no quiero remover nada. Admira esto y luego vamos a cenar y emborracharnos, que nos lo hemos ganado.

– Me parece buena idea. ¿Quién conducirá de vuelta?

– Tú. Quiero ver cómo lo haces borracha.

– Con prudencia. Igual que estando sobria. ¿Acaso lo dudabas?

– Ni por un momento, Vir. Ni por un momento.

Cuando llegamos al restaurante gallego, que se llamaba O Meu Lar y habían cerrado para nosotros, el resto de la banda ya estaba allí. Con los del equipo, los que se habían sumado de la comandancia (el capitán Cantero, el teniente Vendrell y el subteniente Robles), la cabo primero Jimena, Riudavets y Asensi y cinco más de los suyos, se había juntado allí una mediana y ruidosa multitud. Fue Robles, genio y figura, quien nos vio llegar y se adelantó a darnos la bienvenida:

– Hombre, el gran Ruphert Belalugosi y su bella ayudante Virginia. Ya empezábamos a creer que os lo habíais montado y que debíamos apañarnos sin vosotros. ¿O es que te has perdido por el camino?

– No, no me he perdido, Robles. No esta vez.

– Es que de joven se perdía siempre -explicó-. Un desastre.

– Ya lo superé, gracias a ti.

El subteniente me abrazó efusivamente. Una vaharada de su aliento me reveló que ya llevaba un par de vinos encima. Como poco.

– Ven acá, que estás hecho un monstruo. En semana y media has acabado con la mitad de la delincuencia de la ciudad. Incluyendo a los más peligrosos de todos, los que se camuflan en la pasma.

– No te pases, Robles -le corrigió el capitán Cantero.

– ¿Acaso no es verdad? -dijo, afectando inocencia.

Me senté en la barra junto al subteniente y le señalé la copa.

– ¿Qué es ese tintorro que bebes?

– Qué tintorro. Rioja, reserva.

– Pídele a tu amigo el jefe de esto que me ponga otra, anda.

Apenas tuve la copa en la mano, le propuse un brindis:

– Por las cagadas compartidas.

– Bueno -se encogió de hombros-, si no se te ocurre nada mejor…

– Creo que es lo que toca -y añadí, bajando la voz-: Al final fui.

– ¿Y qué? -preguntó, con los ojos encendidos.

– Y nada. La vi y ni siquiera entré. Estaba guapa. Parecía irle bien.

– Mejor así. Acuérdate de aquello de las estatuas de sal.

– Con todo, Robles, cuando miro para atrás veo que he tenido suerte. Que hemos tenido suerte, tú y yo. Podríamos estar como…

– Calla, gilipollas. Pues claro que tenemos suerte. Y lo que hay que hacer es aprovecharla. Por todos los que no la tienen.

– Estamos de acuerdo.

– Enhorabuena -dijo-. Y la cabeza alta, siempre, que puedes llevarla.

Comimos y bebimos más de lo que aconsejaba el sentido común. Incluso Riudavets se dejó llevar y acabó pidiéndole a Tena que cantara El novio de la muerte, cosa que la guardia, bastante cargada también, hizo a voz en grito. Al borde de las lágrimas atacó ese pasaje que dice:

Y al regar con su sangre la tierra ardiente,
murmuró el legionario con voz doliente…

No sé por qué, en ese preciso instante me acordé de Neus. Su muerte no había tenido nada que ver con la que recreaba la canción, y la rancia épica guerrera que inspiraba la letra le era tan ajena como a mí. Pero me conmovió sentir cómo palpitaba la fe, una fe que yo no podría nunca profesar, en el canto de aquella muchacha arrebatada por el vino. Al final, discurrí entonces, lo único sabio es creerse algo y entregarle el corazón. Ni siquiera importa que tenga mucho sentido, porque nadie sabe para qué estamos aquí. Eso fue lo que Neus perdió, y con ello se le vino abajo el sueño y acabó siendo menos que el peón que había sido, como todos, en la casilla de salida. Así fue como conoció, y no pudo resistir, la soledad inmensa y definitiva de la reina sin espejo.

Getafe-Valverde del Hierro – Barcelona,

1 de septiembre de 2004-27 de julio de 2005.

Île de Ré, agosto de 2005.

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