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La palabra

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La palabra
Название: La palabra
Автор: Wallace Irving
Дата добавления: 16 январь 2020
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La palabra - читать бесплатно онлайн , автор Wallace Irving

En las ruinas de Ostia Antica, el profesor Augusto Monti descubre un papiro del siglo I d.C. que resulta ser el m?s grande y trascendental descubrimiento arqueol?gico de todos los tiempos. Es el Documento Q, el evangelio escrito por Santiago, hermano menor de Jes?s, y ofrece al mundo moderno a un nuevo Jesucristo, desvela los secretos de sus a?os desconocidos y contradice los relatos existentes sobre su vida. Te?logos, impresores, ling?istas, traductores, crist?logos y otros profesionales de todo el mundo forman un ?nico grupo de trabajo, conocido en clave como Resurrecci?n Dos, que publicar? y explotar? la nueva versi?n de la Palabra, una empresa comercial de tal magnitud que ning?n rastro de falsedad deber?a ensombrecerla.

Steven Randall dirige la agencia de relaciones p?blicas que lanzar? la nueva Biblia al mercado mundial. Pero desde el momento en que decide investigar acerca del nuevo Evangelio, cae preso de una red de intrigas que pone a prueba la autenticidad del descubrimiento. Sin que ning?n miembro de Resurrecci?n Dos consiga detenerlo, Randall conseguir? llegar hasta la ?nica persona que conoce la verdad.

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Su mirada desafió a la de Randall, pero éste se limitó a encogerse de hombros y decir:

– Es verdad, ¿por qué no?

– Entonces, Monsieur, por primera vez, por primerísima vez, fui capaz de comprender cómo mis antecesores y colegas en las ciencias a menudo habían podido conciliar la fe y la religión con la ciencia. Blas Pascal, en el siglo xvii, pudo afirmar su fe en el cristianismo diciendo que, «el corazón tiene sus razones que la razón no conoce».

– Yo creía que Pascal fue un filósofo -interrumpió Randall.

– Era, ante todo, un hombre de ciencia. Todavía no cumplía los dieciséis años cuando escribió un tratado acerca de las secciones cónicas. Él fue quien dio origen a la teoría matemática de las probabilidades. Él inventó la primera computadora, y le envió una a la reina Cristina de Suecia. Él determinó el valor del barómetro. Y sin embargo, creía en los milagros, porque una vez experimentó uno; creía en un Ser Supremo. Pascal escribió que, «los hombres desprecian a la religión, pero temen que sea verdadera. Para curar esto es necesario comenzar por demostrar que la religión no es contraria a la razón; a continuación, que es venerable y digna de respeto; luego, hacerla amable y desear que sea verdadera; y, finalmente, demostrar que es verdad». Decía también que o bien Dios existe, o no existe. ¿Por qué no jugárselo; apostar a que sí existe? «Si gana uno, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste, pues, sin vacilación, a que sí existe.» Ése fue Pascal. Naturalmente, ha habido otros.

– ¿Otros?

– Científicos que aceptaban tanto la razón como lo sobrenatural. Nuestro amado Pasteur confesó que cuanto más contemplaba los misterios de la Naturaleza, más se parecía su fe a la de un campesino bretón. Y Albert Einstein no veía conflicto alguno entre la ciencia y la religión. La ciencia, decía él, está dedicada a «lo que es» y la religión a «lo que debería ser». Einstein reconoció que, «la cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso. Saber que lo que es impenetrable para nosotros realmente existe, y que se manifiesta en forma de la más alta sabiduría y la más radiante belleza, las que nuestras torpes facultades sólo pueden captar en sus formas más primitivas… este conocimiento y este sentimiento son el núcleo de la verdadera religiosidad. En este sentido, yo pertenezco a las filas de los hombres devotamente religiosos».

El profesor Aubert quiso medir la impresión que estaba haciendo en Randall, y esbozó una tímida sonrisa:

– En este sentido, yo también me volví un hombre devotamente religioso. Por primera vez podía yo divertirme con la observación de Freud de que la superstición de la ciencia se burla de la superstición de la fe. De la noche a la mañana fui otro, si no en mi laboratorio sí en mi hogar. Mi actitud hacia mi esposa y hacia sus sentimientos y deseos, mi actitud hacia el significado de la familia… habían cambiado. Incluso la idea de traer un hijo a este mundo… era algo que, por lo menos yo debía reconsiderar…

En ese momento, una voz femenina lo interrumpió:

– Henri, chéri, te voilà! Excuse-moi, chéri, d'être en retard, J'ai été retenue. Tu dois être affamé.

Aubert se puso de pie apresuradamente, y Randall también se levantó. Una mujer juvenil, con clase, de refinados rasgos faciales, de unos treinta y cinco años, con un perfecto peinado bouffant, cuidadosamente maquillada, costosamente ataviada, había llegado hasta la mesa y se había lanzado a los brazos de Aubert, quien le dio un beso en cada mejilla.

– Gabrielle, cariñito -dijo Aubert-. Te presento a mi invitado norteamericano, Monsieur Steven Randall, que está con el proyecto de Amsterdam.

– Enchantée -dijo Gabrielle Aubert.

Al estrecharle la mano, Randall bajó la mirada y vio que ella estaba plena y magníficamente encinta.

Gabrielle Aubert había seguido su mirada y confirmó divertida su mudo descubrimiento.

– Sí -dijo casi cantando-. Henri y yo vamos a tener nuestro primer hijo antes de un mes.

Steven Randall había salido de París, de la Gare de l'Est, a las 23 horas, en el tren nocturno que iba a Frankfurt del Meno. En su compartimento privado ya estaba hecha la cama; se desvistió y se durmió en seguida. A las siete y cuarto de la mañana lo despertó el zumbido de una chicharra, seguido de un fuerte golpe seco. El revisor de la Wagons Lit le llevaba una bandeja con té caliente, tostadas de pan, mantequilla y una cuenta por dos francos; Randall había recibido la bandeja con la devolución de su pasaporte y sus boletos de ferrocarril.

Después de vestirse había alzado la cortinilla de su compartimento. Durante quince minutos estuvo observando cosas nuevas; un panorama pintoresco pero cambiante, de verdes bosques, cintas de cemento que eran supercarreteras, altos edificios firmemente delineados, vías y vías de ferrocarril, un Schlafwagen en un apartadero y una torre de control con un letrero que decía: FRANKFURT 'MAIN HBF.

Luego de cambiar un cheque de viajero por marcos alemanes en una ventanilla de la estación, Randall había tomado un taxi sucio para ir al «Hotel Frankfurter Hof», en la Bethmannstrasse. Después de registrarse en el hotel y preguntar a la Fräulein de la portería si había correo o mensajes para él, así como de comprar un ejemplar de la edición matutina del International Herald Tribune, le mostraron la suite de dos habitaciones que le habían reservado. Impacientemente había inspeccionado su alojamiento; un dormitorio con terraza al exterior y alegres macetas con flores en una barandilla de piedra, una salita de estar en la esquina con una alta ventana de dos hojas de cristal, que daba a la Kaiserplatz, donde pudo advertir tiendas con letreros como BÜCHER KEGEL, BAYERISCHE VEREINSBANK y ZIGARREN.

Estaba en Alemania, sin duda, en la tierra de Hennig, y la transición de Amsterdam a Milán, a París y a Frankfurt, en poco más de cincuenta horas, había sido vertiginosa.

Eran las ocho y cuarto y todavía le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de que aparecieran el auto y el chófer que Herr Hennig le enviaría para llevarlo a Maguncia. Pidió un buen desayuno, mandó planchar su traje, leyó el periódico, examinó una vez más el expediente de publicidad relativo a Herr Karl Hennig, telefoneó a Lori Cook a Amsterdam para indicarle que obtuviera un pase de seguridad y un espacio de oficina para Ángela Monti y verificó que el doctor Florian Knight había arribado con el doctor Jeffries, de Londres, el día anterior. Por fin, era hora de salir.

El recorrido de la bulliciosa Frankfurt a la tranquila población de Maguncia duró cincuenta minutos. Su chófer alemán, ya mayor, que fumaba puro, había guiado el «Porsche» (hecho sobre pedido) hacia la autopista de cuatro carriles, donde un letrero advertía: ANFANG 80 KM. Al lado de la carretera había muchos autoestopistas parados, cargados con pesadas mochilas. Había sido un interminable desfile de camiones cubiertos con lonas y uno que otro policía en motocicleta, con casco plateado, por la carretera. Había habido verdeantes bosques de tono salvia, estaciones de gasolina pintadas de azul, letreros amarillo naranja con flechas negras que señalaban aldeas como Wallu, varios aeropuertos, granjas, fábricas grises y humeantes, y al fin el anuncio: RIEDESHEIM/MAINZ/BITTE. El auto había tomado una rampa de salida y ahora, después de pasar un puente de ladrillo sobre el ferrocarril y otro puente sobre la vasta extensión del río Rin, llegaba a Maguncia.

Cinco minutos después, paraba frente a un ultramoderno edificio de oficinas de seis pisos, ubicado en la esquina y con dos puertas giratorias.

– Das ist die Hennig Druckerei, hier, mein Herr -anunció el chófer.

Al fin, pensó Randall. Ahora vería el Nuevo Testamento Internacional en su indumentaria final, antes de que se presentara ante el público en plena producción. Cuánto deseaba que estuvieran allí el profesor Monti o Ángela (Ángela, en realidad), con él, para ver cómo el sueño que empezó en las ruinas de Ostia Antica se había hecho realidad en la Maguncia moderna de Alemania.

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