La Historiadora

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La Historiadora
Название: La Historiadora
Автор: Kostova Elizabeth
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Historiadora - читать бесплатно онлайн , автор Kostova Elizabeth

Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.

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»Lloré mientras caminaba, me quité el anillo del dedo, lo besé y lo guardé en mi pañuelo.

Cuando llegué a casa, mi padre estaba enfadado y quiso saber dónde había estado después de oscurecer sin permiso. Le dije que mi amiga Maria había perdido una cabra y le había ayudado a buscarla. Fui a la cama con el corazón apesadumbrado. A veces me sentía esperanzada y después triste de nuevo.

»A la mañana siguiente oí decir que Bartholomeo se había ido del pueblo en el carro de un granjero, en dirección a Târgoviste. El día fue muy largo y triste para mí, y al atardecer fui al lugar del bosque donde nos encontrábamos para estar sola. Verlo me hizo llorar de nuevo. Me senté en nuestras rocas y por fin me tendí donde nos habíamos tendido cada noche. Apoyé la cara contra la tierra y sollocé. Después sentí que mi mano rozaba algo entre los helechos, y ante mi sorpresa encontré un paquete de cartas ensobradas. No sabía leer lo que ponían, a qué dirección y a quién iban dirigidas, pero en la tapa de los sobres estaba impreso su hermoso nombre, como en un libro. Abrí algunos y besé su letra, aunque me di cuenta de que no estaban dirigidas a mí. Me pregunté por un momento si estarían escritas a otra mujer, pero aparté enseguida esta idea de mi mente. Comprendí que las cartas debían haberse caído de su mochila cuando la había abierto para enseñarme que conservaba el cuchillo y la moneda que yo le había regalado.

»Pensé en intentar enviarlas por correo a Oxford, a la isla de Inglaterra, pero no se me ocurrió una forma de hacerlo sin que nadie se enterara. Tampoco sabía cuánto había que pagar para enviar algo. Costaría dinero mandar un paquete a una isla tan lejana, y yo nunca había tenido dinero, aparte de la pequeña moneda que había regalado a Bartholomeo.

Decidí guardar las cartas para dárselas cuando volviera a buscarme.

»Transcurrieron cuatro semanas con muchísima lentitud. Hice muescas en un árbol cercano a nuestro lugar secreto, con el fin de llevar la cuenta. Trabajaba en el campo, ayudaba a mi madre, hilaba y tejía las prendas del siguiente invierno, iba a la iglesia y siempre estaba atenta a escuchar noticias de Bartholomeo. Al principio los viejos hablaban un poco de él y meneaban la cabeza cuando comentaban su interés por los vampiros. "Nada bueno puede salir de eso", dijo uno, y el resto asintió. Oírlo me produjo una terrible mezcla de felicidad y dolor. Me alegró oír a alguien hablar de él, puesto que yo no podía decir ni una palabra a nadie, pero también me estremeció pensar que podía atraer la atención de los pricolici.

»No paraba de preguntarme qué pasaría cuando volviera. ¿Se plantaría ante la puerta de mi padre, llamaría y le pediría mi mano en matrimonio? Imaginaba la sorpresa que se llevaría mi familia. Se congregarían todos en la puerta y mirarían estupefactos, mientras Bartholomeo repartía regalos y les daba un beso de despedida. Después me conduciría a una carreta que estaría esperando, tal vez incluso a un automóvil. Saldríamos del pueblo y cruzaríamos tierras que no podía ni imaginar, más allá de las montañas, más allá de la gran ciudad donde vivía mi hermana Eva. Confiaba en que nos detendríamos para visitarla, porque era la hermana a la que siempre había querido más. Bartholomeo también la querría, porque era fuerte y valiente, una viajera como él.

Pasé cuatro semanas así, y al final de la cuarta estaba cansada y era incapaz de comer o dormir mucho. Cuando casi había grabado cuatro semanas de muescas en mí árbol, empecé a espiar alguna señal de su regreso. Siempre que un carro entraba en el pueblo, el sonido de sus ruedas estremecía mi corazón. Iba a buscar agua tres veces al día, miraba y escuchaba por si había noticias. Me dije que, muy probablemente, no volvería al cabo de cuatro semanas exactas, y que debía esperar una semana más. Pasada la quinta semana, me sentí enferma, convencida de que el príncipe de los pricolici le había matado. En una ocasión,

hasta pensé que mi amado regresaría convertido en vampiro. Corrí a la iglesia en pleno día y recé delante del icono de la bendita Virgen para alejar esta horrible idea.

»Durante la sexta y séptima semanas empecé a abandonar la esperanza. En la octava supe, debido a muchas señales que había oído entre las mujeres casadas, que iba a tener un hijo.

Después lloré en silencio en la cama de mi hermana por la noche y sentí que el mundo entero, incluso Dios y la Santa Madre, se habían olvidado de mí. No sabía qué había sido de Bartholomeo, pero creía que le debía haber pasado algo terrible, porque sabía que me amaba de verdad. Recogí en secreto hierbas y raíces que, decían, impedían que un niño viniera al mundo, pero fue inútil. Mi hijo crecía con fuerza en mi vientre, más fuerte que yo, y empecé a amar esa energía a pesar de todo. Cuando apoyaba mi mano sobre el estómago sin que nadie me viera, sentía el amor de Bartholomeo y creía que no había podido olvidarme.

»Transcurridos tres meses de su partida, supe que debía abandonar el pueblo antes de que avergonzara a mi familia y desatara la ira de mi padre contra mí. Pensé en tratar de localizar a la vieja que me había dado la moneda. Tal vez me acogería y me dejaría cocinar y limpiar para ella. Había venido de uno de los pueblos que dominaban el Arges, cerca del castillo del pricolic, pero no sabía de cuál, ni si aún estaba viva. Acechaban osos y lobos en las montañas, y muchos malos espíritus, y no me atrevía a vagar por el bosque sola.

»Por fin, decidí escribir a mi hermana Eva, algo que sólo había hecho una o dos veces antes. Cogí unas hojas de papel y un sobre de la casa del cura, donde a veces trabajaba en la cocina. En la carta le contaba mi situación y rogaba que viniera a buscarme. La respuesta tardó cinco semanas en llegar. Gracias a Dios, el labriego que la trajo, junto con algunas provisiones, me la dio a mí en lugar de a mi padre, y yo la leí en secreto en el bosque. Mi cintura ya estaba adquiriendo una forma redondeada, de modo que me llamó la atención cuando me senté en un tronco, pese a que todavía podía esconderla con mi delantal.

»Con la carta venía algo de dinero, dinero rumano, más del que había visto en toda mi vida, y una nota de Eva, breve y práctica. Decía que debía irme a pie del pueblo hasta el siguiente, a unos cinco kilómetros de distancia, y después trasladarme en carreta o camión hasta Târgoviste. Desde allí debía ir a Bucarest, y desde Bucarest podía viajar en tren hasta la frontera húngara. Su marido me esperaría en la oficina fronteriza de T el 20 de septiembre. Aún recuerdo la fecha. Decía que debía planificar mi viaje para llegar ese día concreto. Junto con la carta encontré una invitación sellada del Gobierno de Hungría, la cual me ayudaría a entrar en el país. Me enviaba todo su amor, me decía que fuera cauta y me deseaba un feliz viaje. Cuando llegué al final de la carta, besé su firma y la bendije con todo mi corazón.

»Guardé mis escasas pertenencias en una bolsa, incluyendo mis zapatos buenos, que reservaba para el viaje en tren, las cartas que Bartholomew había perdido y su anillo de plata. La mañana que me fui de casa, abracé y besé a mi madre, que cada vez estaba más vieja y enferma. Quería que, más tarde, supiera que me había despedido de ella de alguna manera. Creo que se quedó sorprendida, pero no me hizo ninguna pregunta. En lugar de ir a los campos, atravesé el bosque, evitando la carretera. Me detuve a decir adiós al lugar secreto donde me había acostado con Bartholomeo. Las cuatro semanas de muescas en el árbol ya se estaban desvaneciendo. En aquel lugar puse su anillo en mi dedo y me até un pañuelo a la cabeza como una mujer casada. Noté la llegada del invierno en las hojas amarillentas y el aire frío. Me quedé unos momentos más, y después tomé el sendero que conducía al siguiente pueblo.

»No recuerdo muy bien aquel viaje, sólo que estaba muy cansada y a veces hambrienta.

Una noche dormí en la casa de una anciana, que me obsequió con una estupenda sopa y dijo que mí marido no debería dejarme viajar sola. Otra noche tuve que dormir en un establo.

Por fin, una carreta me llevó a Târgoviste, y después otra me llevó a Bucarest. Cuando podía compraba pan, pero no sabía cuánto dinero necesitaría para el tren, de modo que era muy prudente. Bucarest era muy grande y bonita, pero me dio miedo porque había mucha gente, toda bien vestida, y los hombres me miraban con descaro por la calle. El tren también era aterrador, un enorme monstruo negro. En cuanto estuve sentada dentro, al lado de la ventanilla, me sentí mejor. Dejamos atrás muchos paisajes maravillosos, montañas, ríos y campos, muy diferentes de nuestros bosques transilvanos.

»En la estación de la frontera descubrí que era 19 de septiembre y dormí en un banco hasta que uno de los guardias me dejó entrar en su caseta y me dio un poco de café caliente.

Preguntó dónde estaba mi marido, y yo dije que iba a Hungría para verle. A la mañana siguiente, un hombre vestido de negro con sombrero vino en mi busca. La expresión de su rostro era bondadosa, me besó en ambas mejillas y me llamó "hermana". Quise a mi cuñado desde aquel momento hasta el día que murió, y aún le quiero. Era más mi hermano que cualquiera de los míos. Se ocupó de todo, me invitó a una comida caliente en el tren, que tomamos sentados a una mesa con mantel. Comimos y miramos por la ventana el paisaje.

»Eva nos estaba esperando en la estación de Budapest. Vestía un traje y un bonito sombrero, y pensé que parecía una reina. Me abrazó y besó muchas veces. Mi hija nació en el mejor hospital de Budapest. Quise llamarla Eva, pero mi hermana dijo que prefería elegir el nombre ella, y la llamó Elena. Era una niña encantadora, de grandes ojos oscuros, y sonrió muy pronto, cuando sólo tenía cinco días. Todo el mundo dijo que nunca había visto a un bebé sonreír tan pronto. Había tenido la esperanza de que tuviera los ojos azules de Bartholomeo, pero había salido a mi familia.

»No quise escribirle hasta que la niña naciera, porque deseaba hablarle de un bebé real, no de mi embarazo. Cuando Elena cumplió un mes, pedí a mi cuñado que me ayudara a encontrar la dirección de la universidad de Bartholomeo, Oxford, y escribí yo misma las extrañas palabras en el sobre. Mi cuñado escribió la carta en alemán, y yo la firmé de mi puño y letra. En la carta, decía a Bartholomeo que le había esperado tres meses y que después había abandonado el pueblo porque sabía que iba a tener un hijo de él. Le conté mis viajes y le hablé de la casa de mi hermana en Budapest. Le dije lo dulce, lo feliz que era Elena. Le dije que le quería y que tenía miedo de que algo horrible hubiera impedido su regreso. Le pregunté cuándo le vería, y si iría a buscarnos a Budapest. Le dije que, con independencia de lo que hubiera sucedido, le querría hasta el fin de mis días.

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