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Cyclops

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Cyclops
Название: Cyclops
Автор: Cussler Clive
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cyclops читать книгу онлайн

Cyclops - читать бесплатно онлайн , автор Cussler Clive

Un c?lebre multimillonario americano desaparece mientras vuela en un dirigible sobre el Caribe buscando el tesoro del naufragado barco mercante Cyclops…

El Presidente de los Estados Unidos recibe una misteriosa propuesta de pacto de amistad por parte de Fidel Castro…

En la Luna vive un grupo de cient?ficos americanos que desarrolla el proyecto «Jersey», altamente confidencial, a punto de ser descubierto por los rusos…

?Tienen alguna relaci?n entre s? estas tres situaciones, a simple vista tan dispares? ?Existe un hilo comunicante?

En todos estos extra?os sucesos se ve mezclado Dirk Pitt, incorregible hombre de acci?n y el gran h?roe de las novelas de Cliye Cussler. P?tt sobrevive a un accidente a?reo, a las torturas rusas y a una traves?a en ba?era por el mar Caribe durante sus investigaciones.

Clive Cussler, que ya obtuvo un gran ?xito con P?nico en la Casa Blanca, nos ofrece en esta novela una nueva muestra de su arte narrativo, manteniendo en vilo al lector hasta la ?ltima p?gina.

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– Buen trabajo -dijo Kleist-. Recibirán una buena recompensa y unas largas vacaciones. Cortesía de Martin Brogan.

– Pitt es quien merece las mayores alabanzas. Nos condujo directamente al salón antes de que los rusos se despertasen. También se dirigió a la radio y avisó a la lanzadera espacial.

– Desgraciadamente, no hay galones para los ayudantes espontáneos -dijo vagamente Kleist. Después preguntó-: ¿Y qué ha sido del general Velikov?

– Se le presume muerto y enterrado bajo los cascotes.

– ¿Alguna baja?

– Yo he perdido dos hombres. -Hizo una pausa-. También perdimos a Raymond LeBaron.

– El presidente tendrá un gran disgusto cuando se entere de esta noticia.

– En realidad, fue sobre todo un accidente. Hizo un valeroso pero loco intento de salvar la vida de Pitt, y fue él quien pagó con la suya.

– Así pues, el viejo bastardo ha muerto como un héroe. -Kleist caminó hasta el borde de la cubierta y observó la oscuridad-. ¿Y qué ha sido de Pitt?

– Sufrió una pequeña herida, nada grave.

– ¿Y la señora LeBaron?

– Unos pocos días de descanso y algún cosmético para disimular sus moraduras y parecerá como nueva.

Kleist se volvió rápidamente.

– ¿Cuándo les vio por última vez?

– Cuando abandonamos la playa. Pitt llevaba a la señora LeBaron con él en su Dasher. Yo navegaba a poca velocidad para que pudiesen seguirnos.

Quintana no pudo verlo, pero los ojos de Kleist se volvieron temerosos, temerosos al darse súbitamente cuenta de que algo andaba terriblemente mal.

– Pitt y la señora LeBaron no han subido a bordo.

– Tienen que haberlo hecho -dijo con inquietud Quintana-. Yo he sido el último en subir.

– Esto no es una explicación -dijo Kleist-. Ellos están todavía ahí fuera, en alguna parte. Y como Pitt no llevaba el receptor de radio en el trayecto de regreso, no podemos guiarle hasta aquí.

Quintana se llevó una mano a la frente.

– Ha sido culpa mía. Yo era el responsable.

– Tal vez sí, tal vez no. Si algo hubiese marchado mal, si su Dasher se hubiese averiado, Pitt habría gritado y usted le habría oído con toda seguridad.

– Tal vez podríamos localizarlos con el radar -sugirió Quintana, esperanzado.

Kleist apretó los puños y se los golpeó.

– Será mejor que nos demos prisa. Quedarnos aquí mucho más tiempo sería un suicidio.

Él y Quintana bajaron rápidamente por la rampa hasta el cuarto de control. El operador del radar estaba sentado delante de una pantalla en blanco. Levantó la cabeza al ver a los dos oficiales que se situaban a su lado, con los semblantes tensos.

– Levante la antena -ordenó Kleist.

– Seremos captados por todas las unidades de radar de la costa cubana -protestó el operador.

– ¡Levántela! -repitió vivamente Kleist.

Arriba, una parte de la cubierta se abrió y una antena orientable se desplegó y subió en la punta de un mástil que se elevó casi veinte metros en el aire. Abajo, tres pares de ojos observaron cómo cobraba vida la pantalla.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el operador.

– Faltan dos de nuestras personas -respondió Quintana.

– Son demasiado pequeños para ser vistos.

– ¿Y si aumentamos el alcance por ordenador?

– Podemos probar.

– Adelante.

Al cabo de medio minuto, el operador sacudió la cabeza.

– Nada en dos millas.

– Aumente el alcance a cinco.

– Nada.

– Pase a diez.

El operador prescindió de la pantalla de radar y observó atentamente la imagen ampliada del ordenador.

– Bien, distingo un objeto diminuto que es una posibilidad. Nueve millas al sudoeste, torciendo dos-dos-dos grados.

– Tienen que haberse perdido -murmuró Kleist.

El operador de radar sacudió la cabeza.

– No, a menos que estén ciegos o sean completamente estúpidos. El cielo está claro como el cristal. Hasta un boy scout podría encontrar la Estrella Polar.

Quintana y Kleist se irguieron y se miraron con mudo asombro, incapaces de comprender del todo lo que sabían que era verdad. Kleist fue el primero en hacer la ineludible pregunta.

– ¿Por qué? -preguntó, perplejo-. ¿Por qué tienen que ir deliberadamente a Cuba?

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