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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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En su casa sólo estuvo el tiempo justo para meter en un bolso el dossier de Barry Seaman, algunas camisas, calcetines y calzoncillos. Se sentó en una silla y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. Trató de calmarse. Al salir a la calle advirtió que estaba lloviendo. ¿En qué momento se había puesto a llover?
Todos los taxis que pasaban estaban ocupados. Se colgó el bolso de un hombro y se puso a caminar pegado al bordillo de la acera. Por fin un taxi se detuvo. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta oyó algo parecido a un disparo. Le preguntó al taxista si él también lo había oído. El taxista era un hispano que hablaba muy mal el inglés.
– Cada día se oyen cosas más fantásticas en Nueva York -dijo.
– ¿Qué quiere decir con cosas fantásticas? -preguntó.
– Pues eso mismo, fantásticas -dijo el taxista.
Al cabo de un rato Fate se durmió. De tanto en tanto abría los ojos y veía pasar edificios en donde no parecía vivir nadie o avenidas grises mojadas por la lluvia. Luego cerraba los ojos y volvía a dormirse. Se despertó cuando el taxista le preguntó en qué terminal del aeropuerto quería que lo dejara.
– Voy para Detroit -dijo, y volvió a dormirse.
Las dos personas que ocupaban los asientos de delante hablaban de fantasmas. Fate no podía ver sus caras, pero imaginó que eran dos personas mayores, tal vez de sesenta o setenta años. Pidió un zumo de naranja. La azafata era rubia, de unos cuarenta años y tenía una mancha en el cuello que tapaba con un pañuelo blanco que el trajín con los viajeros había hecho deslizarse hacia abajo. El tipo que ocupaba el asiento de al lado era negro y bebía una botella de agua. Fate abrió su bolso y extrajo el dossier de Seaman. Los pasajeros de delante ya no hablaban de fantasmas sino de una persona a la que llamaban Bobby. Este Bobby vivía en Jackson Tree, en el estado de Michigan, y tenía una cabaña junto al lago Hurón. En cierta ocasión el tal Bobby había salido en barca y había naufragado.
Como pudo, se cogió a un tronco que flotaba por allí, un tronco milagroso, y esperó a que se hiciera de día. Pero por la noche el agua cada vez era más fría y Bobby empezó a helarse y a perder fuerzas. Cada vez se sentía más débil y aunque trató de atarse con el cinturón al tronco, por más esfuerzos que hizo no pudo. Contado, parece fácil, pero en la vida real es difícil atar tu propio cuerpo a un tronco a la deriva. Así que se resignó, pensó en sus seres queridos (aquí mencionaron a un tal Jig, que podía ser el nombre de un amigo, de un perro o de una rana amaestrada) y se agarró con todas sus fuerzas al tronco. Entonces vio una luz en el cielo. Creyó, ingenuamente, que se trataba de un helicóptero que había salido a buscarlo y se puso a gritar.
Sin embargo no tardó en reparar en que los helicópteros hacen un sonido de aspas y la luz que veía no hacía ese sonido. Pasados unos segundos se dio cuenta de que era un avión. Un enorme avión de pasajeros que iba a estrellarse directamente donde él estaba flotando agarrado al tronco. De golpe se le esfumó todo el cansancio. Vio pasar el avión justo encima de su cabeza.
Iba en llamas. A unos trescientos metros de donde él estaba el avión se clavó contra el lago. Oyó dos o tal vez más explosiones.
Sintió el impulso de acercarse hacia donde había ocurrido el desastre y eso hizo, muy lentamente, porque era difícil manejar el tronco como si fuera un flotador. El avión se había partido en dos y sólo una parte aún flotaba. Antes de llegar Bobby vio cómo se hundía lentamente en las aguas nuevamente oscuras del lago. Poco después llegaron los helicópteros de salvamento.
Sólo encontraron a Bobby y se sintieron estafados cuando éste les dijo que no viajaba en el avión sino que había naufragado en su bote, mientras pescaba. De todas maneras se hizo famoso durante un tiempo, dijo el que contaba la historia.
– ¿Y aún vive en Jackson Tree? -dijo el otro.
– No, creo que ahora vive en Colorado -fue la respuesta.
Después se pusieron a hablar de deportes. El vecino de Fate se bebió toda su agua y eructó discretamente llevándose una mano a la boca.
– Mentiras -dijo en voz baja.
– ¿Cómo dice? -dijo Fate.
– Mentiras, mentiras -dijo el tipo.
Ya comprendo, dijo Fate, y le dio la espalda y se puso a mirar por la ventanilla las nubes que parecían catedrales o tal vez sólo pequeñas iglesias de juguete abandonadas en una cantera de mármol laberíntica y cien veces más grande que el Gran Cañón.
En Detroit Fate alquiló un coche y tras consultar un mapa que le proporcionó la misma agencia de coches se dirigió al barrio donde vivía Barry Seaman.
No lo encontró en su casa, pero un niño le dijo que solía estar casi siempre en el Pete’s Bar, no muy lejos de allí. El barrio parecía un barrio de jubilados de la Ford y de la General Motor. Mientras caminaba iba mirando los edificios, de cinco o seis pisos, y sólo veía a viejos sentados en las escaleras o fumando acodados en las ventanas. De tanto en tanto, en alguna esquina, aparecía algún grupo de niños hablando en corro o niñas que saltaban a la cuerda. Los coches aparcados no eran buenos ni de último modelo, pero se veían bien cuidados.
El bar estaba junto a un lote baldío lleno de malezas y de flores silvestres que ocultaban los cascotes del edificio que antes se levantaba allí. Sobre el muro lateral de un edificio vecino vio un mural que le pareció curioso. Era circular, como un reloj, y donde debían estar los números había escenas de gente trabajando en las fábricas de Detroit. Doce escenas que representaban doce etapas en la cadena de producción. En cada escena, sin embargo, se repetía un personaje: un adolescente negro, o un hombre negro largo y esmirriado que aún no había abandonado o que se resistía a abandonar su infancia, vestido con ropas que variaban con cada escena pero que indefectiblemente siempre le quedaban pequeñas, y que cumplía una función que aparentemente podía ser tomada como la del payaso, el tipo que está ahí para hacernos reír, aunque si uno lo miraba con más atención se daba cuenta de que no sólo estaba allí para hacernos reír. Parecía la obra de un loco. La última pintura de un loco. En el centro del reloj, hacia donde convergían todas las escenas, había una palabra pintada con letras que parecían de gelatina: miedo.
Fate entró en el bar. Se sentó en un taburete y le preguntó al tipo que atendía el establecimiento quién era el artista que había hecho el mural de la calle. El camarero, un negro corpulento de unos sesenta años, con la cara surcada de cicatrices, le dijo que no lo sabía.
– Algún muchacho del barrio habrá sido -masculló.
Pidió una cerveza y le echó una mirada al bar. No fue capaz de distinguir entre los clientes a Seaman. Con la cerveza en la mano preguntó en voz alta si alguien conocía a Barry Seaman.
– ¿Quién lo busca? -dijo un tipo bajito, que llevaba una camiseta de los Pistons y una chaqueta de mezclilla celeste.
– Oscar Fate -dijo Fate-, de la revista Amanecer Negro, de Nueva York.
El camarero se le acercó y le preguntó si era verdad que era periodista. Soy periodista. Del Amanecer Negro.
– Hermano -dijo el tipo bajito sin levantarse de su mesa-, tu revista tiene un nombre de mierda. -Sus dos compañeros de cartas se rieron-. Personalmente ya estoy harto de tantos amaneceres -dijo el tipo bajito-, me gustaría que de vez en cuando los hermanos de Nueva York hicieran algo con el atardecer, que es la mejor hora, al menos en este jodido barrio.
– Cuando vuelva se lo diré. Yo sólo hago reportajes -dijo.
– Barry Seaman hoy no ha venido -dijo un viejo que estaba, al igual que él, sentado junto a la barra.
– Creo que está enfermo -dijo otro.
– Es verdad, algo de eso oí decir -dijo el viejo de la barra.
– Lo esperaré un rato -dijo Fate, y terminó de beberse su cerveza.
El camarero se acodó junto a él y le dijo que en sus tiempos había sido boxeador.