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Es un libro bello, largo y complejo. Consta de cinco partes que tienen ritmos y temas diferentes, pero que armonizan y convergen para conformar un todo inmenso, un relato multifac?tico que presenta la realidad social y la realidad individual en el siglo XX y el enigm?tico comienzo del XXI.
Podr?a decirse que el protagonista es un escritor alem?n que tiene un proceso de desarrollo singular?simo, dram?tico y c?mico a la vez, que, careciendo de educaci?n y capacidades comunicativas, escribe por puro talento y debe ocultar su identidad para protegerse del caos del nazismo, mientras que sus cr?ticos lo buscan sin ?xito por todo el mundo, todo lo cual conforma un relato que mantiene al lector en suspenso, de sorpresa en sorpresa. Pero eso no ser?a exacto. Tambi?n podr?a decirse, y tal vez ser?a m?s cierto, que el protagonista de la novela es la maldad misma y la sinraz?n del ser humano en el siglo XX, desde el noroeste de M?xico hasta Europa Oriental, desde la vida liviana de unos cr?ticos de literatura hasta las masacres de una aristocracia mafiosa en los pueblos del tercer mundo, pasando por la Segunda Guerra Mundial, el mundo del periodismo, el deporte (boxeo), la descomposici?n familiar y los establecimientos siqui?tricos. El singular escritor alem?n encarna, tal vez, la bondad y la autenticidad que resplandecen en medio de tanta maldad.
Cada una de las cinco partes es una peque?a novela. Una serie de estupendos personajes secundarios dan vida a cinco cuentos que se entrelazan de forma insospechada. No obstante, es el conjunto el que presenta el cuadro fabuloso que el autor quiere comunicar.
El estilo es sobrio, preciso, estricto, bello. El suspenso mantiene el inter?s del lector. Un verdadero ejemplo de literatura.
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Quince días después Espinoza y Pelletier se tomaron un par de días de permiso y se fueron a Hamburgo a visitar al editor de Archimboldi. Los recibió el director editorial, un tipo flaco, más que alto espigado, de unos sesenta años, de nombre Schnell, que significa rápido, aunque Schnell era más bien lento.
Tenía el pelo lacio y de color castaño oscuro, salpicado en las sienes por algunas canas, lo que contribuía a acentuar una apariencia juvenil. Cuando se levantó para estrecharles las manos tanto Espinoza como Pelletier pensaron que se trataba de un homosexual.
– El maricón es lo más parecido que hay a una anguila -dijo después Espinoza, mientras paseaban por Hamburgo.
Pelletier le reprochó su observación de marcado tinte homofóbico, aunque en el fondo estuvo de acuerdo, Schnell tenía algo de anguila, de pez que se mueve en aguas oscuras y barrosas.
Por supuesto, poco pudo decirles que no supieran ya.
Schnell nunca había visto a Archimboldi, el dinero, cada vez mayor, que redituaban sus libros y traducciones, lo depositaba en un número de cuenta de un banco suizo. Una vez cada dos años se recibían instrucciones suyas a través de cartas cuyo remitente solía ser de Italia, aunque en los archivos de la editorial también había cartas con sellos de correo griegos y españoles y marroquíes, cartas que, por otra parte, iban dirigidas a la dueña de la editorial, la señora Bubis, y que él, naturalmente, no había leído.
– En la editorial sólo quedan dos personas, aparte de la señora Bubis, por supuesto, que conocieron personalmente a Benno von Archimboldi -les dijo Schnell-. La jefa de prensa y la jefa de correctores. Cuando yo entré a trabajar aquí Archimboldi hacía mucho que ya había desaparecido.
Pelletier y Espinoza pidieron hablar con ambas mujeres. La oficina de la jefa de prensa estaba llena de fotos, no necesariamente de autores de la editorial, y de plantas, y lo único que les dijo del escritor desaparecido fue que era una buena persona.
– Un hombre alto, muy alto -les dijo-. Cuando caminaba junto con el difunto señor Bubis parecían una ti. O una li.
Espinoza y Pelletier no entendieron lo que quería decir y la jefa de prensa les dibujó en un papelito la letra ele seguida de la letra i. O tal vez más indicado sería una le. Así.
Y volvió a dibujar sobre el mismo papelito lo siguiente:
Le -La ele es Archimboldi, la e es el difunto señor Bubis.
Luego la jefa de prensa se rió y los observó durante un rato, recostada en su silla giratoria, en silencio. Más tarde hablaron con la jefa de correctores. Ésta tenía más o menos la misma edad que la jefa de prensa pero su carácter no era tan jovial.
Les dijo que sí, que en efecto había conocido a Archimboldi hacía muchos años, pero que ya no recordaba su rostro ni sus maneras ni ninguna anécdota sobre él que valiera la pena contarles. No recordaba la última vez que estuvo en la editorial.
Les recomendó que hablaran con la señora Bubis y luego, sin decir nada, se enfrascó en la revisión de una galerada, en contestar preguntas de los otros correctores, en hablar por teléfono con gente que tal vez, pensaron con piedad Espinoza y Pelletier, eran traductores. Antes de marcharse, inasequibles al desaliento, volvieron a la oficina de Schnell y le hablaron de los encuentros y coloquios archimboldianos que se preveían para el futuro. Schnell, atento y cordial, les dijo que podían contar con él para lo que se les ofreciera.
Como no tenían nada que hacer salvo esperar la salida del avión que los llevaría de vuelta a París y Madrid, Pelletier y Espinoza se dedicaron a pasear por Hamburgo. El paseo los llevó indefectiblemente al barrio de las putas y de los peep-shows, y entonces ambos se pusieron melancólicos y se dedicaron a contarse el uno al otro historias de amores y desengaños. Por supuesto, no dieron nombres ni fechas, se hubiera podido decir que hablaban en términos abstractos, pero de todas maneras, pese a la exposición aparentemente fría de desgracias, la conversación y el paseo sólo contribuyó a sumirlos aún más en ese estado melancólico, a tal grado que al cabo de dos horas ambos sintieron que se estaban ahogando.
Volvieron al hotel en taxi y sin pronunciar palabra.
Una sorpresa los esperaba allí. En la recepción había una nota dirigida a ambos y firmada por Schnell en donde les explicaba que tras su conversación matutina había decidido hablar con la señora Bubis y que ésta aceptaba recibirlos. A la mañana siguiente Espinoza y Pelletier se presentaron en el domicilio de la editora, en el tercer piso de un viejo edificio de la zona alta de Hamburgo. Mientras esperaban se dedicaron a observar las fotos enmarcadas que colgaban de una pared. En las otras dos paredes había un lienzo de Soutine y otro de Kandinsky, y varios dibujos de Grosz, de Kokoschka y de Ensor. Pero Espinoza y Pelletier parecían mucho más interesados en las fotos, en donde casi siempre había alguien a quien ellos despreciaban o admiraban, pero que en cualquier caso habían leído: Thomas Mann con Bubis, Heinrich Mann con Bubis, Klaus Mann con Bubis, Alfred Döblin con Bubis, Hermann Hesse con Bubis, Walter Benjamin con Bubis, Anna Seghers con Bubis, Stefan Zweig con Bubis, Bertolt Brecht con Bubis, Feuchtwanger con Bubis, Johannes Becher con Bubis, Arnold Zweig con Bubis, Ricarda Huch con Bubis, Oskar Maria Graf con Bubis, cuerpos y rostros y vagas escenografías perfectamente enmarcadas.
Los retratados observaban con la inocencia de los muertos, a quienes ya no les importa ser observados, el entusiasmo apenas contenido de los profesores universitarios. Cuando apareció la señora Bubis ambos estaban con las cabezas pegadas intentando descifrar si aquel que aparecía junto a Bubis era Fallada o no.
En efecto, era Fallada, les dijo la señora Bubis, vestida con una blusa blanca y una falda negra. Al darse la vuelta, Pelletier y Espinoza encontraron a una mujer mayor, con una figura similar, según confesaría Pelletier mucho después, a Marlene Dietrich, una mujer que a pesar de los años conservaba intacta su determinación, una mujer que no se aferraba a los bordes del abismo sino que caía al abismo con curiosidad y elegancia.
Una mujer que caía al abismo sentada.
– Mi marido conoció a todos los escritores alemanes y los escritores alemanes querían y respetaban a mi marido, aunque luego unos pocos dijeran cosas horribles sobre él, algunas incluso inexactas -dijo la señora Bubis con una sonrisa.
Hablaron de Archimboldi y la señora Bubis hizo traer pastas y té, aunque ella se tomó un vodka, algo que sorprendió a Espinoza y Pelletier, no por el hecho de que la señora empezara a beber tan temprano, sino por no haberles ofrecido una copa a ellos, copa que, por otra parte, hubiera sido rechazada.
– La única persona en la editorial que conocía a la perfección la obra de Archimboldi -dijo la señora Bubis- fue el señor Bubis, que le publicó todos sus libros.
Pero ella se preguntaba (y de paso les preguntaba a ellos) hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro.
– A mí, por ejemplo, me apasiona la obra de Grosz -dijo indicando los dibujos de Grosz colgados de la pared-, ¿pero conozco realmente su obra? Sus historias me hacen reír, por momentos creo que Grosz las dibujó para que yo me riera, en ocasiones la risa se transforma en carcajadas, y las carcajadas en un ataque de hilaridad, pero una vez conocí a un crítico de arte a quien le gustaba Grosz, por supuesto, y que sin embargo se deprimía muchísimo cuando asistía a una retrospectiva de su obra o por motivos profesionales tenía que estudiar alguna tela o algún dibujo. Y esas depresiones o esos períodos de tristeza solían durarle semanas. Este crítico de arte era amigo mío, aunque nunca habíamos tocado el tema Grosz. Una vez, sin embargo, le dije lo que me pasaba. Al principio no se lo podía creer. Luego se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Luego me miró de arriba abajo como si no me conociera. Yo pensé que se había vuelto loco. Él rompió su amistad conmigo para siempre. Hace poco me contaron que aún dice que yo no sé nada sobre Grosz y que mi gusto estético es similar al de una vaca. Bien, por mí puede decir lo que quiera. Yo me río con Grosz, él se deprime con Grosz, ¿pero quién conoce a Grosz realmente?